sábado, 14 de diciembre de 2013

nos has nacido


Amaneces al invierno frío de este mundo despejando las dudas de un anochecer incauto, y tu voz desgarra los fulgores de estrellas que no se atreven a brillar para no asustar al cielo.

El hospital despereza el sudor de heridas y lamentos de un día perdido entre vendajes, sondas, goteos y suturas que no quieren decir su nombre. Y tú describes tu presencia con la metáfora quieta de tu llanto primero. Yo, aletargado por el cínico festival de luces agrias de la sala de partos, asisto a tu nacimiento. 

Surges de un naufragio de sangre y vísceras como pétalos de rosas que nunca germinaron espinas, reclamando tu pequeño espacio en un mundo que se precia de regalar a cada uno el suyo. Tu madre te regala el punzón incierto de un dolor de siglos con el que tú decides hacer celofanes de regalo y pajaritas de tiempo.

Afuera, los voceros del apocalipsis continúan su prédica huérfana de esperanza y podrida de futuros que no llegan. Yo, dentro, embadurnado de la asepsia azul cobalto del paritorio, asisto al apocalipsis de vida y milagro de tu nacimiento, hijo, mientras tu madre se desmadeja en arrumacos de lágrima y desvanecimientos de emoción que nadie ya, salvo tú, podrá reverdecer en el pasto breve de las pupilas.

Nos has nacido, hijo. Lo has logrado. Has estrechado tu osamenta de río para verterte en el caudal de miedo y ternura de nuestras vidas, aquí afuera, donde la luz, hoy, es milagro que abreva en tus labios de beso y latido. 

Y ya no somos más una mujer y un hombre porque, al rugir la alarma benévola de tu llanto, hemos acudido prestos al incendio de una nueva vida. 



martes, 3 de diciembre de 2013

perder el rumbo

No precisaba yo de GPS, mapa ilustrado o callejero virtual alguno para orientarme, si no con destreza, si al menos con soltura, por entre los vericuetos volubles, voluminosos y voluptuosos de su piel. Remaba la barcaza de tabaco y café de mi lengua con la justa inoperancia que la llevase a encallar en las profundidades de alcohol y alga fresca de su vientre. Caminaba el redoble mudo de mis dedos como botones intentando coserlo a la piel de tambor inaudito de sus pechos. Perdía el rumbo de reloj fraudulento de mi sexo en los rosales de espina amable y bosque recóndito del suyo. Corría, aceleraba, emprendía la huida inversa del orgasmo sólo para recuperar el aliento al borde de un camino que, para mí, suponía la famosa autopista hacia el cielo que los fieles de cualquier religión monoteísta imaginan en el ascetismo y la represión de aquellos sentidos que a mí me encantaba exacerbar, desordenar, desconcertar, extraviar para, llegada la calma chicha del intervalo amoroso, dar nuevo inicio a su pausado y premeditado recorrido. Nunca perdía el camino. Me orientaba cual extravagante explorador de latitudes ignotas sobre la cartografía de aroma y betún de su cuerpo dispuesto al vuelo... o al desplome, no sé bien.

Podía cambiar de ciudad, de territorio, de cuerpo, sin sufrir colapso alguno, encontrando de inmediato el camino, ése que me descubría el regato ebrio del sudor regando un pubis de verano, o aquel señalado por la erección afelpada y violenta de unos pezones de invierno. Sí, eran otras mujeres. Algunas, tampoco muchas, no se crean. Pero en todas me orientaba yo con la sagacidad felina de un animal hambriento de sacrificios como abrazos y de besos como dientes. Descorría cerrojos como encajes, violentaba cerraduras como brasiers y desmembraba candados de lycra sólo por penetrar el tierno hospedaje de bajura y miel en que descansar mis embates de ávida alimaña. Como en cada ciudad, aunque llegase a ella/s de noche, encontraba de seguro un lugar cómodo en que abrevar mi sueño.

Hace unos días (no sé cuántos, ya saben que escribo como vivo: con retraso), científicos de una universidad perdida en la perdición de avenida y miedo del territorio estadounidense, han encontrado el camino. No han visto la luz de La Fe, ni nada por el estilo, recuerden que hablo de científicos. Sólo ocurre que han tomado entre sus manos la brújula de los descubrimientos cuando ésta señalaba el Norte de alguna verdad inapelable, y han certificado que los recovecos en que se pierden nuestros pensamientos y buenas acciones al recorrer el laberinto terco del cerebro son los que logran que las personas actuemos de determinada manera. En concreto, aseguran que tales recovecos, en el hombre, están plagados de ampulosas esquinas que les obligan a caminar sin perder en ningún momento el sentido de la orientación. Las mujeres, por contra, atesoran un cerebro de floresta y selva recorrido por sinuosos meandros de rivera amazónica. Meandros calmos en que no hace falta más orientación que mirar a un lado y otro del recorrido, por no perder de vista la orilla. Claro que, la mujer, a pesar de su preferencia por recorridos de sosiego y paseo, tiene la virtud de mantener en la memoria cada uno de los recodos en que caracolea el caudal que ha decidido surcar su velero de inteligencia, cabello y aroma. O sea: que los hombres se orientan mejor pero las mujeres tienen superior memoria.

Pues tampoco han llegado, en esta ocasión, muy lejos los científicos del otro lado del charco. Ya pude comprobar yo sus aseveraciones hace tiempo. Como decía al inicio: me orientaba sin más brújula que las manecillas locas de mis manos, la hoguera sudorosa de mis labios, sobre dunas de piel tumultuosa y barrancos de beso vertical. Es sólo ahora, cuando la edad juega a desordenar el pasado, que aquellas batallas del amor se me tornan palimpsesto abarrotado de pieles femeninas, más oscuras unas menos rugosas otras deliciosas todas a las que, lamentablemente, en no pocas ocasiones, no logro poner rostro. Seguramente ellas recuerden el torpe bostezo de fiebre que cincelaba el orgasmo en el más imbécil de mis rostros, y yo no haya hecho más que perder el camino, a pesar de lo que dicen los científicos. Porque a pesar de que considero que el rumbo de mi dermis siempre ha sido firme quizás haya perdido, por el camino, entre otras muchas cosas, la poesía cruel de la sonrisa y el gesto.

Sí, yo conservo recuerdos, pero ellas conservan la memoria. O, como decía el poeta: "el rumbo de tus sueños coincide con mis pesadillas".

jueves, 21 de noviembre de 2013

el Arte mata


lo lamento, no hay fotos, google gmail y su p. madre se me rebelan... quedan los textos

Me sorprende, de nuevo, eso que llaman "la prensa", con una noticia, cuanto menos, inquietante. Resulta que una docta pianista enfrenta una posible pena de 7 años y medio de cárcel (ese conglomerado de rejas sin sentido tras las que pululan vidas adocenadas en ausencia de ídem) por realizar su trabajo (sí, he de insistir: el Arte también es un trabajo, ni con veleidades de creadores poetas nos libramos de tal lacra) durante 40 horas semanales (menos de las que deseasen los patrones) y contaminar acústicamente la vida de una sufrida vecina de corredor y aroma a puchero rancio y por favor no me podrías dejar un par de huevos que se me han terminado (más en estos tiempos que corren, cuando más bien desearían descansar eternamente).

La vecina alega sufrir trastornos psíquicos debido al volumen con que la pianista aporrea su instrumento de delicadeza y temblor. Exceso de decibelios en los dedos de la pianista y en la psique maltratada de la sufrida vecina. Horrible es el ruido, cierto, no seré yo quien lo niegue. Afortunados somos de gozar de un sistema judicial que hace honor al origen de su nombre: justicia.

Recién inauguro, de nuevo, las calles de un Madrid abandonado a los rescoldos de la basura rescatada del despido colectivo y la cacofonía ebria de las alcantarillas. Recién he aterrizado en una ciudad sin nombre que, hace tiempo, un día ya lejano, me enseñaron a pronunciar con Z final para reivindicar su gesta de revuelta cultural de recién nacido amoratado. Luces navideñas que esperan el escopetazo inicial que anuncie la apertura de la veda consumista, dejando descalabrado, descerebrado y sin vida inteligente a más de un incauto transeúnte. Y a la vereda satinada de las tiendas de supuesto lujo y los restaurantes de postín, jaurías de ciudadanos abigarrados de celebración inconsciente y brebaje bien dispuesto, brindan y festejan en alta voz y desmesurado griterío incognoscible las bondades que el buen Baco quisiese ofrendarnos hace ya siglos, mundos, vidas. Los perros pasean a sus amos y se escandalizan con esa sensibilidad canina de la que carecen aquellos que se creen con suficiente raciocinio como para convertirlos en "animales de compañía". Venerables ancianas de falda plisada y sonrisa erecta ajustan el volumen del aparatito que les permite escuchar los cariños falsos de sus nietos en busca de aguinaldo. Operarios de la limpieza ciudadana inician la recogida mugrienta de basuras y ramas de árbol suicidadas antes de tiempo, armados de instrumental tecnológico que, por tecnológico, justamente, no se ha terminado de desprender de su caudal de ruido: sí, ahora no se limpia las calles a escoba, se usan herramientas que a no pocos nos recuerdan aquella película de serie Z que anegó en pesadillas nuestros sueños: La Matanza de Texas, creo recordar. Es bueno, eficiente, limpia más rápido, menos operarios barriendo las calles, menos salario desperdiciado entre los desperdicios de aquellos que nos limpian el culo.

Paseo las calles más in de una ciudad en ruinas de miradas y paseos que no saben si van a dar a la mar (que es la muerte, por si alguno no cogió, cuando niño, la metáfora de Manrique). En su asfalto refulge la luz vomitada por las galerías de arte en que han decidido convertir los centros de mercadeo y avaricia en que dicen vendernos la felicidad. La luz no es tan molesta como la polifonía ebria con que los altavoces, desde su interior, vomitan música inerte y ofertas de mucha enjundia. Vibra el enladrillado. Los transeúntes sonríen y miran las ofertas, toman nota mental de los regalos de Reyes con que agasajarán a las personas amadas.

Regresan a casa, supongo, a preparar cenas y viandas en que el tropel de exabruptos de la festividad que nada festeja inundará en decibelios las noches de la capital. La vecina pasará, pasada la medianoche, a invitar una copita de champán y un pedazo de turrón del duro, y el griterío traspasará el umbral de la vivienda ajena entre abrazos y risas que quieren desencajar el enladrillado monótono del edificio y el alicatado grisáceo del cielo. Después chispas, petardos, cohetes, tan hispanos, tan de aquí, vaciando de coherencia las mentes y los burbujeantes vasos de los festejantes. Ruido. Ruido navideño, como el de Semana Santa al paso de los pasos de las doloridas figuras de escayola de un pasado sin memoria, como el de las Fallas levantinas falladas de sobriedad y sueño, como el de las tamborradas aragonesas en que criasen su ausencia de oído Goya, Buñuel, y más de un vecino calificado en otros lares de corto, desnutrido, tal vez deficiente.

Somos un país de ruido y mugre, un espantajo de celebraciones futboleras hasta las mil de la madrugada y mañana no es preciso que vengas a trabajar, que tu jefe celebraba contigo la victoria de "la roja". Somos un lodazal de miedo y voces vacías ante la injusticia que no nos atañe porque no nos zarpa el bolsillo de moneda y relevancia en que pretendemos poner a resguardo nuestros caudales.

¿Y el Arte?, ¿dónde queda? Siempre a la orilla del cierzo remoto que nunca nos revolverá el cabello de los pensamientos y el alma. El Arte es molesto cuando lo es: porque hace ruido, porque es molesto, porque no se adapta a la caliginosa floritura de oquedad de unas vidas que pretendemos rellenar de confetti y fiesta. Celebremos pues, y la pianista... ¡que cumpla condena por arañar con las cuerdas de su piano inútil la costosa tapicería del sueño de su vecina!

martes, 12 de noviembre de 2013

tenían nombre

Conversábamos, de jóvenes, al albur del flirteo y la desmedida gana de sexo que disfrazábamos de curiosidad, sobre el origen de nuestros nombres. Quiero decir que pretendíamos, al desbrozar el esbozo imbécil de nuestros labios, alabar las bondades etimológicas de nombres como Inma, Esther, Nuria o María. Nuestras posibles presas, o sea. Y alabábamos a los padres de Esther el buen gusto judaico al bautizar el nacimiento de su pequeña hija con apelativo biblíco que siempre despertaba en nosotros, jóvenes embriones de moderada acracia, unos deseos más antiguos que el del más anciano escriba que tallase los textos bíblicos. O soñábamos con que María tornase por un breve instante la Magdala de el nuevo Testamento, agasajando el martirio inocente de su predecesora.

Nos tildaban, progenitores, profesores, confesores y ancianos de paseo calma y obra reconducida, de inconscientes, majaderos o, simplemente, demasiado jóvenes. Pueda ser. Al fin y al cabo, aún, a pesar de los veleros de arruga y cansancio que surcan mi rostro, proclamo sentirme, aún, incluso, joven.

Que vivimos tiempos convulsos, extraños, ya comienzo a cansarme de decirlo, más incluso que mis escasos lectores. Pero así es, y a la trifulca vacía de la paraplejía revolucionaria en que estallan las redes sociales, siguen las líneas vacías de la Historia que nadie desea leer. Porque leer, permítanme recordarlo, es tomar partido, posición, ocupar el lugar de la acción... aunque sólo sea mentalmente. Por desgracia, sin poder tomar más partido que este puñado de palabras como dagas que a nadie van a asesinar, leo acerca de un artista ruso que ha decidido pasar a la acción y tornar en sórdida protesta la indignación general que generalmente se escabulle de la noticia y se esconde en el plato de sopa fría de la cena del oprimido. Por resumir: el supuesto artista apareció desnudo en mitad de la Plaza Roja de Moscú, ataviado sólo con un martillo y un afilado y descomunal clavo que (disculpen los sensibles) atravesó sus testículos hasta, ayudado por la fuerza motriz que sus brazos imprimieron al citado martillo, dejarlos adheridos a los adoquines de la monumental e histórica glorieta. Luego, tras hora y media contemplando su desvanecido miembro viril y el contenedor de sus esencias magullados y clavados al pavimento, aseguró ser metáfora de la inoperancia moscovita ante los desmanes del Gobierno. Clavó sus testículos al memorable pavimento.

Creo que al citado personaje le espera, a la salida del hospital en que intentan remendarle su descosido de rabia y sexo mutilado, un oscuro y sórdido psiquiátrico. 

Al contrario que a un ciudadano español que, menos espectacular y, quizás, más práctico, ha decidido enfrentar los desmanes de can feroz y asesino del actual Gobierno hispano iniciando una huelga de hambre de la que (tiempos modernos) nadie desea hablar. Perdón, algunos sí: el puñado de humanos que ha decido deshumanizar su cuerpo al ritmo de las reivindicaciones del joven español, en pleno centro mediático madrileño, Puerta del Sol, que inició su paseo hacia el hambre ausente de romanticismo pero cargado de barroco desprecio al desprecio que los gobernantes otorgan a todos aquellos que les mantienen bien alimentados. Ahora no está solo pero, a punto de cumplir el mes desde que dió inicio a su (sí, digámoslo) heroica gesta, acabará, de seguro, en uno de los pocos hospitales que aún deciden seguir velando por los ciudadanos en virtud de su condición de tales en vez de en lo abultado de su talonario.

Un artista ruso que visitará el psiquiátrico. Un estudiante español que escupirá su postrera bilis de hambre y rabia a las puertas de un hospital público. Y, mientras, nosotros, los adalides del exabrupto enmascarado y la queja de barra de bar de extrarradio, ni siquiera podremos asomarnos a la acequia sucia de sus vidas porque la prensa oficial (que es toda) ha logrado ya extirparlos, antes de tiempo, del árbol necio y podrido de la Historia. 

Quedan los nombres, y pienso que quizás, de jóvenes, cuando jugábamos a amar a nuestras mujeres (que aún no lo eran) lamiendo un refresco de imaginadas humedades con la vocalización fatal de las letras que componían sus nombres, sólo anticipábamos el final de la Historia: no nos importaban sus nombres ni sus personas, sólo la flor latente y fulgente de sus sexos que, ¡ay!, nunca libaríamos con nuestros labios de verborrea y vacío.

Ellas regresaban a la covacha fraterna de la familia recién cenada, para descubrir que aún había personas que pronunciaban sus nombres desflorando la flor del cariño y la protección. Atrás quedaba la jauría ebria de la adolescencia adocenada en ansias de carne. Sus familiares eran, al fin, los únicos que no olvidaban, en ningún momento, el motivo que les había llevado a rubricar sus figuras púberes con un puñado de letras que a nosotros sólo se nos antojaban sílabas con que seducir y olvidar. Pienso que los padres de las chicas, al fin, recordarían sus nombres hasta el final de sus días. Igual los familiares y amigos de Piotr Pavlenski y Jorge Arzuaga, estoy seguro. Tal vez sean ellos quienes conserven para siempre el memorable memorándum de unos nombres que nunca pasarán a la Historia.

lunes, 4 de noviembre de 2013

la buena educación

Arrecian opiniones de padres recién nacidos, ante el recién acontecido nacimiento de sus vástagos, de la dificultad de criar (es bueno, desde el inicio reconocen animal a su hijo) a un niño, en estos tiempos que corren. No seré yo quien venga a llevar la contraria a tan esforzados educadores. Más me vale, ante la que se me avecina. Opiniones a favor y en contra del castigo, más o menos violento, contra los niños que deciden hacer de su desobediencia bandera que pasear por el puerto pirata del hogar.

Advierto de antemano: no se ejerció violencia alguna sobre un servidor, cuando infante, como consecuencia de sus numerosos dislates y tropelías. Pero jamás olvidará en el cuarto de limpieza del hotel barato de su memoria, la forma en que mi madre pretendía prevenir uno de los primeros vicios que me conozco: morderme las uñas. Con saña, violencia casi, hasta exponer en carne viva el espectáculo rosa y tiznado en sangre de mis dedos como alcachofas. Creo que a eso se debe el que escriba frases tan largas: con unos dedos tan gruesos es fácil equivocar la tecla y, cuantos menos "puntos" en el texto, más sencillo su trazado, al menos para mí. Al caso: mi madre cogía una de esas guindillas cuyo fuego de infierno doméstico ahora tanto disfruto (para acompañar un buen cocido madrileño, por ejemplo) y la restregaba por la frontera en que mis uñas comenzaban a perder terreno ante el adversario inexplicable de mi dentadura. Sí, mi madre me untaba los dedos en guindilla (chile, ají, etc.: gloria de la diversidad lingüística), para ahorrarme ese feo vicio de morderme las uñas.

Ya digo: educar a un hijo no es tarea fácil, y dudo dónde se halla la dúctil frontera entre educación y castigo. Pero hay otros padres que también tienen problemas a la hora de educar a quienes consideran sus hijos. Me refiero a los leguleyos del orden, los adalides del progreso, los guardianos del todopoderoso papel moneda, los cancerberos de la sociedad del bienestar.

Leo, estos días, en la prensa, que el Gobierno Español ha decidido engalanar las férreas vallas que separan lo que consideran tierra española (Melilla) de aquel otro lugar donde las fieras atacan y el salvajismo es patente de corso (Marruecos), con afiladas cuchillas que convencerán a cualquier candidato subsahariano a rozar con los dedos la gloria de Occidente, de que si lo intenta acabrá perdiéndolos (los dedos) en esa sucia corona de cuchillas de filo certero y traidor. No entraré ahora en el dislate de reclamar el Peñón de Gibraltar mientras se pretende mantener bajo el manto católico de la sacrosanta península ibérica un pedazo de tierra que habita en África. Sólo pretendo entender los mecanismos inframentales que llevan a nuestros gobernantes a considerarse aún padres, ya no sólo de los que, vía migración ilegal, pretenden huir los excesos de hambre y enfermedad de sus países esquilmados, si no, también, de aquellos que, dicen, les han otorgado en las urnas el poder absoluto para hacer lo que les venga en gana con tal de preservarles (a sus votantes, y al resto) de los males de este mundo.

Está bien, nuestros gobernantes son nuestros nuevos padres. No somos pocos los que, desde la distancia, añoramos a los verdaderso, los biológicos. Así que no está de más saber que nuestro futuro anda dulcemente arrullado por las nanas perversas de aquellos que detentan el poder gubernamental. Gracias, desde aquí. Gracias, por advertirnos de la mordida de cáncer y sueño eterno del tabaco, gracias por rescatar nuestra cordura al filo de la cuneta en que yacerían nuestros cuerpos de no establecer económicos límites de velocidad, gracias por recordarnos que hay un Dios Eterno que, desde los cielos, contempla nuestras acciones para mejor juzgarlas cuando el reloj pierda las manecillas, gracias por recomendarnos redoblar nuestros esfuerzos laborales en aras de un mejor desarrollo económico del común de los nacionales, gracias, en fin, por mostrarnos el rostro malencarado vicioso lobuno y salvaje del extranjero, sobre todo si es negro.

Decía, al inicio, que nunca ejercieron sobre mí violencia alguna los hacedores de mis días. Sí, mi madre me untaba guindilla en los dedos. Pero lo hacía por mi bien. A día de hoy, continúo mordisqueando mis garras de niño maleducado cuando no tengo algo mejor que masticar (dígase un chuletón, una vulva o un hielo fermentado en güisqui). Malas costumbres que me hacen aparentar asilvestrado y poco digno de elogio en las reuniones de la amistad y la extrañeza. Me pregunto si no hubiese sido  mejor que mi madre hubiese incrustado cuchillas, como hacían (dicen) los milicianos del Vietcom a sus rehenes de guerra, como hace el Gobierno Español a todos aquellos que tuvieron el infortunio de nacer en una tierra esquilmada, a la mayor gloria de nuestro sacrosanto estado del bienestar, y se esfuerzan por retorcer en línea recta el trazado diabólico de sus vidas.

Sólo me queda claro que, si pretendes convivir en sociedad, debes portar unas manos limpias y bien delineadas. Nada de un horizonte fracasado surcando la uña malcomida, ni un desastre de huellas dactilares derrotadas en un sufragio de herida y sangre.

lunes, 28 de octubre de 2013

Balada urgente para Lou

No hace muchos años. Santiago de Compostela se convertía, por fin, para mí y un selecto puñado de colegas de correrías, en punto imprescindible de peregrinaje vital. Nada que ver con santos de postal turística o caminatas desproporcionadas al albur de los eslóganes publicitarios. Algo así como Conciertos del Milenio o su puta madre, no recuerdo. El caso es que habían proporcionado un nombre de mucha apariencia y no poca oquedad para celebrar alguna efeméride, tal vez religiosa para bendecir la osamenta perdida de aquel santo que nunca pisó tierras galegas, a un conjunto de recitales que prometían ofrecer figuras de alto relumbrón dentro del oropel rockandrollero. Entre ellos, el inconmensurable David Bowie.

Tuve que reprimir el desmayo al conocer que, al fin, podría contemplar al Gran Ziggy Stardust. Pero no pude evitarlo el día que supe que Bowie no haría acto de presencia en Santiago debido a un incidente que le había lesionado, imposibilitándole actuar aquel día. Por lo visto, uno de los asistentes a su último concierto había dañado la pupila asimétrica del cantante con algún objeto punzante. Deseé el fallecimiento pausado y doloroso del agresor...aún desconozco si la Divina providencia cumplió mi anhelo. La organización del evento, con rapidez indigna de la indigna piel de toro, anunció que un músico a la altura del Gran Camaleón actuaría en su lugar la noche prevista. Lou Reed, nos dijimos, unos a otros, entre los amigos. Si quieren alguien a la altura no puede ser otro que Reed. Y...benditos augures fuimos: ¡Lou Reed deleitaría a la audiencia en Santiago!

Lou Reed y David Bowie, cortesía de "la red"
La noche antes de partir hacia Galicia, estuvimos, una vez más, esperando al hombre. Necesitábamos avituallarnos de rica hierba y delicioso hachís escanciado directamente por las manos de los campesinos del Rif, culero, of course, nada de avecrem. Como tantas noches, años antes, cuando el mapa pintarrajeado de la juventud transformaba la búsqueda de sustancias prohibidas en más prohibida y enervante que las propias sustancias. Aquellas madrugadas en que la música agria de Lou Reed era nuestro único consuelo para el hecho de acabar durmiéndolas, con la cabeza a punto de estallar, solos y desnudos, hastiados del aroma a café recién hecho que reventaba la cocina familiar, aburridos de masturbaciones que en nada solucionaban nuestro hambre de hembra. Pinchábamos el New York y anhelábamos marcharnos lejos, a esa ciudad donde los pecados no pretenden esconderse de festividad y moderneo cartón piedra. Regresábamos al Berlin y ahogábamos en sollozo aquellos sollozos niños que abismaban en negro dolor y hastiado escombro los surcos de un vinilo que, sí, lo sé, mucho lo han dicho, pero lo repito: contiene la más trágica historia de la Historia del Rock and Roll. Desgarrábamos a tiras la piel de cuero de esa Venus in Furs que nos hacía soñar con excesos que nunca conoceríamos más que a través de las letras de Sacher-Masoch y las afiladas guitarras de una sucia orquesta cósmica cuya memoria ya casi se pudría en los vericuetos del olvido generacional. Contemplábamos, una vez más, la mirada desperdiciada de los yonquies del barrio, y comprendíamos su desvarío de vida caduca al escuchar Heroin. Deseábamos salir, de nuevo, a surcar la pleamar maloliente de la ciudad en vela, y pasear su lado salvaje...tan inocentes, tan pueriles, sí, nos drogábamos, como el viejo Lou...o al menos eso pretendíamos.

Arribamos a la costa inversa compostelana en una mañana desperdigada de chubascos y alucinada de meigas durmientes. Fumamos mucho, demasiado. Esa fue la excusa para no poder despegar los labios durante las dos horas aproximadas en que el mago demiurgo de la Gran Manzana decidió hechizarnos con la resonancia pulcra y servil de una guitarra que parecía haber germinado aquella misma noche de entre las raíces como venas que avivaban las manos de su dueño. Después tú, recién llegada de un mundo ajeno, de un Marruecos que comenzaba a despertar a la vida del libre pensamiento y el acomodaticio consumo, me conminabas para regresar al coche. Te había aburrido aquel viejo de voz gastada y piel labrada con los cinceles del desprecio y la desesperación.

Regresamos, pues, al auto, solos tú y yo, e hicimos el amor con el abandono que provoca el hachís y la hemiplejía de juguete de la ausencia de alimento. La gente pasaba junto al coche tarareando Sweet Jane, y yo descubría que tú eras aún más dulce que la antiheroína de la canción del buen Lou. Después entretuvimos la llegada del amanecer entretejiendo historias falsas, y yo te conté cómo, de jóvenes, nos drogábamos, sólo para salir de nosotros mismos, para habitar un mundo en que la música era considerada como una de las Bellas Artes y el Arte Moderno se evidenciaba el pastiche mercantil que la actualidad nos ha desvelado. No te gustó Lou Reed, ni su música, pero comprendiste que era importante para la Humanidad que ese tipo malencarado continuase empuñando aquella guitarra como un pelotón de Ángeles del Infierno. Por eso me dejaste fumar otro porro, a pesar de mi ya patente ebriedad cannábica. Por eso, o porque en tu tierra no hay que esperar al hombre en la oscuridad fragante de orines de la esquina más perdida de la más perdida calleja suburbana, y no pocos se drogan con la habitualidad de lo inocuo. En cualquier caso sé que tú, ángel sin igual, siempre has velado mis sueños y pesadillas, y hoy, a pesar de la distancia, siento la humedad salvaje de tus labios de flor y escarcha mientras me invitas a encender otro petardo. Porque hoy, a pesar de que estás lejos, sabes que Lou ha marchado, y me susurras, desde la caverna breve y fiera de la distancia, que aún me queda su música, tu amor...y un breve puñado de hierba.

Porque el verdadero paseo por el lado salvaje, cuando llega, no tiene vuelta atrás: celebremos que estamos vivos.

sábado, 19 de octubre de 2013

repugnancia nacional

Revuelte en los medios oficiales, estos días, por las palabras pronunciadas por el siempre sutil (aunque lo nieguen) Albert Plá, días antes de eyacular uno de sus lúbricos (por lo goloso) recitales, en Gijón (creo, no me sigan al pie de la letra, son altas horas de la mañana y altas cotas de la ingesta alcohólica). Para no andarnos con rodeos, reproduzco parte del discurso del bardo catalán: "A mí siempre me ha dado asco ser español". Le siguieron otras perlas igual o más ingeniosas, que los adalides de la patria unida, una y única no digirieron bien con el garrafón de hierbas y el chupito de insania que procede tras el cocido montañés propio de aquellas tierras. Pero me quedo con esas, que son las que han conllevado la cancelación de su concierto, y la renovada publicidad para las máximas que Plá siempre ha defendido, acordes con la cordura mental en tiempos de todo se arregla con una dosis de toros fútbol y defensa de la ñ.

No hay nada sorpresivo en la actitud del cantante, al contrario, ya digo, sigue los dictados de su independencia moral y mental (más quisieran muchos poder hacer gala de tan funestas virtudes). Lo que reclama la atención de un servidor (y no somos legión, pero no soy el único) es la reacción del "público". De inmediato se ha decidido exiliar la voz de juguete y mimbre de Plá al más abosoluto de los anonimatos, porque a la cárcel, de momento, por hacer uso de la tan cacareada libertad de expresión, no pueden exiliarle (insisto: de momento)

Vengo de una noche de excesos solitarios, masturbaciones comunitarias (a buen entendedor...) y goces efímeros que incluyen el visionado de Crossfire Hurricane, el enésimo documento sobre la vida y milagros de esos  humanos epilépticos de furia y marchitos de aburrimiento que dieron en juntarse bajo el nombre de The Rolling Stones. Resulta que, en una de las secciones Históricas (sí, con mayúscula) en que se divide el documental, asistimos a la fiera reacción de los fans del grupo ante el inminente ingreso en prisión de Keith Richards, acusado por las autoridades de la moral y el hueco por consumo de estupefacientes (así los llaman, yo no tengo la culpa). El caso es que abarrotaron cruces de caminos, transversalidades públicas y incomunicativos medios, de los llamados de comunicación, miles de seguidores de las batallas rítmicas de aquel grupo que hizo historia y continúa empeñado en escribirla, para reclamar la puesta en libertad del libérrimo guitarrista.

Defendían, creo suponer, las multitudes, que el consumo de drogas formaba parte de ese sector de la sociedad que la sociedad se empeñaba en esconder. ¿Qué sería de los Stones sin el alucinante viaje en el jet privado de los alucinógenos? Bien conocemos todos la respuesta, que suena a matemáticas, esto es: = 0

Albert Plá, cortesía de "la red"

Y es hoy que pueblan las redes y los servicios sociales de la soledad y el descrédito (léase "redes sociales") miríadas de voces que se declaran asquedas con una forma de ser y sentirse español que nada añade a la moneda de basura y cinismo que en forma de euro merodea por nuestros comercios y vidas, indignadas por el exabrupto infantil de un cantor que sólo ha pretendido siempre vivir de su libertad de pensamiento (y que, a costa de ella, ha hecho buenos aguinaldos), que la reacción es pusilánime, cuando no funesta. 

Sí, lo de los Stones...es sólo rock and roll...pero, a muchos, nos gusta. Pero...¿y lo de Plá? Creo, también, que se trata sólo de rock and roll, pero no me gusta. Me refiero a las reacciones pugilísticas y contendientes...el rock and roll de Plá mucho me agrada. Y el cantante catalán ha de ver cómo merman sus ingresoso al albur de soflamas imperialistas que aún pretenden reverdecer los viejos laureles de aquella infamia de la que aún, muchos, parecen ser, o declarase, orgullosamente deudores...ya saben, aquel: en España no se pone el Sol. Pero, siento recordárselo: en España, hoy, el Sol de los '70 y las nudistas noruegas ha decidido exiliarse en busca de nuevos territorios. Como los cientos de brillantes estudiantes que no ven el momento de hincar el diente al bocata de sardinas que no hay en Bolivia, por ejemplo.

Para aquellos que teman por el desmembramiento de España y la ausencia de réditos que produce la defensa de un sistema que se perpetúa en rancios amasijos de creencias honorables muy distantes de los dictados depravados del rock and roll...anden calmos, porque aman a España y el amor, ya lo cantaba el mismo Plá, en aquella memorable Carta al Rey Melchor, mueve montañas:

Sería mentirle si digo que tengo respeto por la monarquía,
siempre me he cagado en las dinastías y en las patrias putas, las banderas sucias,
los reinos de mierda y la sangre azul, pero mi majestad,
ahora es el real decreto del corazón, mi majestad,
que me arrastra y hace que reniegue, por amor, mi majestad,
pues la fe mueve montañas y el amor remueve el alma 


El buen personaje de la canción justificaba su amor por la Princesa y hoy, bien lo sabemos, las princesas quieren ser de extrarradio, muy de andar por casa, campechanas y alicatadas de latrocinios patrióticos a mayor gloria del exceso...es sólo rock and roll...pero nos gusta.

miércoles, 9 de octubre de 2013

el lúbrico placer de la costumbre

Ha causado escaso revuelo la información surgida hace unos días en el epicentro de lo que algunos consideran epicentro del mundo occidental, en el corazón de esa Gran Manzana asediada por gusanos voraces de plasma y moneda. A pesar de la breve repercusión, a un servidor la noticia lo ha dejado pensativo. Explico: la Alcaldía de la ciudad de Nueva York ha autorizado que se realicen públicamente unas peculiares felaciones...así como lo leen.

Es tradición judía, desde inmemoriales tiempos (tanto o más que aquellos a que hacen referencia las leyendas de sexo y violencia, sexo violento y violencia sexual que recoge la Biblia, ese precoz volumen de relatos para no dormir), el que un rabino hebreo proceda a succionar el pene de un recién nacido para mayor gloria de Jehová y más amplia tranquilidad de los progenitores del menor por hallarse éste ya, de tal manera, bendecido. Para más INRI (perdón, mezclo religiones), la citada felación se lleva a cabo tras el ritual de la circuncisión que se practica al bebé al poco tiempo de nacer, como también hacen los musulmanes (cortar el prepucio, no succionar el glande, es lo que tiene mezclar religiones). Parece ser que dicha ceremonia se contempla en el Talmud, que es libro al que todos los nacidos bajo la fe de Israel ofrecen reverencial respeto. Curiosamente, el citado volumen, recoge tradiciones orales. Tal vez de ahí la oralidad del rito que venimos comentando.

El caso es que el hecho, que no debería revestir mayor importancia de la que lo hacen otras prácticas sexuales de similar calibre, ha sido estigmatizado durante años debido a los riesgos que esta mezcla de fluidos acarrea, especialmente para el recién nacido (se han documentado al menos dos casos de fallecimiento por contagio de herpes que en la boca del clérigo sionista apenas afeaba su barbada sonrisa pero en el bebé supuso la inflamación del tejido cerebral y su posterior deceso). Lógicamente, los fieles hebreos contemplan la lucha contra esta práctica como una nueva manipulación de las hordas nazis para lograr su extinción y, tras no pocos enfrentamientos legales, han logrado que el Alcalde de la Ciudad del 11S otorgue patente de corso a los rabinos ultraortodoxos y autorice esta fellatio sefardí.

Desde hace algunos días ando sumergido a pulmón y sin respiración artificial, en el nuevo álbum de Andrés Calamaro, de nombre Bohemio. Destripada la guardarropía solemne del mejor compendio de acordes eléctricos que diesen a luz los músicos estadounidenses, el bardo argentino se engalana con los retazos de telas sónicas que sobreviven a la barbarie para regalarnos una breve pero intensa colección de canciones.

Andrés Calamaro, cortesía de "la red"
Amor, dolor, sufrir, pesar, excesos, besos y huesos pintados de carmín, es lo que asoma de continuo a cada una de las 10 deliciosas composiciones que componen Bohemio. Andrés, antaño amigo del exceso y la desmedida abolición de las medidas, se destapa de repente con un recoleto conjunto de piezas mínimas en su minutaje, pero inagotables e inasibles en el vendaval de sensaciones que muestran u ocultan con mayor o menor poesía de esa que gustamos de paladear no pocos: poesía cotidiana de la ausencia fotografiada y el daño cincelado, la melancolía autoimpuesta y la ebriedad pausadamente calculada. No han sido pocos, nuevamente, quienes han criticado al músico argentino por no ofrecer el reverso drogadicto y excesivo de esa moneda que le habita el rostro. Tal vez los mismos que antaño le criticaban la desmesura musical y filosófica de aquel paquete de 5 CDs nombrado El Salmón, en homenaje al único pez que no gusta de seguir la corriente. Claro, las críticas (las de ahora y las de antaño) ven la luz en España, país bien conocido por el carácter envidioso de no pocos de sus ciudadanos. Ahora, dicen, hay que criticarle porque no ha hecho nada nuevo. Extraño, pero es por eso que a mí me embriaga el nuevo trabajo de Andrés: porque es más de lo mismo, y uno siempre encuentra cierto placer en la costumbre. Salvo, tal vez, los envidiosos.

Sí, no se ofendan. Han de reconocer que decoran la piel de toro alambicados tatuajes que pregonan la pertenencia a una tribu más biblíca que la de los rabinos felatrices (disculpen el equívoco de géneros): la de los envidiosos. Tanto es así que incluso he leído críticas, días atrás, al Gobierno de Castilla La Mancha (o a su reptilina presidenta de sonrisa agria y peineta enhiesta), por regalar a aquellos funcionarios que acudiesen a un determinado Oficio Sagrado (de corte católico, of course) una dispensa laboral de hora y media. Que si volvemos a los tiempos de la Inquisición, que si se acabó aquello de la separación Iglesia Estado, que si recuperamos rancias costumbres. Envidia, ya digo, y más de un funcionario que derrama sus horas y esfuerzos en ventanillas públicas de otras comunidades autónomas ha deseado, por un instante, trabajar en Toledo y acudir a misa de 12.

Porque muchos somos los que abominamos de la religión pero va siendo hora, creo, de que comencemos a respetar a quienes la practican. ¿Por qué indignarse ante un funcionario que tiene horas libres para acudir a misa, un fanático seguidor de Andrés Calamaro, o un rabino que lame miembros viriles antes de que estos alcancen la edad en que se les considere tales? Al fin y al cabo, cada uno de los citados acuden a su religión en busca de satisfacción.

Quería, hoy, hablar del último trabajo de Andrés Calamaro, pero me voy por los Cerros de Úbeda, ya ven. Así que, por concluir: a todos aquellos que deseen seguir insistiendo en que su nuevo álbum no aporta nada nuevo, sólo puedo decirles que lo mismo ocurre con las religiones (todas) a las que tantos se acogen por el simple hecho de haber nacido en uno u otro país. Pero a nadie amarga un dulce, y más de uno cambiaría de opinión si descubriese el placer de ser acogido en el seno de una comunidad pública con una pausada felación y unas horas libres que poder dilapidar escuchando un breve puñado de canciones reciamente pegadizas.

viernes, 27 de septiembre de 2013

las afinidades selectivas

Leo por ahí, en algún sitio (ya ni me aclaro de qué es lo que leo), que el Rey de Suazilandia ha causado mediático revuelo al hacer público su futuro matrimonio con una jovencísima y arrebatadora finalista del certamen nacional de belleza Miss Patrimonio Nacional (doy fe, de su belleza. Si, ciertamente, es la que aparece en las fotos, a un servidor no le importaría ser Rey de Suazilandia). Se han arrebatado los policías de lo correcto y los ultradefensores de la Igualdad, al saber que ésta, de consumarse el cacareado matrimonio, será la esposa número quince del orondo y excesivo monarca (sí, sigo hablando guiado por lo que he visto: el soberano es soberanamente feo, al menos para mi gusto).

Me pregunto si el previsto contubernio de que vengo hablando no sería cosa de agradecer para los occidentales. Y me explico. Gracias a tan sexista y dictatorial maniobra aprendemos que Suazilandia existe, que aún guía sus frágiles destinos un monarca absolutista de nombre Mswati III (curioso, tiene número en letras romanas tras el nombre, como los Papas), que se trata de una de las naciones más maltratadas por el tsunami de la pobreza y el expolio, que el SIDA (VIH para los políglotas) es aún enfermedad muy de moda entre sus habitantes, y quizás lo más importante: Suazilandia es un pedazo de tierra que los antiguos corsarios de la realeza británica decidieron (nobleza obliga) dejar en manos del padre del actual monarca, y está situado entre Sudáfrica y Mozambique, en África, sí, ese continente que a nadie que no disponga de buen capital interesa.

Aunque me parezca casi ayer, fue ya hace tiempo que mis pies ensuciaron por vez primera la gloria enredada en arena y sonrisa de África, más concretamente Marruecos. Asistía a las celebraciones por el matrimonio de un buen amigo, en Tánger, ciudad inmortal. Tuve allí la fortuna de, una vez desenredado de la maroma suave y benévola del hachís, enredarme al cuello la afelpada soga del amor. Ella se abría paso entre chilabas y caftanes de colorido neón y remoloneo de gaviota ebria, y yo no podía ya buscar con la mirada nada más que el susurro fugaz de sus labios en acrobacia de conversación que yo no podía entender. Ella hablaba, con invitados y camareros, delineando en el ambiente cargado de jolgorio las dunas gramáticas del dariya que nunca pude llegar a aprender.

El tiempo pasó deprisa, y ante la inminencia de un nuevo matrimonio en que el verdugo sería ella y yo el dócil reo, llegaron a mi entendimiento opiniones, razonamientos, cosas, palabras que me aseguraban que, en Marruecos, podía tomar a más de una mujer como esposa. Claro, ellos veían en mí al extranjero y pensaban que lo abultado de mi pantalón sólo era fajo de billetes de euro. Nada más lejos de la realidad. Les hubiese sido más fácil comprender que el hecho de que nunca portase maleta y, en su lugar, adocenara mi espalda la chepa textil de una mochila de diseño barato, revelaba mi despreciable condición económica. Pero la pobreza no entiende de modas, y comprende sólo que la fronteras separan a los depauperados de los acaudalados.

Finalmente, pobreza obliga, tuve que desatender el ruego de numerosas, jóvenes y solícitas hembras de muy buen ver (como ya he sido lo suficientemente incorrecto en esta entrada, diré que sigo pensando que sólo les interesaba, de mí, ese pedazo de cartón informatizado que desdibuja mi frente con la maldita marca España). Pero al final, después de todo, lo que quiero decir es que, siguiendo los rumorosos ruegos de mi virilidad occidental, decidí unirme por siempre a la más bella de las africanas, en parte por africana, en parte por bella.

Pienso que el endiosado Mswati III, al fin y al cabo, ha visto muchas películas en grandes televisiones de esas que, de seguro, le regalan los distintos gobiernos occidentales que juegan al Monopoly con las avenidas vacías de la geografía africana. El orondo monarca tal vez sea sólo producto de esa mentalidad occidental que nos incita a hacernos con aquello que pensamos más nos ha de placer en el fulgor instantáneo del momento en que el deseo se hace ineludible compañero. No meditamos acerca de lo que supone desgajar, de la tierra que las alimenta, las raíces de gloria de una mujer, la historia de piedra y vidas sepultadas de un fósil, los retales de raigambre y sudor hembra de una alfombra hecha a mano, o incluso el exotismo de unos rasgos indígenas impresos en la superficie couché barato de una postal turística cualquiera (me pregunto si tuvieron algún beneficio económico tantos y tantos retratados en pedazos de cartón a los que decidimos imprimir el tartamudeo de tinta de nuestras emociones con la sola intención de que lleguen "a casa" y los que allí habitan se maravillen ante nuestro espíritu aventurero).

Y, para aventureros, las estrellas de Hollywood. Allá se fabrican, a diario, matrimonios más dictatoriales y rocambolescos que el de Mswati II (y él lo ve por televisión), al hilo de cuentas bancarias y prótesis milagrosas que hacen rejuvenecer a mujeres añosas y decrépitos actores. Cierto: no acumulan más de una pareja oficial a la par. Pero las cambian como quien cambia de muda interior ante la mudez que provoca en su compañera de cuarto la fotografía temblorosa de músculo caído y sonrisa quirúrgica que muestra el Don Juan hollywoodiense de turno. Pero está bien: son guapos, ricos, famosos, blancos y occidentales, aunque sean originarios de Massachusets y no tengamos la más mínima idea de dónde se ubica tal ente geográfico.

Fue Hollywood, o Broadway, o ambos (ya no recuerdo) quienes hicieron famosa aquella historia entre un adinerado horroroso y una delicada joven de belleza extrema. La Bella y la Bestia lo dieron en llamar, y se convirtió en quintaesencia del amor romántico. No seré yo quien arrebate a la real pareja suazilandesa el derecho a descubrir el verdadero amor, con el paso del tiempo.

viernes, 13 de septiembre de 2013

conciencia revolucionaria

Soñaba Oriente con un futuro libre de yugos y florido de libertades, hace no mucho, cuando aquel revuelo de indignaciones y esperanzas que dimos en llamar Primavera Árabe. Ciudadanos que acariciaban ya la quimera de poder actuar como tales, paseaban banderas como trapos y abrazos como hiedra que soñaba invadir de verde y luz las ancianas reliquias de un poder totalitario. Y aquí, en Occidente, animábamos, desde rotativos y charlas de café televisivo, a esa marea humana que podía llegar a ser, algún día, como nosotros. Y así fue: ellos impresionaron el reflejo desportillado en sangre y dolor de lo que nunca nosotros llegamos a ser, con nuestras manifestaciones de juguete y nuestras airadas proclamas cibernéticas.

Ahora, tiempo después, la realidad hace acto de presencia para recordarnos que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor, que era más jugosa la esperanza de un arabismo laico y libre de tropelías dictatoriales que la realidad de un estado de alarma permanente en que distintas facciones de la misma realidad juegan a desbaratar el sueño y retomar el libre albedrío de las cadenas y los decretos.

Pero es aquí que aparece la desnortada línea editorial de un medio impreso hispano a recordarnos que no todos soñaban con la libertad de esos pueblos barbados, con el derecho a manifestar la asfixia que, en algunas, provoca el velo. Resulta que un diario mallorquín intitulado (novedoso e impactante, puro periodismo de investigación) Última Hora, agradece, a las recientes masacres ejecutadas en Egipto por las fuerzas del orden, el que las Islas Baleares verán brotar, cual medusas ebrias, en la arena rancia de sus playas, calcinadas espaldas de orondos turistas europeos que han decidido descubrir qué es eso del dolce far niente insular. O sea que, como en Egipto, la cosa está cruda, ya que viajeros alemanes, británicos y en ese plan, decidirán este año exponer la crudeza de su carne rosada al sol balear. Benditas masacres egipcias, Allah es grande, ya lo dijo el Profeta.

Mohammed Chukri, cortesía de la red
Aún recuerdo el estado de shock que me acometió tras culminar la agreste lectura del aguerrido El Pan Desnudo, del marroquí Mohammed Chukri. Me sorprendió, a demasiado temprana edad, descubrir que en los países árabes, además de mujeres veladas y hombres de mirada adusta y penetrante, serpenteaban alcantarillas y senderos de medina anochecida vicios esperpénticos, malsanas aficciones, invertebrados deseos. Quiero decir que Chukri hablaba (literalmente: Chukri escribía como hablaba) de pedofilia, abusos, drogas, degenerada violencia de género, náusea sartriana...todo un catálogo de perversiones que creíamos, (ególatras) los occidentales, propias de nuestras sociedades. Pero no. Resulta que al otro lado de esa húmeda lengua de 14 kilómetros que separa Europa de África, los humanos ensucian sus realidades más beatas con arrebatos de bofetón intempestivo y fornicación equívoca. Que el sexo no es sucio lo sabemos algunos, que la suciedad se la imprimimos los humanos lo intuyen un puñado más. Chukri expuso su sexo rugoso como corteza de árbol caído en las páginas que nos regaló a quienes, a este otro lado del mundo, el civilizado, creíamos aún en el compromiso social del artista. Que la literatura no ha de ser tropel de panfletos revolucionarios lo saben todos aquellos que no consideran obra de arte El Manifiesto Comunista ni el Mein Kampf. Porque no hablo de revindicar luchas menguadas ni batallitas de papel, me refiero a cumplimentar páginas como si tatuásemos la piel de una virgen con los versículos satánicos de la realidad. Nada más es necesario. Tan sólo ese mínimo esfuerzo supone el compromiso social de aquel que decide perder lo mejor de sus días encorvado frente a una pantalla que escupe dioptrías o un papel cuya blancura es la máxima expresión de la nada.

Igual que Chukri, Naguib Mahfuz que, aun Nobel y fallecido, no ha visto las páginas de su monumental Hijos de nuestro barrio, libremente circulando por las librerías de su país de origen. También exponía, en sus certeros párrafos, las llagas aún palpitantes de la sociedad egipcia y eso, las autoridades, no están dispuestas a permitirlo.

Cierto: en Occidente se puede escribir de lo que a uno le venga en gana. Ya se encarga el mercado editorial de que nunca pueda leerlo lector alguno.

Escribían estos autores sobre la vida vivida y sufrida de humanos que, como nosotros, despiertan cada día cansados, ojerosos y rezongones, sólo para poder anularse frente al computarizado vacío de la oficina con la esperanza de poder llegar a fin de mes. Bueno, es cierto, la mayoría de personajes de los autores citados no conocía más oficina que el tenderete de la Medina bajo cuya sombra se despachan los productos de básico consumo que consumen sus conciudadanos. Economía de subsistencia lo llaman, algunos. No sé qué pensarán que es la nuestra.

No lo sé, ya digo. Pero puedo imaginarlo. Nuestra economía juega a las matemáticas con la sangre de los desfavorecidos, aprende a sumar y restar al albur de las vidas humanas de aquellos que no consideramos humanos porque visten túnica, calzan taparrabos, rezan con el culo en pompa, o consumen drogas ilegales que los Gobiernos aún no han podido catalogar. Salvajes, les llamamos. Con razón, según algunos: tanta Primavera Árabe y lo único que querían era más sometimiento religioso, nada de libertad, la mujer sometida y violada...¡salvajes!...y además son casi negros...

Quizás no comprendimos a tiempo que aquellos revolucionarios árabes ya eran como nosotros, y lo único que deseaban era exportar la violencia a las calles de Occidente, para lograr que más turistas visitaran las Pirámides y solventasen los problemas económicos de numerosas familias. Les salió el tiro por la culata. En eso distan de nosotros que, sabedores de que la revolución sólo conduce a callejones sin salida, decidimos hacerla en facebook, twitter, o entradas de blog como esta.

Porque los occidentales, como sabemos que la literatura no ha de tener mayor contexto social del que tuviesen el Mein Kampf o El Manifiesto Comunista, decidimos utilizar ésta en los periódicos y abrir portada con: "La masacre en Egipto desviará a miles de turistas hacia Balears". Piénsenlo bien: ese titular sea tal vez más comprometido que cualquiera de las novelas de gran consumo que consumimos hoy día. Es, al fin, todo un pormenorizado estudio sociológico de estos tiempos que nos ha tocado vivir.