Parece que la piel del planeta se agita y revienta sus costuras para regalarnos un vergel de vísceras feroces dispuestas a devorarlo todo... o al menos eso ocurría hace unos días, ya saben que escribo con retraso y que las noticias vuelan más alto y veloz que las nubes de humo tóxico vomitadas por el volcán de la isla de La Palma. De hecho, circulan con tanta prisa, que no he visto ninguna foto de perfil en Facebook enmarcando caras compungidas sobre un compungido Je suis La Palma. El caso es que el volcán y su piel vuelta hacia fuera han sido, durante unos días, nueva carga de leña con que atizar la hoguera del miedo ciudadano, más ahora que las cifras de la COVID-19 van dejando sin argumento a los tertulianos televisivos y científicos de medio pelo que nos han estado advirtiendo de que el fin del mundo, como el milenarismo, iba a llegar.
A mí, la erupción del volcán me ha servido para comprender que bajo una piel de respiración desapercibida y aparente calma late la verdadera piel, esa que se incinera por salir al exterior mostrando su verdadero rostro, por más que este parezca un semblante en cuya sonrisa haya más promesa de mordisco animal que alegato pacifista. Es lo que tiene la piel, de tan superficial como parece acabamos pensando que no tiene nada que decirnos más allá de su exabrupto de reloj suizo e imparable. Yo, últimamente, ando desentendido de la actualidad, porque corre demasiado aprisa y porque, aun habiendo deglutido los pertinentes minutos de eclosión volcánica (disculpen que no utilice esos términos que tan bien usamos todos ahora: boca, colada, piroclastos y demás), solo pienso en cómo hacer para no eclosionar de igual manera y que se me acabe desbocando la piel en el deseo de otra piel, aunque sea de volcán e incendio, que lo es.
No hace mucho, tuve la fortuna de habitar durante unos memorables minutos el estudio de la artista Lucie Geffré, francesa (lo especifico por el je suis que tanto gusta) afincada en nuestro territorio y en su encarnizada lucha contra la piel entendida como escaparate solo por darle vuelta y mostrar su desnudo de vísceras implacables que amenazan con devorarlo todo, como el volcán. Lucie batalla a diario contra la superficialidad de la piel, armada de pinceles y tegumentos, de colores como estallidos, grises con maneras de herida y deflagraciones de color. Lucie sabe bien que la piel no es tan superficial como la pintan. Por eso ella la pinta de verdad, le saca los colores abochornándola con verdades incuestionables y nos regala a los afortunados espectadores un espectáculo más rabioso que la más rabiosa actualidad del volcán de marras: el de la piel cuando se mira los adentros retorciéndose al ritmo de las vísceras que la animan a la par que la aniquilan. Y es que la piel, cuando conoce su destino, tiende a dejarse llevar y fluye como una colada de magma, o una colada recién colgada por las madres del domingo para recordar a la familia que la dermis ajada de sus manos les viste a diario con más calor del que merecen.
La artista Lucie Geffré en su estudio |
Lucie sabe que su pintura, su arte, como la vida, son cuestión de piel. Pero no de esa piel en que decidimos depositar los vasos de vino que nos ansía verter el tiempo, sino de la piel vuelta hacia dentro en lo más cenital del murmullo, en las miradas que se pierden en un cosmos digno de Carl Sagan cuando se asoman a la piel del otro o, simplemente, la recuerdan. La piel que ella retrata con perseverancia y paciencia de camarógrafo es la de nuestros latidos cuando se saben presos de un latido ajeno: en este caso el de su mirada. Y es que, como los grandes fotógrafos saben retratar al humano que habita bajo la piel del retratado, Geffré sabe retratar las inquietudes de quienes abandonan su mirada al maniobrar exacto de sus pinceles y se acomodan por un instante en los magmas de su piel interior. Todo un ejemplo de maestría pictórica y un regalo para los sentidos de quienes creemos que la verdadera piel, como las procesiones, va por dentro y no tiene nada de superficial.
Creo que el volcán sigue exhibiendo sus vísceras omnívoras, pero prefiero apagar la televisión y contemplar la obra de Lucie Geffré. Después, llegará la noche y, una vez más, saborearé el inminente momento en que mi piel vuelta hacia afuera se dejará recorrer por unas manos de lumbre que nada saben de superficies.
Comprender, al fin, que nada de superficial tiene la piel cuando le prestamos la debida atención, ni siquiera la que habita bajo un volcán... que se lo digan a Malcolm Lowry.
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