389 cumpleaños de Spinoza, el filósofo, ya ven, ahora que han decidido ubicar la filosofía entre los estantes de almacén oculto de La Casa del Libro y sucedáneos, a la par que entre los estantes mugrientos del cerebro occidental a quien nadie acude para acudirse a sí mismo y regalarse un pedazo de realidad plagada de mentiras. Resulta que la filosofía, hoy, ya es ayer y causa de nuestros males, porque no nos dejaba pensar y nos enredaba con su vocabulario agrio de epistemologías sin cauce más allá del conformarse un criterio propio, cosas de esas.
Spinoza, decía, que hace vidas planteó un panteísmo poco acorde con sus tiempos, a la hora de hablar de ese dios que puede ser el diablo, o viceversa. Sí, le acribillaron (¡faltaría más!), pero no entendieron que era tan beato como los secuaces del clero y los feligreses del sacrificio y el esfuerzo, como tantos hoy, adocenados en busca de empleo... el que escribe entre ellos. Porque algo o alguien nos habrá de alimentar, digo yo, y para eso están los pensadores actuales del algoritmo y la mano de obra barata y el sueldo como pan sin miga y cerviz ungida por la glosa insomne de eso que llaman los mercados y que, hoy, ahora, ya, es poesía de los tiempos presentes y venideros. No, lo siento, la poesía del enter y el fielato corporativo no va más allá del horizonte que dibujan eso que hemos dado en llamar los mercados.
El caso es que Spinoza, muy de su tiempo, sin negar a dios su longitud (como Nietzsche), dio en considerarlo una sustancia de la que todo brotaba cual semilla en guerrilla de vergeles selváticos. Y hasta aquí todo bien. El problema, claro, llegaba cuando el bueno de Baruch (así se llamaba, aunque les suene a islamista radical) aseguraba que todo aquello que existe produce un efecto porque tiene un por qué de existir, y que su esencia, por tanto, es potencia de algo superior. Un galimatías, lo sé, para las generaciones venideras y las ahora moribundas en aras del comercio. Pero yo lo tengo claro, y comprendo que existes porque me produces efectos, amor, que de alguna manera, te convierten en dios (perdón: diosa) y, en potencia, de lo superior que me acomete cuando desgarro mis vísceras en la necesidad de recorrerte hasta sangrarme los pulmones, de aprender tus esquirlas hasta desgarrarme las pupilas, de conocer tus intestinos como el íncubo a su víctima, de derrotar todas tus guerras con tiroteos de brisa, de dentellearte la risa, desvestirte el ocaso, incinerarte el miedo y fecundarte los cabellos con este fragor en que hoy pierden tacto mis dedos hechos de distancia y hierba para poder saber, al fin, quién con actitud sutil me despierta y enhebra la vida.
Ya ven, la filosofía, esa cosa, y Spinoza, aquel hereje alienado, no sirven para nada más allá de celebrar una onomástica como quien celebra los bordes de esperma de una sábana oxidada en el vergel de tu memoria.
Larga vida y feliz olvido al filosofo, como larga mi mano cuando ya te siente reptar sus falanges de caricia y dios aún vivo a pesar de Nietzsche y la distancia.
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