Anda revuelto el andamiaje periodístico con la nueva gobernanza estadounidense. También la llamada opinión pública. El pueblo, o sea. Sí, el tal Donald Trump. Ya conocemos al citado mamarracho, y comenzamos a temer sus oligofrénicas decisiones. Entre ellas, las que ya son: cerrar fronteras a latinos (pobres), musulmanes (pobres, perdón por la insistencia), y un largo etecé. Incluso aquí se manifiestan contra el nuevo dictador yanqui, en redes sociales y calles, mis compatriotas, los que habitan esta España mía esta España nuestra paraíso de puertas abiertas, 6 metros de altitud, 12 kilómetros de extensión, molduras de alambre de espino y pomos de cuchilla. Y la ola de indignación libertaria tiene visos de tsunami. Se extiende un rumor de beligerancia anti Trump, y salen a las calles de París, Berlín, Roma o Atenas, ciudadanos valedores de la gran democracia europea, para mostrar su descontento con las medidas racistas de aquel que ha decidido apagar con brusco gargajo la llama de esa Estatua de la Libertad que ya nada libera. Europa entera, o sea, clama contra muros y fronteras. De los campos de concentración en que recluye a los refugiados sirios no se habla. Que la suciedad del hogar es mejor esconderla bajo la felpa atigrada de una alfombra persa, o bajo celosías de hormigón que reconviertan las cunetas en autopista de pago.
Muros. Límites. Fronteras. Cercos. Reductos tras los que edulcorar un paraíso artificial, más dañino y mentiroso que los que se proporcionaba Baudelaire cuando el hachís le enardecía la pluma.
Alguien dijo: un pueblo que no conoce su historia es un pueblo condenado a la extinción. Quizás no dijo eso exactamente. Quizás me lo acabo de inventar. Pero le va bien a este texto. El caso es que todos estos muros erigidos a mayor gloria del bolsillo de empresarios faltos de escrúpulos -valga la redundancia-, están a la orden del día, por más que sigamos conmemorando la caída del de Berlín, por ejemplo.
Con tanta frontera en mente sumerjo a mi hijo en la frontera voluble de la bañera. Me regalo ese breve momento de juego. Con la excavadora, el coche azul y el patito amarillo, por favor, papá. Y Munay, mientras sumerge en el agua tibia sus pies de gomaespuma, me sorprende con una erección de la que comienza a manar orina. Y se ríe. Se mea de la risa, nunca mejor dicho. Las erecciones del niño, aún, sólo expulsan orina. Pero la disuelven en agua con idéntica fruición a que los mayores disolvemos las nuestras en líquidos más densos, más aromáticos.
Y es que el niño no entiende de fronteras. Al contrario. El niño goza con la mezcla. Y así, mixtura orines con geles, jabones y aguas. Sólo el niño conoce la esencia del ser humano. Aún no le hemos sabido extirpar la magia. Y por eso mea y sonríe al ver sus orines esculpiendo meandros de inocente lubricidad contra la espuma del baño. Mezclar fluidos, o sea. ¿No es, acaso, repito, a lo que jugamos de mayores, cuando el amor? Porque uno no concibe el amor sin contrabando de fluidos. Uno gusta de lamer las esquirlas que escupe tu vientre cuando lo trabaja sin conciencia de estar trabajando, cuando juega jugándote los labios con las láminas de vidrio roto de sus erecciones más certeras. Y retener entre mis dedos el jugo de tu juego jugando a recomponerlo con los trazos picassianos de esa saliva en que, más que la dicción, pierdo la vida. Uno sabe que en la mezcla está el riesgo, sí, pero también la magia... y así brota de tus labios una paloma de esperma, cual ilusionismo de andar por casa. De andar por casa y por ti, mezclándonos. Pero el orín del niño huele a inocencia. Ya será mayor para temer que el de quien con él yazca huele a pecado.
Finalizado el baño regreso a la cripta inhóspita del telediario, y claman las voces modernas contra la prehistoria que quiere regalarnos el mandatario estadounidense. Imagino que lo único que le ocurre es que quiere evitar la orina del ajeno, el otro, el extranjero. Le supongo un tipo de escasa imaginación amorosa, de los de coyunda nocturna sin luces y posterior lavado genital urgente. Yo, lo lamento, en el amor como en la vida, prefiero mancharme. Por eso sé que la orina de mi hijo sabe a algodón de azúcar. Los europeos de pancarta y soflama anti Trump desconocen el sabor de la orina mexicana. Pero saborean, cada día, en su baño mediterráneo de yate oneroso, topless feminista, y bronceado fraudulento, ese orín sirio o subsahariano que sabe a miedo, sangre e infancia que ya no... que ya nunca.
Así que: ¡abajo las fronteras!
Suena bien pero... no sé, no termino de verlo claro. Por eso, sólo espero que este mundo imbécil que estamos edificando, ladrillo a ladrillo, me permita viajar con Munay, para ponerle a mear contra muros y alambradas, para dejarle orinar en el mar. Lamento decir que, hoy, él es mi único pueblo. Y, como no quiero que olvide su historia, le explicaré que al bañarse en el Mediterráneo baña su piel el último orín que brotó de unos riñones como respuesta natural al pánico de ver su vida sumergirse en la marea... y en la ignominia de esta Europa tan libre y democrática que da la espalda a Trump con menos ahínco que a quienes desesperan y pierden la vida clamando, a sus puertas, por la abolición de las fronteras.
Lo dicho: ¡abajo las fronteras! Y, si tienen tiempo y no les da miedo mancharse de la orina ajena, miren y escuchen a personas menos egoístas que yo. Personas que aún se saben pueblo y se empeñan en recordarle su historia...
Finalizado el baño regreso a la cripta inhóspita del telediario, y claman las voces modernas contra la prehistoria que quiere regalarnos el mandatario estadounidense. Imagino que lo único que le ocurre es que quiere evitar la orina del ajeno, el otro, el extranjero. Le supongo un tipo de escasa imaginación amorosa, de los de coyunda nocturna sin luces y posterior lavado genital urgente. Yo, lo lamento, en el amor como en la vida, prefiero mancharme. Por eso sé que la orina de mi hijo sabe a algodón de azúcar. Los europeos de pancarta y soflama anti Trump desconocen el sabor de la orina mexicana. Pero saborean, cada día, en su baño mediterráneo de yate oneroso, topless feminista, y bronceado fraudulento, ese orín sirio o subsahariano que sabe a miedo, sangre e infancia que ya no... que ya nunca.
Así que: ¡abajo las fronteras!
Suena bien pero... no sé, no termino de verlo claro. Por eso, sólo espero que este mundo imbécil que estamos edificando, ladrillo a ladrillo, me permita viajar con Munay, para ponerle a mear contra muros y alambradas, para dejarle orinar en el mar. Lamento decir que, hoy, él es mi único pueblo. Y, como no quiero que olvide su historia, le explicaré que al bañarse en el Mediterráneo baña su piel el último orín que brotó de unos riñones como respuesta natural al pánico de ver su vida sumergirse en la marea... y en la ignominia de esta Europa tan libre y democrática que da la espalda a Trump con menos ahínco que a quienes desesperan y pierden la vida clamando, a sus puertas, por la abolición de las fronteras.
Lo dicho: ¡abajo las fronteras! Y, si tienen tiempo y no les da miedo mancharse de la orina ajena, miren y escuchen a personas menos egoístas que yo. Personas que aún se saben pueblo y se empeñan en recordarle su historia...
Ese empeño tenaz en alzar muros es solo miedo y desconfianza; qué triste quien no sabe que el otro es una mano tendida, una piel, una palabra...Un placer saludarte en Madrid, Pablo.
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