Ondeaban banderas rojigualdas cuando los héroes balompédicos de la piel de toro cosechaban éxitos por cuyas cañerías corrían desperdicios de insensatez y vacío. Ondeaban revolucionarios trapos que se pretendían ladrillos de ese futuro que debíamos comenzar a reconstruir los españoles. La selección nacional de fútbol demostraba al extranjero la fiera garra del hispano, allende los mares, mientras en plazas y calles una manifestación silenciosa de rabia indignada reclamaba las migajas del banquete de los poderosos. Luego llegó la Navidad, yo regresé a esta tierra que me vió nacer, y tragué el infortunio de contemplar la Puerta del Sol madrileña, y aledaños, tomada por una horda de sonrisas embriagadas de consumo y me da igual. Eso sí eran manifestaciones, y no las del 15M. A pesar de latrocinios y regresiones a tiempos pretéritos de los que quizá nunca supimos salir, los españoles celebramos la orgía de confetti y envoltorio cobalto de la santa Navidad y la sacrosanta moneda, y apartábamos la mirada del machetazo negro y sabroso que decora el ébano evanescente de aquellos inmigrantes que se dejan manos y alma en unas cuchillas diseñadas para afianzar nuestra identidad nacional, allí, al otro lado del Estrecho de Gibraltar.
En esas mismas fechas, los gobernantes hispanos, demostrando que el hombre es un lobo para el hombre, rebañaban el plato de ignominia y decidían que cualquier español que permanezca más de 90 días fuera del país, perdería uno de los pocos derechos que pueden hacerle sentirse orgulloso de haber nacido en tierra hispana. Como ya ocurrió a todos los inmigrantes sin papeles, el desafortunado viajero del extrarradio nacional perderá el derecho a la asistencia sanitaria. Así estamos, hasta aquí hemos llegado.
Fue hace años, remoloneando las costas de un Atlántico embebido en negritud, allá donde las arenas del Sahara se confunden con las de unas playas sin sombrilla ni ladrillo, que tuve la fortuna de constatar la existencia de ese término tan cacareado a la vez que denostado: solidaridad. Una ingesta de pescado desorientado en la pecera cálida del mercado me produjo una febril indigestión de la que pensé no saldría con vida. Para mi fortuna, y la de aquellos que decían extrañarme, Ibrahim, un añoso marroquí, me acogió en su jergón de mosca y hambre para, con la ayuda de su silenciosa mujer, proporcionarme hierbas y brebajes cuyo nombre aún desconozco, pero que obraron el milagro de restituirme a la vida salubre. Ibrahim me relató, días después, cómo había perdido todo a manos del ejército marroquí, por el simple hecho de prestar ayuda a un saharaui que se manifestaba contra la invasión que su tierra sufría, desde hacía años. Ibrahim pretendió evitar el súbito mordisco de un cuchillo gubernamental en la piel del saharaui. Por ello perdió varios dientes y un pedazo considerable del sentido de la vista. Además, para siempre, perdió los papeles. Quiero decir que el Gobierno marroquí dejó de considerarle, desde entonces súbdito de su desgobierno, e Ibrahim quedó anclado con su familia a la deriva de adobe de su hogar y al oleaje insensato del repudio social. Perdió la nacionalidad, y aunque le permitieron seguir habitando en El Aaiún, su ciudad de origen, el resto de habitantes de la misma decidió ignorar su existencia para mejor seguir manteniendo la propia.
Resta poco tiempo para que un servidor emprenda de nuevo trayecto hacia el Nuevo Mundo (ahora más nuevo que nunca), y me pregunto que ocurrirá cuando regrese a España y me encuentre sin papeles, como cualquiera de los inmigrantes que pasean su desconcierto de hambre y herida por las calles de nuestra patria. Porque pienso regresar, no lo duden, la patria me reclama, no en enseñas ni banderas, sino en unos brazos de emoción y una sonrisa que sabe a beso: esa patria que recién he comprendido como la única a que debo fidelidad. Espero tan sólo no llegar herido, poder saltar con brío esa verja de cuchilla y odio con que pretenden atrincherar el adocenado sueño de aquellos que aún se sienten españoles cada vez que la selección nacional de deporte cualquiera obtiene nuevos éxitos fuera de nuestras fronteras de miedo y hueco.
Sólo espero encontrar a un Ibrahim caritativo que se preste a curar los infectos navajazos que porte en mi carne y mi alma. Un Ibrahim desposeído de televisiones de plasma y automóviles último modelo, también, quizás, de trabajo con que alimentar a su prole. Tal vez la industria farmaceútica no haya, aún, extirpado cualquier posibilidad de acudir a remedios naturales o caseros para curar el mal de corazón y el dolor de cabeza, y ese Ibrahim solidario se preste a untarme ungüentos como caricias e infusiones como besos que me restituyan la salud y, de paso, ¡ay!, la fe en el ser humano. En caso contrario, podría perder, una vez más, los papeles, e iniciar una revuelta de sangre y espanto que restituya este terruño allí dónde debió permanecer desde antes de la Prehistoria: bajo las mareas terribles de un océano furioso... como yo, ahora.
¡Excelente!
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