Pasan por la tele, a horas en que todos deberíamos anidar ya las cálidas caricias del sueño o (mejor) el deseo, uno de esos telefilmes de alienígenas en los que la mucha pirotecnia visual y la no poca tempestad sónica de explosiones y ráfagas ametralladoras nos hacen olvidar, casi desde su inicio, la trama, la historia, el asunto.
Supongo que la película de marras ha conseguido su objetivo por partida doble pues, narrando la historia de unos excursionistas galácticos cuyos cuerpos son tomados por unos viscosos alienígenas, consigue que el espectador se vea a su vez, como los astronautas, alienado y absorto en una verbena de imágenes aceleradas, fogonazos de ruido y furia, fluorescentes impactos visuales. Advierto: no hablo de Alien, esa maravilla cinematográfica con la que nos deslumbrase Ridley Scott, allá por 1979, de manera más inteligente y taimada de lo que lo hace hoy la cinta que proyectan en uno de los mil canales teleinvasivos.
La vieja historia de la alienación que popularizase Carlos Marx (equívocamente, según la versión de Althusser).No, si yo trabajo en lo que me gusta...y zarandajas del estilo.
Vivo yo estos días alienado por la voz de gruta y misterio de un Nick Cave que se atreve a susurrarme una y otra vez, viril y dolorido, los versos incandescentes de The Ship Song. Así, me hallo víctima obsoleta de un naufragio de luz, insomne bastardo de un incesto no cometido, fraudulento filósofo de una redención imposible.
Escuchar una y otra vez la misma canción tiene algo de catarsis. O al menos así lo pretendemos. Jugamos a remover las cenizas de una batalla que nuestro corazón debiera olvidar, para mantener la salud y el latido. Y es por ello que nos hundimos hasta las rodillas en esos versos que nos certifican el dolor que sufrimos, no porque Nick Cave, ni ningún otro cantante, músico, creador halla clavado en el centro de la diana el dardo certero de nuestros sentimientos, como aseguramos, sino por regodearnos en lo que creemos fue escrito, de manera casi exclusiva, para los trances que vivimos.
Alienación, ya digo. Y más cerca de Marx que de los grandes psicoanalistas. Porque al fin, mientras levantamos una y otra vez la aguja de la felpa rugosa de ese vinilo que nos tortura, para volver a situarla al inicio de su surco de miedo y esperanza, no hacemos más que evadir nuestra capacidad de lucha y de subvertir el orden social que nos ha sido impuesto. Deberíamos romper el vinilo en mil pedazos y salir a la calle a quemar sucursales bancarias...o a destrozar con dentelladas rabiosas la raíz de esa enredadera que nos hace sufrir cada verso cantado como un navajazo de caramelo que convierte nuestro corazón en dulce membrillo de vida que, ¡ay!, devorarán otros. Por algo el cantante australiano bautizó a su grupo de músicos con el mesiánico nombre de las malas semillas.
A pesar de seguir tarareando mentalmente come sail your ships around me, me veo inmerso en la trepidación violenta de los viscosos extraterrestres que, en la pantalla del televisor, devoran uno a uno a los tripulantes de esa nave espacial que ha perdido el rumbo. Al final, el alienígena más violento de todos toma el cuerpo del último superviviente, pero queda la esperanza de que pueda desprenderse de él en siguientes capítulos.
Yo tengo la esperanza de poder sacar de mí la voz de Nick Cave. Claro que, al fin, su timbre de caverna iluminada sólo supone estos días la certificación de mis pesadillas. Y de los propios fantasmas es más difícil desalienarse.
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