Asistimos, anonadados, estos días, a un tropel de declaraciones de mandatarios y secuaces de la política y el pánico, en que tienen todos el detalle de explicarnos, a los iletrados ciudadanos, que los cambios a que nos vemos abocados, forzados, forman parte de una serie de medidas incómodas pero, ¡ay!, necesarias.
Es bueno, y sano, que nos informen de la inevitabilidad de las medidas que nos hundirán, a tantos, en una enlodada laguna de estrechez y restricción. A muchos, digo, que no a todos. Los habrá que continuarán girando en la viciosa noria de compras y carcajadas de una feria a la que la mayoría tiene vedada la entrada. Nada que objetar, al fin y al cabo siempre hay quien sube en las atracciones y quien prefiere ver su vendaval de vértigo y centrifugado desde el solar más cercano. Ocurre en todas las verbenas y parques de atracciones.
Frecuento estos días amigos a los que ya echo de menos, compartiendo pausadas comidas, dilatadas y jugosas charlas que, de tanto en tanto, y sin darnos cuenta, dan fe de nuestras más íntimas querencias. Es así que descubrimos estar, todos, más cerca de nuestros gobernantes de lo que pudiésemos pensar, al ir confesando nuestra particular querencia por algún objeto incómodo sin el cual nuestros hábitos serían muy otros. De esta forma reconocemos el excesivo y quizás incomprensible cariño profesado a un vetusto cenicero que bambolea cigarros rebeldes como si fuesen juguetonas sonrisas, unos zapatos molones que decoran con inevitables ampollas la prehistórica estética de nuestros pies, un bolígrafo que, de tanto en tanto, añade un breve suicidio de tinta a las líneas que escribimos, o, en otro plano que ya no es el de los objetos sino el de las personas, un compañero de trabajo que se empeña en desmantelar el decorado inhóspito de la mañana del lunes cacareando chistes sin gracia, o tal vez un enamorado en cuyos profundos sentimientos no conseguimos vernos reflejados.
Debe ser cuestión a psicoanalizar por algún profesional que se atreva a desvelarnos el masoquismo latente en dichas preferencias, pero descubrimos que, quizás por esa cotidiana incomodidad que ha terminado abrigando la piel de nuestros días, nos costaría demasiado renunciar a dichos objetos y personas, tan incómodos, ya digo, pero también tan imprescindibles. O será que la vida se mofa, así, de nuestras ingenuas pretensiones de felicidad eterna.
Igual los gobernantes. Las medidas tomadas son incómodas pero forman parte de su carácter y, sin ellas, sentirían como que les falta algo, y no podrían llevar a cabo la verdadera misión para la que creen estar capacitados. Muchos dirán que tal cometido es única y exclusivamente el propio enriquecimiento, pero si arañamos la superficie descubriremos que las decisiones que toman y que a nosotros tanto nos incomodan, lograrán que ellos sigan gastando y consumiendo vertiginosas experiencias en la ciega noria de este parque de atracciones en el que creen situadas sus vidas. Así que, de enriquecimiento nada. Son ellos los únicos que podrán dilapidar, al fin, sus astronómicos sueldos en diversiones y arrebatos.
Lo que no terminan de comprender, quienes no disponen de medios para subirse a la noria, es que el carácter imprescindible de las medidas tomadas no puedan, también, disfrutarlo ellos, y sólo se les permita contentarse, a solas y en silencio, de la incomodidad que provoca vislumbrar al aturdido divertimento fugaz de unos pocos desde el incómodo terrado que circunda la feria.
Eso sí, deberían entender los universales mandatarios, entre otros, que haya quien sienta necesaria, aunque incómoda, la exteriorización de la violencia innata a todo ser humano, en cualquiera de sus posibles versiones (hay quien considera violento incluso pasear las calles de tu ciudad en compañía de unas decenas de amigos). Es lo que tiene el verse abocado a un horizonte vital más vertiginoso que cualquier noria o acelerador de partículas, puesto el caso.
Yo, ya, sólo espero poder seguir recogiendo la bamboleante ceniza de un cigarro, o una sonrisa, en el carcomido y violentamente incómodo cenicero de mi corazón. No puedo cambiarlo por otro. Forma parte de mí.
Eso sí, deberían entender los universales mandatarios, entre otros, que haya quien sienta necesaria, aunque incómoda, la exteriorización de la violencia innata a todo ser humano, en cualquiera de sus posibles versiones (hay quien considera violento incluso pasear las calles de tu ciudad en compañía de unas decenas de amigos). Es lo que tiene el verse abocado a un horizonte vital más vertiginoso que cualquier noria o acelerador de partículas, puesto el caso.
Yo, ya, sólo espero poder seguir recogiendo la bamboleante ceniza de un cigarro, o una sonrisa, en el carcomido y violentamente incómodo cenicero de mi corazón. No puedo cambiarlo por otro. Forma parte de mí.
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