jueves, 19 de julio de 2012

a Dios rogando...

Parece que están causando cierto desasosiego las declaraciones de un admirado y respetado legislador rabínico, en la nación que la mala conciencia y la tenencia de moderno armamento y excesivo patrimonio han querido adjudicar a los siervos de Yahvé. Resulta que el erudito, a la sazón Presidente de un importante Tribunal religioso, ha osado vocalizar pensamientos demasiado arraigados en la generalidad de las sociedades que por piadosas costumbres ancestrales aún se rigen. O sea, que ha proclamado que el hombre cuya esposa no quiera o pueda procrear como consecuencia de sus esfuerzos amatorios está autorizado, por la ley divina, para tomar en posesión concubinas que le permitan enriquecer la tierra con el entrañable fruto de su procaz simiente.

Y pensamos que es bueno que los dioses se pronuncien por boca de los mortales. ¡Qué perdidos andaríamos en caso contrario! 

Releyendo una pequeña joya literaria, de esas que gustan de esconderse en los más sombríos vericuetos de las bibliotecas y las librerías "de viejo", no puedo más que sorprenderme de lo visionario de ciertos escritores y cuestionarme, incluso, acerca de la posibilidad de erigir a un buen puñado de ellos, en nuevo dogma de fe. Aunque quizás no deba decir a los escritores sino a los personajes producto de su pluma, no sé.

antigua edición (cortesía de "la red")
Fue en 1901 cuando Charles-Louis Philippe decidió dar el pistoletazo de salida a un nuevo siglo literario, abandonando los trillados senderos del naturalismo, con las sórdidas pero tiernas aventuras de un desharrapado aprendiz de intelectual, una joven prostituta con tendencia a la acumulación de males venéreos, y su menesteroso e infortunado "chulo" a la par que amante. Lo hizo con un estilo deudor del lirismo más arrebatado y urgente, ese que nos acerca las peripecias vitales de humanos comunes, como nosotros, dotándoles de la belleza que la vida se encarga de arrebatarles.

No revolucionó, ciertamente, el autor francés, el mundillo literario pero sí causó ciertas egregias suscripciones a su estilo punzante y lírico, a su sencillez desnuda salvo por los ornamentos propios de un simbolismo agitado en el matraz de la ternura, a la exposición cruda pero ausente de dramatismo de las vidas al límite de aquellos que pululaban el extrarradio de la geografía y la sociedad parisinas de la época. El lumpem, o sea.

Ni revolucionó la literatura ni en las floridas tallas de sus enciclopedias quedó apenas su novela inscrita. Pocos son los afortunados que han podido disfrutar la lectura de Bubú de Montparnasse.

Imagino que no se encontraría, el rabino defensor del amancebamiento cortesano, por la labor de admirar las cualidades literarias de Bubú, y menos aún de reconocer en el estigma infame de la sífilis, que a sus protagonistas vincula, otro distinto del que utilizase su Dios para criminalizar a los que de sus leyes hacen caso omiso. Nada diría el predicador del nocivo estigma del hambre y la carestía que portan a tanta honra los integrantes del lumpem. Al fin y al cabo sus correligionarios podrán gozar los favores sexuales de varias hembras pero, en ningún caso, hacer de los mismos negocios.

Claro que, supongo, igual en Israel que en Arabia Saudí o en los Estates, sólo podrá reunir ramilletes de mujeres aquel que dado su triunfo en los negocios, las herencias o el latrocinio, disponga de capital suficiente para que dichas mujeres no hayan de entregarse a la disoluta vida de pago en las calles, poniendo así en peligro la salubridad de sus órganos sexuales y, ¡ay!, de su valía moral.

Todo sería distinto si comenzásemos a considerar lumpen al que con salvajes prédicas y sucios dogmas de fe pretende imponer como lícito y acorde a las leyes divinas el comercio carnal gobernado por los instintos más bajos del macho. El mismo instinto, sí, que en ese otro sector lúmpem, el social, sólo supone un medio más para poder merendarse un mendrugo de pan negro, por ejemplo. Pero corren tiempos de aclamar a los acaudalados abanderados de una moralidad tendenciosa y equívoca que sólo pretende mantener a los mismos de siempre cómodamente apoltronados en los mullido sofás del poder y el desprecio hacia el distinto.

La sífilis, o cualquier otra enfermedad venérea, al fin, tal vez sea más un estigma de amor que de pecado. Así lo muestran, con la ecuánime ferocidad de la conciencia de clase, los paupérrimos personajes que transitan las páginas de Bubú de Montparnasse mientras los profetas del Dios único sifilizan su mensaje de injustucia y desprecio.

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