Enciendo la televisión para llevarme la contraria, que ya iba siendo hora: la contradicción como motor del latido y el sentirse aún vivo y con camino por delante... o como augurio del desastre, a saber. El caso es que hoy decido que el arroz con pollo y cilantro y albahaca y azafrán y cebolla, mucho ajo, sal isleña y cariño a destajo puede condimentarse con exabruptos de noticiarios que pueden mandar todo al carajo. Pero no: llegó el verano, por si no se habían dado cuenta, las temperaturas no cuentan, solo los fondeos playeros de frondosas carnes en plena exhibición de su belleza cual deterioro, o viceversa.
Y es que, aparte guerras, incendios, lágrimas, desgracias en stand-by y crímenes en barbecho, lo que prima, hoy, en las noticias, son los jolgorios enfebrecidos en cerveza y tapa recalentada del veraneo. Al menos eso podría parecer, de inicio, porque de repente un puñal se clava en la espalda de los asalariados del chiringuito playero para asegurar que un estudio certifica que a 8 de cada 10 españoles les avergüenza calzarse el bañador, llegadas estas horas del eterno tedio al sol de la sombrilla en las tumbonas del mediterráneo asueto.
A 8 de cada 10 españoles les avergüenza ponerse en bañador: así dicen que dice un estudio comandado por científicos que de la ciencia hacen arte del que se cuelga en las paredes de todos los museos vacíos.
Comprenderán que apague la televisión y preste prestancia a mis dientes mientras aniquilan en amarillo azafrán los granos de arroz del guiso preparado rápido y a destiempo. Y es que a mí, este verano de oleadas de calor se me antoja pronóstico reservado de un largo invierno que se autoinvita a una fiesta otoñal en que crujen los crótalos como vértebras necesitadas de masaje y fiebre en que se desenvuelve tu aliento, amor, qué le vamos a hacer.
A mí este verano de centígrados locos, cervezas sin ribera y riberas de tu ausencia, tantas noches, entre mis manos, me lleva a entonar canciones huérfanas de acordes como una plegaria que entone ámame despacio descolgando de mi cuerpo las molduras de lo incierto, incrustándome las escarpias de lo que tu verbo y tu sexo tienen de eterno y, de nuevo, implorar que me ames despacio, pensando que no te querrás ir mañana, susurrándote ámame despacio en la tarde y por la noche igual que lo haces en la madrugada, cosas así, retazos del desguace del desconcierto, virutas del calor en que se me incinera este mirar desquiciado que hoy asoma a la televisión para escuchar que no hace bueno, a muchos españoles, ponerse el bañador. Y yo, ya ves, los comprendo, porque del bañador solo deseo la sal que se impregna en sus adentros.
Si alguien me lee ya sabe que tiendo al desvarío, pero es que me ha extrañado esto del estudio televisado. Un estudio (¿quiénes serán los estudiantes? ¿quiénes los que les paguen sus análisis certeros?) que, al fin, culpa a las redes sociales y a ese afán ciudadano de salir bien en la foto. Uno, para qué mentir, piensa que las redes no tienen culpa de que alguien quiera pasar el veraneo en una foto para mostrar a todos aquellos a quienes la playa queda tan lejos cómo luce la holgura de su sueldo.
Pero pienso que habrá otros, como yo, que ni tienen bañador y aun así cometerían delito por poder veranerar entre las piernas amadas, como yo deseo desnudar sin bañador entre las tuyas mi sinfín de carnes escuetas y cuchillos como huesos con que sajarte un aullido en lo más profundo de un verano que es incendio.
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