sábado, 6 de noviembre de 2021

minutos de media hora

Nos pasábamos el porro con tiento y premura, como queriendo ahuyentar la amenaza con que las aguas del Estrecho pretendían transmutar el elixir marrón en leve fardo de patera cargada de sueños truncos en navegación hacia las costas gaditanas. Era el Hafa y era el hasch y eran las pupilas en danza giróvaga de intimidad compartida y eran los minutos que desatendían su nombre para inventar un nuevo vocabulario y, de paso, sí, otra manera de medir el tiempo. Eran las puestas de sol al frente del acantilado Magreb y las dictaduras del silencio henchido de música que no hacía acto de presencia más que en el kindergarten en que, obnubiladas, jugueteaban nuestras neuronas. Quiero decir que fumábamos hachís en las terrazas del Hafa mientras el horizonte arropaba el desnudo hembra morena del Estrecho de Gibraltar con la claridad de una piel aun más morena, a pesar de vestirse sol y lunares para jugar al universo. 

Los minutos, creo que ya lo he dicho, no eran redil de los habituales sesenta segundos. Juanfri siempre lo decía: acabamos de entrar en el minuto de media hora. Pistoletazo de salida y... a navegar los cielos de la menta y el THC.

Relojes añejos, a pesar de todo, al recordar las fumadas en el Hafa, en Tánger, pero siempre esa piel morena incendiada de luz y constelada de pupilas como lunares persiguiéndome con la plena consciencia de la victoria... de ir a darme caza. Soy un ciervo anciano inserto en una película survival. Un nadador sin musculatura ni piscina. Un recluso con una lima labial como toda certidumbre de escape. Un habitante inconcluso de la memoria expandida, hoy, y desde aquellos tiempos, pero más hoy que me repliego en la memoria inmediata para reverdercer la jungla de mi latido recordando el demoledor concierto de los Derby Motoreta's Burrito Kachimba al que tuve el placer de asistir hace ya no sé cuánto (ya saben, escribo con retraso). Segovia: peñascos de antaño y acueductos sin más ojo que el que pierde la adolescencia tras las faldas y braguetas de una madrugada que no ha de llegar más que mordida de centígrados con categoría de cabo primera, o lo que sea eso que supone relevancia entre las huestes de la patria y el sueldo asegurado.

Uno acudía a muchos conciertos y recitales de esos que la pandemia nos ha descubierto nocivos para la salud física, mental y mundial, y se embarraba en tragos compartidos de labios como botellas con maneras de mujer henchida de amor. Bailaba y saltaba y aullaba y olvidaba el mundo alrededor con la conciencia certera del que se ausentó del planeta tras fumarse un petardo, atragantarse de un tropel de güisqui garrafón y propinar un manotazo al reloj de arena para dejarlo en esa posición que le impide nombrar el paso del tiempo. El minuto de media hora, sí, ya lo he dicho, por el hachís, pero también, y más, por la música... y por la hembra morena que la danza con la indolencia que proporciona saberse contenedora de vida, de la Vida. A uno, hoy, la pandemia y las fuerzas del orden le han enseñado que es mejor bailar solo en la hembra y dejar la música para los negacionistas y esos otros que no tienen miedo a morir. Bueno, eso, en realidad, debería ser lo aprendido, pero a mí esta pandemia solo me ha enseñado a bailar más y con más ímpetu la música y, por supuesto, la hembra de piel morena disfrazada de sol y luna. Bailar la hembra, casi, podría asegurar, es lo que hacen los Burrito (de los varios nombres que componen el nombre de este grupo de músicos tocados por la divinidad horaria, me quedo con este, por abreviar, pero con todo el respeto, que luego dicen que escribo largo y espeso y barroco y no cabe en un tweet ni en una entradilla de prensa). 

Bailar la hembra, insisto, es lo que hacen los Burrito. Eso, y desencadenar los fantasmas del tiempo para dejarles corretear, libres de cadenas Canterville, cuando anclan al escenario su regio vendaval de acordes, armonía, musculatura y latido. Mientras, el público, aun silenciado por la dictadura del patio de butacas, comienza a perder los estribos y a destrozar los relojes con dentelladas de aullido musitado en falsete. Las largas hileras del patio de butacas, cierto, tardaron poco tiempo en levantar el vuelo, como llevadas en alas de una música hecha para volarle la tapa de los sesos al clima. La maquinaria de timbres y escalofrío de los Burrito, perfectamente engrasada para acometer cualquier destino sensorial que el oyente pueda elucubrar, acelera y suaviza su ferocidad etérea al ritmo de esas caderas hembra que hoy me reptan el vientre, mientras recuerdo: el concierto y a ti, amor, claro, vestida de lunares calé y sur sin nombre, desnuda de prisiones y gramáticas, moliendo aceitunas con tus pupilas y amamantada por una ordalía de acordes épicos como cantar de gesta de un futuro en que exhibiremos el músculo de nuestro amor como los Burrito engrasan el músculo de sus melodías de ensueño, ayer y alquimia: correteando correteabas mis arterias mientras ellos despedazaban, con mordiscos como besos, las normativas no escritas del ritmo y el compás e incendiaban ese patio de butacas para florecer un teatro bajo la arena en las pupilas, neuronas y dermis de un público hecho parroquia de éxtasis. 

Sí, disculpen el desvarío, no hay hachís en esta ocasión, solo es que me cuesta recordar el minuto en que un concierto se había tatuado, con tan feroz exactitud, en mi piel de reloj sin manecillas. Un concierto de los Burrito no es tal, es una experiencia en las antípodas de todo eso que hoy intentan vendernos como tal. Y se acercan con peligro a tu manera de bailar fulgores y astros hermanos de lo universal en expansión. Un concierto de los Burrito es húmedo como tu voz y luminoso como el envés de tu vientre. Algo así como una revelación... algo así como la música de este amor hecho de vicio y ternura en que nos acunamos para mejor permanecer despiertos.

Ignoro cuántos minutos duró el concierto, imposible e innecesario contabilizar el fragor de medias horas en que me permitió naufragar sin perder la respiración aunque casi. Segovia, a la salida, permanecía ciega de temperatura y audaz de vino peleón. Parranderos tropezaban charcos y tu perfil más pudoroso doblaba las esquinas de mi cordura mientras el viento silbaba que el camino ha sido largo...

pero he de llegar, vive dios

aunque me cueste una eternidad hecha de hachís y relojes sin norma... la música de los Burrito, por favor, de fondo, pintando de luz esa piel morena que vistes, amor, cada vez que me derrotas entre tus brazos.

1 comentario:

soy todo oídos...