Pocas alegrías proporciona la prensa, en estos días, salvo que sea uno de festejar la larga mascletá de crímenes económicos (dejémonos de eufemismos, la corrupción mata, díganselo si no a los deudos de todos aquellos que prefirieron saltar desde el balcón de su hogar antes de ver cómo pasaba a serlo de sus matarifes) que está convirtiendo el país en unas fallas de asco y nervio. Así que uno ya ni se molesta en leer titulares, y continúa rebuscando entre la letra pequeña de los diarios, por precaución.
Y es en esa letra pequeña, como de cláusula abusiva, que conozco la antepenúltima hazaña de los laureados bomberos de New York, al salvar la vida de dos operarios de limpieza encargados de proporcionar relumbrón a los novísima cristalería del One World Trade Center de la citada metrópoli. Resulta que algún fallo técnico o humano (aún está por aclararse) provocó que ambos trabajadores quedasen suspendidos, durante dos horas, a 240 metros de altura, con el vértigo desorbitando sus pupilas ante el vacío que amenazaba con devorar sus huesos y pestañas. Dos horas, repito, permanecieron allí, esperando a los equipos de rescate. O sea, como cuando, en ferias populares contrabandeadas públicamente a privados consorcios que deciden ahorrarse los controles de seguridad, queda suspendida una decena de adolescentes ávidos de emociones extremas en el centrifugado feroz de alguna montaña mecánica de esas que denominan rusas.
De cómo el equipo de bomberos encargado del rescate llevó a cabo, exitosamente, su labor, no me apetece dar cuenta. Está en la prensa, y en esta ocasión es reciente, por si les interesa. Pero comentaré algo que, invariablemente, se repetía en cualquiera de los medios informativos que explicaba el suceso. Me refiero (y transcribo) a la conmoción emocional que supuso en la población el contemplar aquella escena que despertaba los fantasmas del subconsciente colectivo. Se refieren, obvio, al famoso atentado perpetrado años antes, 2001 para ser exactos, en el mismo lugar, y que difuminó para siempre, en humo y cenizas, la metálica pincelada con que dos torres gemelas violentaban el lienzo futurista de cielo neoyorkino.
Un servidor, me van a disculpar, no forma parte del colectivo cuyo subconsciente aún anda herido por el recuerdo de aquel infausto evento. A mí, la noticia de los limpiacristales suspendidos en el vacío, me trajo a la memoria un memorable documental llamado Man on Wire.
El 7 de agosto de 1974, un funambulista francés de nombre Philippe Petit, ayudado por un grupo de lúcidos perturbados, conseguía burlar los servicios de seguridad de las Torres Gemelas de NY para extender entre las terrazas de ambas moles un alambre sobre el que, momentos después, comenzó a caminar los cielos metropolitanos para asombro de propios y extraños. Evidentemente, no había red ni salvaguarda posible, en caso de que el equilibrista hubiese dado un mal paso. El documento visual nos regala los prolegómenos y el desenlace de una gesta heroica. Petit, cumplió su cometido, y fue posteriormente detenido por las fuerzas del orden. Portaba, su rostro, una beatífica sonrisa.
Tan notable filme desmenuza para el espectador no sólo el equilibrio aéreo del artista de las nubes, sino también su equilibrio cerebral, enfrentándonos a un laberinto de acertijos y cuestiones que se cuestionan el utilitarismo de eso que damos en llamar arte. Porque Petit, surcando los cielos de la ciudad aún a costa de la legalidad establecida, lleva a cabo uno de los más sobrecogedores actos poéticos de que la Humanidad tiene recuerdo.
El acto de terrorismo artístico del funambulista anticipaba el lirismo terrorista y cruel de dos aviones que quisieron unir los edificios en un alambre de sangre y confusión, cierto. Pero tal vez, por qué no, anticipaba también la poesía de costumbre y terror de dos limpiacristales anónimos a quienes nunca nadie dedicará un documental. Ellos caminan a diario una cuerda floja que se eleva desde el asfalto hasta el firmamento. Pienso en la afilada dificultad de regresar a casa, tiznado de grasa y cristasol, e intentar convencer a la parienta para un fornicio urgente (que mañana hay que madrugar), y mantener la cordura. No debe ser fácil caminar con la mirada al frente pensando únicamente en los hijos que has de alimentar y, tal vez, si hay suerte, en la secretaria de dirección de vertiginoso escote que lleva y trae cafés hacia las salas de reunión manteniendo el equilibrio sobre sus tacones de aguja. La puedes ver, frente a ti, mientras abrillantas las indiscretas ventanas que la radiografían en sus quehaceres diarios. Tal vez por ello te despistas un momento, tropiezas o accionas mal el mecanismo del aparato que te suspende entre las nubes, y tu cuerpo se abalanza hacia el vacío.
Los funambulismos cotidianos del trabajador de a pie carecen de la notoriedad suficiente para que ningún artefacto visual decida llevarlos a la gran pantalla... salvo cuando equivocan su pericia y resbalan, como los limpiacristales del One World Trade Center, para sacudir el subconsciente colectivo mientras las cámaras de televisión registran el suceso. También cuando les enloquece la hipoteca y desprecian su anonimato entrando en una sucursal bancaria, pistola en mano, con la única intención de recuperar lo que es suyo, que esto es muy de los EE.UU., también.
Pienso, hoy, que el funambulista francés eligió bien su apellido: "Petit", que, como bien sabrán, es el equivalente francófono a nuestro hispano "pequeño". Así, desde su ágil pequeñez, realizó una gesta poética que anticipaba la lírica cotidiana del que trabaja con su cuerpo, aunque haya de sostenerlo en peligroso equilibrio tan cerca del cielo... o quizás por eso.
Valioso texto, amigo Pablo. Con tu tono, con tu profundidad.
ResponderEliminarUn abrazo grande