Que esa desmesurada nación que da en autonombrarse líder mundial (los Estados Unidos, o sea) aviva un crisol de vidas y vivencias tan amplio como extravagante, está fuera de toda duda. Por ello acuden los noticiarios patrios a las agencias de prensa norteamericanas, cuando carecen de novedad con que llenar el vacío informativo que provoca la provocativa ocultación premeditada de los pornográficos latrocinios de El Mercado, la peligrosa deriva del Gobierno hacia pitecantrópicas actitudes predarwinianas, la vergüenza de una población más muda que un protagonista de cine ídem, y un largo etcétera que ya nos atraganta a más de uno la gana de seguir viviendo en España y nos hace dar el salto definitivo que nos convierta en inmigrantes ilegales.
De tal desesperada búsqueda surge una, en principio, cómica primicia. Resulta que en Kentucky (¡qué sonoridad!), hace unos días, un preso de 41 años (la edad es importante) logró burlar las estrictas normas de seguridad de la institución penitenciaria en que cumplía condena por robo y falsificación documental. Hasta aquí todo normal, si de alguna libertad gozan los presos es de la de poder soñar con ella. El cautivo se liberó y así permaneció (libre) durante casi 20 horas. Resulta que más tiempo no pudo pasar en el exterior, las temperaturas en la zona rondaban los -20º, y el infortunado fugitivo decidió reingresar, por propia voluntad, a la cárcel de la que había escapado horas antes.
Vivo estos días en Marruecos, donde me acunan abrazos de vendaval y arrumacos de borrasca. O sea, que el país del norte de África se ve azotado por una gélida temperatura a la que uno (ya dije que la edad es importante) no comprende cómo adaptarse. A pesar de ello, el espantajo desvaído de mi figura despieza el empedrado con sombras de extrarradio. Mientras los marroquíes me acribillan con pupilas de óxido y tiempo detenido, yo merodeo las menudencias de relojes que se deshilachan en ternura de minutos perdidos, caminando sin rumbo ni prisa, sin motivo ni propósito alguno más allá del de permanecer en movimiento.
En ocasiones me invade una suerte de saudade de saldo y me pregunto por qué viajar, para qué sigo viajando, qué obtengo de aquí o de allá, si sólo logro sentirme El Extranjero. No somos pocos quienes acudimos cual tropa de Ulises a la ebria llamada de sirenas que habitan no sólo mareas sino también selvas, arrecifes, cadenas montañosas, pueblos, ciudades, poblados, metrópolis. Recorremos los senderos que otros hollaron pretendiendo descubrir ocultos caminos de migas de pan que devoramos como si en su dieta de esponja habitase la pócima de la eterna juventud. Creemos apurar la vida mientras es ésta quien nos consume a nosotros. Es por ello que, a medida que los años desnudan su vendaje de momia recién nacida, comenzamos (al menos, tal es mi caso) a elucubrar con la posibilidad de un hogar. Anhelamos regresar a casa, a alguna casa.
Marruecos, ya decía, es frío estos días, y sus calles son revuelo de chilabas y multicolor aguacero de babuchas, las voces de los imames colorean el cielo de Allah con tormentas engendradas por un Van Gogh africano, los minaretes se esfuerzan por hacer cosquillas a una manada de nubes ansiosas de vegetal condumio... Es por ello que decido emprender nuevos caminos. Lamento reconocer que la temperatura (al menos a mi edad), cuando juega en los sótanos de los termómetros, se torna ingrato recreo del que deseo huir, como cuando regresaba a aquellas aulas en que aprendimos que incluso las palabras duelen (además de a despejar de raíces las raíces cuadradas, descubrir que la caída de una manzana tiene burda belleza de ecuación, o cosas igual de inservibles para eso que llamamos vida). Pero ademas de abandonar el frío, reingresaré (al menos, temporalmente), como el recluso frustrado de la noticia, a mi cárcel favorita, la que unos llaman amor, otros sexo, y yo no logró discernir qué porcentajes de ambas contiene al nacer de su dulce cópula. O sea, que es lo mismo, el amor, ese presidio.
Así, a mí, como al preso de Kentucky, me vence el frío, y anhelo ya reingresar en la celda infructuosa de la pasión. Encerrarme tras los inquebrantables barrotes de su abrazo de metal y promesa, ingresar a la mazmorra húmeda de su voz de lluvia, cumplir condena por hurtarle un beso procaz o por rebanarle, con daga de filo de orgasmo, el cuello a la madrugada, confinarme tras los muros de una celda que la argamasa dúctil de flujos, caricias, susurros, dientes, dedos, cabellos y saliva tornaron inexpugnable.
Lo sé, no seré allí tan libre como cuando viajo y mis decisiones trazan el camino, cuando soy El Extranjero. Pero ahora, ya digo, en Marruecos hace frío, y tras las rejas del amor, aunque carezca de libertad de decisión, sé que hay una temperatura de labios. Allí, ella caldeará mi piel marchita con su valiente frazada de sonrisa, y refulgirán como fusibles sus divinos barrotes de cuello, cabello y pubis.
Deberíamos hacer caso del de Kentucky, quienes nos creemos más libres por andar siempre de viaje. Parece ser que dijo, a su regreso al penal: "... en la cárcel, al menos, no me moriré de frío..."
Vivo estos días en Marruecos, donde me acunan abrazos de vendaval y arrumacos de borrasca. O sea, que el país del norte de África se ve azotado por una gélida temperatura a la que uno (ya dije que la edad es importante) no comprende cómo adaptarse. A pesar de ello, el espantajo desvaído de mi figura despieza el empedrado con sombras de extrarradio. Mientras los marroquíes me acribillan con pupilas de óxido y tiempo detenido, yo merodeo las menudencias de relojes que se deshilachan en ternura de minutos perdidos, caminando sin rumbo ni prisa, sin motivo ni propósito alguno más allá del de permanecer en movimiento.
En ocasiones me invade una suerte de saudade de saldo y me pregunto por qué viajar, para qué sigo viajando, qué obtengo de aquí o de allá, si sólo logro sentirme El Extranjero. No somos pocos quienes acudimos cual tropa de Ulises a la ebria llamada de sirenas que habitan no sólo mareas sino también selvas, arrecifes, cadenas montañosas, pueblos, ciudades, poblados, metrópolis. Recorremos los senderos que otros hollaron pretendiendo descubrir ocultos caminos de migas de pan que devoramos como si en su dieta de esponja habitase la pócima de la eterna juventud. Creemos apurar la vida mientras es ésta quien nos consume a nosotros. Es por ello que, a medida que los años desnudan su vendaje de momia recién nacida, comenzamos (al menos, tal es mi caso) a elucubrar con la posibilidad de un hogar. Anhelamos regresar a casa, a alguna casa.
Marruecos, ya decía, es frío estos días, y sus calles son revuelo de chilabas y multicolor aguacero de babuchas, las voces de los imames colorean el cielo de Allah con tormentas engendradas por un Van Gogh africano, los minaretes se esfuerzan por hacer cosquillas a una manada de nubes ansiosas de vegetal condumio... Es por ello que decido emprender nuevos caminos. Lamento reconocer que la temperatura (al menos a mi edad), cuando juega en los sótanos de los termómetros, se torna ingrato recreo del que deseo huir, como cuando regresaba a aquellas aulas en que aprendimos que incluso las palabras duelen (además de a despejar de raíces las raíces cuadradas, descubrir que la caída de una manzana tiene burda belleza de ecuación, o cosas igual de inservibles para eso que llamamos vida). Pero ademas de abandonar el frío, reingresaré (al menos, temporalmente), como el recluso frustrado de la noticia, a mi cárcel favorita, la que unos llaman amor, otros sexo, y yo no logró discernir qué porcentajes de ambas contiene al nacer de su dulce cópula. O sea, que es lo mismo, el amor, ese presidio.
Así, a mí, como al preso de Kentucky, me vence el frío, y anhelo ya reingresar en la celda infructuosa de la pasión. Encerrarme tras los inquebrantables barrotes de su abrazo de metal y promesa, ingresar a la mazmorra húmeda de su voz de lluvia, cumplir condena por hurtarle un beso procaz o por rebanarle, con daga de filo de orgasmo, el cuello a la madrugada, confinarme tras los muros de una celda que la argamasa dúctil de flujos, caricias, susurros, dientes, dedos, cabellos y saliva tornaron inexpugnable.
Lo sé, no seré allí tan libre como cuando viajo y mis decisiones trazan el camino, cuando soy El Extranjero. Pero ahora, ya digo, en Marruecos hace frío, y tras las rejas del amor, aunque carezca de libertad de decisión, sé que hay una temperatura de labios. Allí, ella caldeará mi piel marchita con su valiente frazada de sonrisa, y refulgirán como fusibles sus divinos barrotes de cuello, cabello y pubis.
Deberíamos hacer caso del de Kentucky, quienes nos creemos más libres por andar siempre de viaje. Parece ser que dijo, a su regreso al penal: "... en la cárcel, al menos, no me moriré de frío..."
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