A pesar de las calamidades y universales señas de fin de los tiempos que dan a diario los noticieros, queda el reverencial bálsamo de la anécdota que se convierte en noticia sin apenas quererlo. Al menos dudo que el protagonista de la noticia que hace unos días (sí, recuerden, escribo con retraso, como vivo, ¡ay!) pude leer, estuviese interesado en que saltase a los medios informativos su frustrada peripecia.
Resulta que un intrépido parapentista, una de esas personas que osan ignorar las leyes de la física y deciden dotar de falsas alas a sus, imagino, sinceros deseos de volar, vio interrumpido su apócrifo planeo por los cables de alta tensión de una torreta de ídem. Parece ser que el frustrado aeronauta de sí mismo, tuvo que sufrir largo tiempo suspendido en el vacío, a la espera de que llegasen las fuerzas del desorden para poner fin a su calvario.
Recuerdo numerosas ocasiones en las que he desado volar, desprender el hastiado chicle vital de las suelas de esos zapatos manufacturados con el cuero de las ilusiones que me calzo cada día, al despertar. Momentos en que un roce premeditado o un beso a media oscuridad me han sorprendido deseando despegar los pies del suelo, para mejor observarme desde lejos, para con seguridad cerciorarme de la realidad de lo vivido y no pensar que sólo soñaba. Es evidente, sí, hablo de esa raíz multiforme que hemos dado en llamar amor, y que es el salto en parapente a que se someten, sin calibrar bien las consecuencias de la caída, casi cada uno de los humanos. Digo casi cada uno porque hay quien afirma no encontrar más amor que el de Jesucristo y parientes, y me pregunto: ¿acaso no corría él peligro de chocar contra numerosos cables de alta tensión en su despiadado vuelo sin motor en pos del amor universal?
Allá cada uno con sus intimidades amatorias. Yo, más bien, prefiero refugiarme en el chapoteo húmedo de unas sábanas que hieden a noche en vela, en la embestida sutil de la carne a flor de labio, en el agreste aroma animal exhalado cuando el orgasmo, en la resudada refriega de las manos que se buscan, en la marea incesante de vientres que se dilatan y mejillas que se incendian, en el paladar loco e inexacto de las llamas como lenguas, en el laberinto voluble de la piel en retirada, y descubrir que no es realmente por objetivizar y ver desde fuera por lo que deseo volar, en tales instantes, sino por arrancar un pedazo de esa carne que me inunda y, sostenido entre mis garras, llevarlo lejos, pasearlo por las autopistas huérfanas del cielo, ascender a la roca más alta y devorarlo sin dar razón ni argumento a nadie de mi locura.
Volar, ya digo, burlar la gravitatoria ley que nos envejece a la tierra adheridos, y surcar los cielos de la gloria que el amor, tantas veces promete y tan pocas nos cede. Porque amar es rizar el viento en una cabriola loca de eternidad y deseo, y nada nos sería más grato que enredarnos por siempre en la cabellera aérea de su promesa de plenitud y suicidio.
Ignoro si el esforzado deportista de los cielos que quedó prendado a los cables de alta tensión como yo a la piel de las mujeres, tantas veces, buscaba eternizar los goces que la noche anterior le proporcionara su amada. Lo que es seguro es que su vuelo, ¿cómo no?, se vió interrumpido. Tal vez le hubiese venido mejor encomendarse a ese Cristo gimnasta que decidió suspender su ascenso a los cielos en la eternidad dolorosa de una crucifixión de sangre, madera y leyenda.
El parapentista de la noticia sufrió, en la espera de su rescate, varias descargas eléctricas. Como yo en cada una de las amorosas batallas perdidas, como Cristo en cada estigma en su piel tatuado durante el suplicio.
Tal vez debamos asumir definitivamente que volar es imposible, y que cuando creemos estar haciéndolo sólo seamos recolectores de intensidades que duran apenas un instante. O que todo vuelo sin motor acaba, inevitablemente, en desastre.
Volar, ya digo, burlar la gravitatoria ley que nos envejece a la tierra adheridos, y surcar los cielos de la gloria que el amor, tantas veces promete y tan pocas nos cede. Porque amar es rizar el viento en una cabriola loca de eternidad y deseo, y nada nos sería más grato que enredarnos por siempre en la cabellera aérea de su promesa de plenitud y suicidio.
Ignoro si el esforzado deportista de los cielos que quedó prendado a los cables de alta tensión como yo a la piel de las mujeres, tantas veces, buscaba eternizar los goces que la noche anterior le proporcionara su amada. Lo que es seguro es que su vuelo, ¿cómo no?, se vió interrumpido. Tal vez le hubiese venido mejor encomendarse a ese Cristo gimnasta que decidió suspender su ascenso a los cielos en la eternidad dolorosa de una crucifixión de sangre, madera y leyenda.
El parapentista de la noticia sufrió, en la espera de su rescate, varias descargas eléctricas. Como yo en cada una de las amorosas batallas perdidas, como Cristo en cada estigma en su piel tatuado durante el suplicio.
Tal vez debamos asumir definitivamente que volar es imposible, y que cuando creemos estar haciéndolo sólo seamos recolectores de intensidades que duran apenas un instante. O que todo vuelo sin motor acaba, inevitablemente, en desastre.
Hola Pablo!, he conocido tu blog gracias a Sumi Meta y su sección "Ayudando a autores", del blog "Blood Shelf".
ResponderEliminarYo administro un blog, que es en realidad un club, "El Club De Las Escritoras", y en dicho club, además de promocionar y ayudar a escritoras, también tengo una sección para los escritores, llamada "Ellos También Escriben". Te cuento todo esto por si quieres formar parte de esa gran comunidad de escritores que he formado a lo largo de casi 2 años... Si es así, visita este enlace, así sabrás qué tienes que hacer para ingresar en dicho club (es gratuito! >.<):
http://elclubdelasescritoras.blogspot.com.es/2012/10/como-ingresar-en-el-club.html
Bueno Pablo, ya me dirás.
Encantada de conocerte, Bs y feliz año nuevo 2013!, muak!
aún así siempre escucho ese ruido de motor de fondo...
ResponderEliminarTIEMBLO