He tenido la fortuna de recuperar, durante unos años, aquellos tiempos en que, de niño, mi curiosidad podía asomarse al patio interior del edificio que habitaba. Descubrir el vuelo frágil de los gorriones y la voz de las vecinas jugueteando entre las cuerdas de tender la ropa. Aprehender murmullos y susurros, tal vez gemidos, provenientes del interior de numerosas viviendas, a la hora frágil de la limpieza, ésa en que las ventanas se abren para dejar correr el aire y que vuelen lejos los aromas encerrados de las horas nocturnas.
Lamentablemente, los edificios modernos no disponen de patio interior. Pero puedo considerarme afortunado. El que yo vengo habitando en los últimos tiempos reúne sus ventanales alrededor de un patio que, dada su amplitud, no permite en demasía escuchar las historias de antaño pero sí, al menos, poder disfrutar de la visión de escenas cotidianas cuyos protagonistas ignoran son contempladas. Como aquel protagonista de la película de Hitchcok, puedo yo acodarme en la baranda cálida del verano a contemplar a mis vecinos, utilizando como coartada un cigarro a medio consumir. No he podido intuir aún asesinato alguno o violenta reyerta brotada de los rescoldos de una pasión amorosa equívoca, en algún domicilio situado frente al mío. Sólo escenas cotidianas. La vecina que tiende las sábanas ataviada sólo con ropa interior, en el mejor de los casos. Los etílicos movimientos espasmódicos de un vecino en la cresta de la ola de la embriaguez, en el peor.
Ahora desarmo la casa. Aireo las habitaciones que comienzan a perder vida a medida que se desocupan de muebles, enseres, recuerdos, fetiches. Según la vivienda va quedando vacante de objetos comienza la edad adulta un eco feroz que infantiliza las voces que hasta ayer habitaron sus estancias.
No es fácil desmantelar un hogar cuando en él has dado forma, durante años, al barro milagroso del amor y el sufrimiento. Ocupamos domicilios con la loca fantasía de establecer las líneas maestras de nuestros días. Creamos hábitos y sentimientos que se pretenden eternos entre las cuatro paredes que nos permiten abrevar el regato cristalino de nuestro descanso.
Mi casa va quedando vacía, ya digo. Estamos de mudanza. Pero no hay otro hogar más amplio y luminoso, con mejores vistas y guarda de seguridad a la custodia de nuestro levantisco sueño, esperando nuestro traslado. Nos espera el exilio. Voluntario, cierto, pero exilio al fin y al cabo. Y ahora comprendo que lo más doloroso de este traslado que nos hará cruzar océanos y desdibujar caricias es la ausencia de voces que lo rellenen de acústica gomaespuma. Me asomo a la terraza y no escucho nada. Sólo puedo imaginar conversaciones, al amparo de movimientos corporales desdibujados en la terraza de enfrente. Si me retiro las gafas ni siquiera eso.
Añoro el patio interior de la infancia. Hubiesen podido, allí, los vecinos, ser testigos de los sollozos que estas cuatro paredes aúllan hoy, tan cercana la marcha, tan inminente el abandono. Aquí, ahora, mañana, sólo podrán los habitantes limítrofes a la que durante tanto tiempo ha sido mi morada, como el protagonista del hitchcokiano filme, ver e imaginar. No llegarán hasta ellos los lamentos de los libros empaquetados, de las fotos descolgadas, de la cubertería jubilada.
Añoro el patio interior de la infancia, ya digo. Allí hubiesen podido las vecinas escuchar nuestros gemidos, prestar oídos a la polifonía doliente de nuestros recuerdos abandonados.
No es fácil desmantelar un hogar cuando en él has dado forma, durante años, al barro milagroso del amor y el sufrimiento. Ocupamos domicilios con la loca fantasía de establecer las líneas maestras de nuestros días. Creamos hábitos y sentimientos que se pretenden eternos entre las cuatro paredes que nos permiten abrevar el regato cristalino de nuestro descanso.
Mi casa va quedando vacía, ya digo. Estamos de mudanza. Pero no hay otro hogar más amplio y luminoso, con mejores vistas y guarda de seguridad a la custodia de nuestro levantisco sueño, esperando nuestro traslado. Nos espera el exilio. Voluntario, cierto, pero exilio al fin y al cabo. Y ahora comprendo que lo más doloroso de este traslado que nos hará cruzar océanos y desdibujar caricias es la ausencia de voces que lo rellenen de acústica gomaespuma. Me asomo a la terraza y no escucho nada. Sólo puedo imaginar conversaciones, al amparo de movimientos corporales desdibujados en la terraza de enfrente. Si me retiro las gafas ni siquiera eso.
Añoro el patio interior de la infancia. Hubiesen podido, allí, los vecinos, ser testigos de los sollozos que estas cuatro paredes aúllan hoy, tan cercana la marcha, tan inminente el abandono. Aquí, ahora, mañana, sólo podrán los habitantes limítrofes a la que durante tanto tiempo ha sido mi morada, como el protagonista del hitchcokiano filme, ver e imaginar. No llegarán hasta ellos los lamentos de los libros empaquetados, de las fotos descolgadas, de la cubertería jubilada.
Añoro el patio interior de la infancia, ya digo. Allí hubiesen podido las vecinas escuchar nuestros gemidos, prestar oídos a la polifonía doliente de nuestros recuerdos abandonados.
Te acompaño en el sentimiento perdido con aquella canción de la infancia: "El patio de mi casa, es particular, cuando llueve se moja, como los demás..."
ResponderEliminar..y como las ventanas indiscretas, los ojos, las miradas que pretenden encontrar en los ojos del otro aquellos recuerdos que alojaban sus propias paredes. Muchas gracias! me encanta la reflexión que haces.
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