martes, 24 de septiembre de 2024

los perfiles del abismo

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo, sólo me muerde aún el frío y una sonrisa infante emparedada entre el cordón umbilical del terror vivido cuando se antoja futuro a desentrañar. Líbano, frontera con Siria, campos de refugiados como veleros marchitos sin más marea, a lo lejos, que las cordilleras en que muerden talones niño la ventisca y el muñeco de nieve sin zanahoria porque se la comieron en reparto democrático de a pedacito por cabeza.

Después, a la noche, la luna de Beirut y el lunar soñado para poder aniquilarse los sentidos y, tal vez, por qué no, ese corazón que no ha detenido su palpitar mientras lo paseabas entre tanto ruido que aquí, en Occidente, siempre lo es de fondo, de taberna moderna sin aperitivo y rejonazo entre las costillas del fin de mes a cambio de unas sonrisas que bien podrías compartir en lo más recóndito de tu propio hogar. Pero se impone salir, festejar, brindar y pagar el alto precio que marca el comercio a las ganas de seguir sintiéndose vivo. Saberse vivo ya es el brindis. Pero salimos, bebemos, comemos, consumimos alimentos que enflaquecen y nos hacen más escuetos, dando de lado a ese latido que todo lo puede. Para mejor anestesiarnos, para mejor aniquilarnos en la huida que nos han impuesto. Y es que yo no quiero huir, si no es hacia adelante, siempre, como Rimbaud y como él haciendo bandera de mi corazón cuando lo eriges en puro pálpito.

Caracoleaba las callejas de Beirut y escuchaba las charlas de quietud de la cachimba, labios morenos y piel bravía, siempre el miedo por dentro, ese temblor en la saliva de quien no sabe qué hacer con su vida más allá de seguirla a los dictados de genios de la pirotecnia que saben imponer su lógica de animal invertebrado. El gobierno. Los gobiernos. La aristocracia del armamento, que a tantos da de comer aquí, en Occidente. Daños colaterales y la revuelta, la resistencia, otros dictados, bien sean religiosos o sentimentales. Todos, al fin, tenemos miedo a la huida, más si es hacia delante, mucho más si es a lo hondo de lo que verdaderamente ansiamos. En Beirut reinaba el jolgorio, pero se aquietaba cuando las autoridades adelantaban el reloj de la madrugada. Entonces tenías que patear Gemmayzeh dejándote guiar por tu olfato. Olía a hembra libre y hedía a barro. Olía a tabaco mascado y a hachís bien apaleado. Reptabas hacia un sótano y los muros eran música y humo y síncope y carne y ladridos como canto de castrati ante ti glotón y arrodillado. Lejos, en la frontera con Siria, infancia se soñaba con calzado. Yo me drogaba de piel al arrullo del reloj que nunca tuve para poder regresar, al día siguiente, a los campos de refugiados.

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo más allá de aquellos rostros acribillados por el hambre y desentendidos de las marcas que marcan los atletas de la barbarie en los dorsos de sus manos cuando dejan libre albedrío a un puñado de falanges que aprietan botones como quien gatillos de hambre de papel moneda y coche caro. Después: la explosión, el conglomerado de carne sin recorte que pueda recomponer el puzle de una sola pieza en que la vida se esmera para mejor poder llegar a vieja. 

¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo, y 2021 se acerca en este machihembrar tragedias de las que sólo se continuará conociendo el inicio. Nadie presta atención a los daños colaterales que dejan tras de sí, reguero de sangre quieta, los finales. Duele Líbano en incendio de pedernales. Duele el paso del tiempo cuando no proporciona más que plasma en regato perdido. Duele la mirada niña perdida en una pesadilla de pañales ensangrentados y la mordida cruel al vacío cuando es lo único que te abraza. 

martes, 3 de septiembre de 2024

la memoria es un lugar equivocado

Ensoñarse en los fantasmas bondadosos de la memoria. Bondadosos y de falaz cautela, pero afables al contrario que otros, esos que cascabelean cadenas entre lo no vivido pero recordado como si tal. Ensoñarse, por tanto, y sumergir los sueños en vino barato. Tan económicos son, mis sueños, que los regalo mientras los riego, por ver si le crecen fronda a la uva que han querido engolar con nombre pomposo: Orgullo de Barros. Como mis sueños: orgullosos de chapotear el barro a pesar de que los regalo. Nadie quiso venir a esta fiesta de cumpleaños.

Orgullo de Barros, Ribera del Guadiana, cooperativa Nuestra Señora de la Soledad. Pues eso. En soledad, bebo, aunque poco, ya digo que es vino barato. Ribera del Guadiana, Badajoz, aquella ciudad en que me perdí enmascarado. Carnaval y una furtiva zorra que tardó en quitarse el disfraz. No teman. No es machismo micro ni exabrupto macho. Su atuendo era idéntico al mío. A mí me disfrazaron intentando que emulase a Errol Flynn, pero sin cuerpo cavernoso propicio para aporrear un piano. Pero cómo cabalgaba Errol Flynn, y cómo me perdí yo, y cómo nos descabalgaron, a ambos, nuestros propios caballos. Mejor así, libres ellos, salvajes. Tantos años ya que ni me acuerdo. Siempre odié el carnaval. Tal vez fuese por haberme visto obligado a calzar disfraz. Tal vez porque no conocía a nadie, en aquel tumulto de alarido y exceso vacío e inconexo. Hasta que ella me miró convexo desde detrás de su antifaz de zorro impar. ¿Nos conocemos? Lo dudo. Pero qué mala noche. Perdimos los caballos y las espadas de marcar zetas en las paredes, y todo fue un deambularnos torpemente, haciendo eses.

Vino barato, digo, y aquel que tragué lo era sin duda. Nada que ver con los delirios de grandeza de este Orgullo de Barros, crianza 2021 aunque sin lírica nota de cata. De su etiqueta nunca brotará un poema. 

© Ian C. Bates, cortesía de la red
Al día siguiente la frontera, Portugal al otro lado de dónde, a descansar la resaca en un bar de carretera lusa para hacer acopio digestivo de toda la carne que mi sistema ídem fuese capaz de soportar. Algarabía de la carne poco hecha. Efervescencia de los jugos gástricos intentando eliminar los taninos mal deglutidos. Y la grasa ejerce su labor. Vomité a orillas del puesto fronterizo. Pero la mirada del funcionario de turno no pude vomitarla. Tampoco la suya sin antifaz. Ni siquiera ya recordarla. Ni falta que hace. Demasiado alcohol erróneo en vena. Exceso de memoria traicionera.

El caso es que ahora bebo vino barato y no resulta tan malo. Como los sueños cuando equivocados, cuando económicos e incluso regalados. Porque proveen momentos de gloria en que los sientes languideciendo vidrios soplados con fuerza desde un vientre que logra detener el tiempo, extender el instante y provocar en tu dicción alguna sandez radiofónica elogiando la calidad de la uva y el aterciopelado tacto con que te humilla las papilas gustativas para dejarlas por siempre presas de un gusto que seguirás, hasta el fin de los días, saboreando. Y eso sí lo recuerdas. Alquimia de la memoria buena, la no envenenada por más exceso que el que deseas te exceda hasta el hálito postrer.

Sueños regalados. Vino barato. Ya es septiembre. Agosto pasó con un único simulacro de incendio. Han aprendido mucho las autoridades forestales, tras tantos años de fuego provocado. Tal vez demasiado. Cuántos incendios no sufrieron, en tiempos recientes, las tierras extremeñas. Me dijeron, hace años, que ella marchó de Badajoz. Todo lo que tenía su familia, un puñado de tierra y dos tejados, desapareció arrasado por el fuego. Pues bien, aunque lo siento. Pero es que no recuerdo su mirada, menos su piel. Dermis no calcinada entre los dedos es simple materia de la memoria equivocada. Además, creo que ya lo he dicho, aquella noche todo fue alcohol malo. Cuántos incendios no habrán visto aquellos ojos tras el antifaz de los años. Cuántos incendios no he gozado yo, pirómano del instante, avanzados los años, libre de telas que enladrillen la memoria. Pero pasó agosto. Y un sólo simulacro de incendio. Eficazmente sofocado, agentes forestales demasiado bien entrenados.

Otoño ya se adivina mientras recuerdo correrías de carnaval que olvidé y me adivino otro mal trago. De vino barato y sueños regalados. No hay envoltorio que recomponer. Como las pavesas, están expuestos. Si alguien los quiere, los regalo. Allá ese alguien lo que haga con ellos, lo que de él o ella hagan ellos.