lunes, 12 de agosto de 2024

la palabra es un virus


 Aquí me quedo,
aquí con ella
Enrique Bunbury

Destruye y apacigua y regenera y te proporciona la lucidez de la que careces, de tanto en tanto, cuando la luna es una broma que juega al escondite usurpándote sus húmedos volúmenes de pez insensato y luciérnaga arrumbada al más profundo desamparo. La palabra puede, te susurra una voz que ya hubiese querido Sinatra. Y tú te lo crees, y llevas a lo hondo esa dicción que formula tus propios deseos. Ojalá supiese yo usarla, utilizarla... a la palabra, claro. La palabra es puta de bajo saldo y se deja pervertir incluso sin transacción monetaria, disculpen las y los adalides de lo políticamente correcto, pero la carne sólo es de quien la merece, y eso no admite trato.

Vengo de días como menstruaciones, batallando contra el dolor y la hemoglobina que no da bien en las teleseries de lo contemporáneo. La sangre ya no sienta bien ni a los niños del apartheid mahometano, que importan más que yo, por niños y por futuros inmediatamente exterminados. Y acudo a la palabra y en ella me refugio, y bajo ella hago acampada que huele a musgo, muslos y miel y, sobre todo, a sudor que puede extirparse del correteo ebrio de caballos, acordes, unicornios o tajos en los labios. Amar la palabra y regresar a ella y agradecer la que te regalan. Esa es toda la batalla en que, una y otra vez, agradeceré ser vencido. Es una cuestión personal. Entre ella y yo. Porque la palabra puede y es victoriosa cuando sólo es tinta o berbiquí digital dispuesto a perforarte los párpados.

Hoy que pienso en la palabra, hoy que comprendo por qué la amo de esta manera loca y a la par consciente y recia como la sangre que aún me bombea el corazón conocido y el otro. Hoy que pienso en el libre revolotear de las ideas, un amigo al que amo me cuenta de cómo estas hacen nido en otras mentes que no por menos generosas dejan de ser lúcidas y valientes. Uno escribe, cuando puede, cuando no le queda otra, cuando se comprende invadido por un virus insoslayable, sin fin ni principio y carente, sobre todo, de principios más allá de los que le imponga la virulencia de la palabra. Las ideas no tienen dueño, y ojalá dure siempre su vuelo de pájaro no domesticado, su graznido de cuervo nunca amaestrado.

Me enredo y sólo quiero decir que hay quien usa la palabra para mejor amancebar el salario, y quien la recibe para violarla en la intimidad del pensamiento manso, ese que, sí, se sabe humilde y cauto. Hoy he vuelto a Tánger y tú, que nunca has estado, me has llevado. A ti me entrego y, nunca lo dudes, en ti me quedo. Todo lo demás será literatura de la mala, de la que esparce ejemplares a espuertas y llena las arcas del acordonado mercado en que habitan los mercaderes de la palabra que, igual que los mercaderes árabes arribaban a Tánger con un suculento cargamento de esclavos, arrecian hoy a las puertas de este mercado libre forjado entre andamiajes de rejas que no conocen sus costuras. 

La palabra puede, y la mimo y la violento y la violo y la pervierto y la dejo que me folle con maneras de verbo macho mientras sólo pienso en acariciar su piel de duda y esparto, lamer su miel de grieta y amianto, contemplarla temblando sobre la sierpe temblorosa de mi erección más amarga, esa en que ella se contempla poderosa y brava, esa sobre la que ella se deshace en gloriosas verborreas de latido y sangre recién lamida del sable que implora emprender una nueva batalla, cada día.

Las ideas son libres, pero por encima de ellas siempre estará la palabra: virus que no dejaremos de amar. Como nunca a quienes la gozan mientras nos clavan las uñas en la espalda.

P.J.Harvey&Nick Cave ©Dave Tonge


sábado, 3 de agosto de 2024

reivindicación del mono

Me asomo al abismo desde el teleférico que surca las cúpulas del cielo en su trayecto de ida y vuelta sobre la ciudad de La Paz. Munay esparce su jolgorio niño como quien confecciona bombas de racimo con las nubes. Desde arriba, ya casi alcanzando las planicies de El Alto, imagino a Robert Plant aullando whole lotta love. Led Zeppelin, el martillo de los dioses. El mismo que pareciese haber descargado su último golpe contra el altiplano para forjar en revés las miles de vidas que pululan lo hondo de esa abismal herida en la tierra que supone La Paz. Quien no se ha asomado al abismo no llegará a comprender, jamás, el sentido que pueda tener la vida. Quien no lo ha habitado saldrá de esta ileso, pero sin haber vivido. 

Días de acantilado y memorias de despeñadero para un futuro incierto. Días de hacerse torniquete con trapos de saliva huérfana, de suturarse llagas con briznas de esperma tartamuda. Días de desaparecer hacia dentro sólo para descubrir el vértigo, y sacar a pasear al antropoide que cantaba Umbral en su Mortal y rosa. Asimilo que me habita un antropoide que, con el paso de los años, se enseñorea de mis placeres, mis sueños y mis días. Un antropoide dispuesto a golpear en la sien a la mujer que logre desaparecer, con un juego de manos que ya quisiera el más exquisito mago, a todo el género femenino. Manos afiladas en uñas que uno necesita roturándole surcos en la piel. ¿Dónde la sangre? Contemplo mi pecho y me horroriza descubrirlo intacto. Así que paseo con Munay un verano apócrifo y un Madrid infartado de turismos zafios y paellas de saldo. A ver si logra, de nuevo, reventar de fiesta y balbuceo los ecos del acantilado. Y es que Munay golpea más fuerte que los Zeppelin, aunque su tronar no sea tan bravo.

Claudio me habla desde Denver. Confluimos, de nuevo, ambos lejos de Bolivia. Él por obligación, yo porque prefiero recordarla para no intentar comprender por qué no comprendo nada. De eso me habla Claudio, justamente, aparte cuestiones más importantes, de lo irracional que, lo siento, hermano, no se cura con la edad. Años haciendo de lo irracional bandera para, justo ahora, cuando ningún abismo me aterra más que aquel contra el que no pueda despeñarme, desear un poco de raciocinio para avivar el incendio. Se me cruza el fantasma de Umbral y pienso en mi antropoide sosteniendo en una mano una antorcha y arrastrando con la otra, toda garfios y cabellos, a la hembra que no se decida a salir de la cueva. Porque el antropoide es sabio, en ocasiones, a la manera de Platón y ningunea la intimidad de la caverna. Mi antropoide, en ocasiones, aterra. Podría dar rienda suelta a sus más bajos instintos, los únicos que ostenta, en cualquier lugar. En la esquina de una calle sin siesta, en las escaleras del Metro, a la luz de la tarde en un parque y hasta en un vagón de tren, siempre que este le conduzca hacia un futuro en que poder reivindicar que sus más bajos instintos despiertan aromas que ya quisieran los hacedores de arboledas y los mártires ferroviarios. Ya dejó escrito, el poeta, que lo que aterra es, llegados a edad en que sólo nos reivindica el animal, que se nos muera el antropoide.


Todo esto, claro, no se lo explico a Munay, que aunque vivaz y despierto aún tiene por delante una vida en que su antropoide permanecerá enclaustrado tomándose el tiempo necesario para imponer su reinado. Por eso paseamos Madrid rodeados de muertos baleados por un granizo de verano tullido e inexacto, y buscamos al antropoide en exposiciones bizarras, por orientales, y jugamos con orientales palillos a devorar pescado crudo. Cuidado, ¡qué viene el antropoide!, le digo tras naufragar en mi paladar un pedazo de salmón muerto. No lo entiende, y el sushi no es de su gusto, y está bien que así sea. Mientras, los dioses han decidido dar un martillazo al cielo, y se desangra en cartas de amor el vientre de esa hembra que es el firmamento. Cartas de amor que sollozan un aluvión de humedades que bien podrían portar, calle Atocha abajo, todo un murmullo de peces que puedan dar a la mar. Crudos, pero aún vivos.

Sale el sol, de nuevo, y caminamos calles como quien surca vertederos. Los turistas ejecutan selfies y se emborrachan a la vereda de erbianbis que antaño sólo contuviesen ebriedades de ancianidad y soledades mundanas, y un yonqui sin plata se retuerce en una esquina soñándose víctima de sobredosis. Munay agarra mi mano y yo le pido que la apriete más fuerte, porque tengo miedo. Él me pregunta qué me aterra y yo le respondo que pensar que se me pueda morir el antropoide, pensar cuánto tiempo podré soportar el mono. Él no lo entiende. Suena contradictorio. También le explico que temo la hondonada abismal de La Paz, donde florecen monedas que se beberán de mala manera muchos de los que habitan El Alto. Y para poder soportar el mono le narro una vez más aquellos viajes que no puede recordar, aquellos trayectos en el teleférico que recorre los cielos para enfurecer a los dioses forzándoles a descargar torrencial lluvia de miserias sobre los habitantes de una ciudad que no logra conciliar el sueño. Tan cerca están las estrellas, tan abajo y tan profundo, en plural, los sueños. La Paz, creo que ya lo dejé escrito, es la única ciudad en que lo que debería ser sur, por más profundo, lo habitan ciudadanos de billete fácil y juerga meditada, mientras que lo que debería ser norte, por más elevado, mastica los pies de quienes se mastican jornadas hechas sólo de hambre.

Logramos derrotar el calor y regresamos a casa para encogernos frente a la enorme vacuidad del ventilador. Dejamos que cante Neil Young, que se desperdiguen sus palabras como asesinatos en serie bajo la tienda de campaña con que hemos ninguneado el salón. «Words», en su versión de 15 minutos. Munay prefería «Alaska», pero ya le explico que no está lejos de Canadá y que si escucha a Neil comprenderá que algún día podrá desaparecer como Greta Garbo y mudarse a ese poblado inventado que tanto le gusta. Y yo, también contigo, que regresas a casa demasiado acalorada. Necesitas una ducha. Mi antropoide reclama tu sudor. ¿Cómo solventamos, amor, tal disquisición?