Los tambores de guerra ondean a modo de bandera el recalcitrante fulgir de falanges en que se destrozan, ensangrentados, los tamborileros de uno y otro y aquel otro bando. Europa se aburre y reorganiza a las masas del sueldo bien ganado para que agiten su ajedrez de mesa puesta y abrazo tan falso como desbocado. África es un cocodrilo (¿o era América?) que no necesita careta más que para desordenar lo fúlgido de dientes cariados por el hambre de McDonalds payasos y grafitis desahuciados de todos los extrarradios. Ya no es que suenen, es que atronan y vuelan en desbandada de ataque aéreo, los tambores de guerra, mientras nosotros les marcamos el compás, desde el sofá del salón, ya está tardando en llegar la cena, ¡mujer!, con feligresía de tertuliano.
Hay una guerra civil en Burkina Fasso, esa pequeña nación mordida por Costa de Marfil, Ghana, Togo, Níger y Benín, África o por ahí, dicen, en que desde 2015 miles de cuerpos negros de rabia y miedo son la sintonía en negro de las noticias que no leo. Hay una guerra en Myanmar, Asia y ojos rasgados y hambre y sumisión al eco hueco de los noticiarios. Hay una guerra en Etiopía (y vuelta con los negros) en que los casi dos millones de «desplazados» nunca alcanzarán el estatus de refugiado porque no ubican en la definición de quienes son merecedores de sentir en sus carnes los Derechos Humanos. Hay una guerra en Yemen y millones de dólares esparcidos entre las sábanas blancas de fantasmas que esparcen aromas de mil y una noches para mejor servirnos el petróleo que ahora añoramos y que desde hace demasiados minutos eso que llaman la ONU viene «denunciando» como la peor crisis humanitaria de este globo terráqueo en que nos englobamos inflamados en las noches de aplausos en Facebook y gintonic en Serrano. Hay, todavía, sí, una guerra en Siria y más de 13 millones de ciudadanos que perdieron la ciudad y devoraron el espanto. Hay una guerra en Palestina. ¿Hay Palestina?
Hay una guerra en Ucrania y hay que levantar, enhiesta como erección mal dispuesta, la bandera de lo solidario entre la población que hace procesión frente al supermercado temerosa de verse privada de los bienes esenciales que para muchos son esencia de trabajo mal sudado y peor pagado. Que nos quedamos sin aceite, aunque sea mentira, y que el granero de Europa era una tierra de ojos rubios y niños acribillados, cierto, ahora lo comprendemos, pero déjennos encender el móvil para proceder al pago de todas estas cervezas que lo mismo mañana ya no degustamos.
Sé que no se me entiende, y tampoco sé si lo pretendo, ni si, caso de hacerlo, me haría bueno. Solo sé que ni yo mismo me entiendo porque me duelen todas las guerras, pero, aun a riesgo de parecer frívolo, ya que la población global arrecia con sus tormentas de ausencia y fin de mes mal pagado hoy solo entiendo la guerra que deseo librar entre tus brazos, pedazos de tu piel tallados en mordisco como Altamiras borrachos y el milagro de tu carne entre las sábanas, ensangrentado como una sirena varada que olvidó al apuntador y solo apunta mi aorta con maneras de pistola infantil en medio del escenario.
Y si arrecian todas las guerras te espero en Ollantaytambo, subiendo y bajando entre rocas como un Sísifo ajeno a derrotas, falta de oxígeno y clamor de diccionarios que hablan de amor con palabras gastadas y envueltas en páginas de enciclopedias del todo es gratis o mucho más barato que si enciendes la televisión pero no la calefacción porque el gas y la electricidad y la guerra en Ucrania y tantos miles de niños rotos de miedo y, entre nuestros brazos, flácidos pero llorados.
Hay una guerra en Ucrania y nos faltan foros y redes sociales para mostrar nuestra solidaridad y ya casi somos capaces de asumir que hay una guerra silenciosa con el vecino de al lado y que miles de sub, sobre o simplemente saharianos nunca podrán ser abrazados porque vienen a robarnos el pan y a asesinar nuestro futuro ocupando nuestros hogares o simplemente a quedarse con las ayudas con que nos agasaja papá Estado.
Hay una guerra en Ucrania y me duele la carne en el dolor de tanto miembro despiezado, pero cerraré este absurdo texto con frivolidad, afirmando mi más firme solidaridad con el recorrido lácteo desde el que tu piel me desgarra el tacto, y confiando, como el resto de conciudadanos, en que no desaparezcan las cervezas de los supermercados.
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