jueves, 27 de enero de 2022

una experiencia inmersiva

Me costó mucho, tras varios periplos por Ámsterdam, encontrarme en la situación idónea para visitar el Museo Van Gogh, hace ya años, demasiados. Digo me costó porque, efectivamente, mucho he frecuentado la ciudad de los canales feroces, los tulipanes crepitantes y las bicicletas homicidas, pero casi siempre que lo hacía me dejaba llevar por los efluvios del cannabis, y luego cualquiera estaba para visitar un museo. Ahora, a la vista de los derroteros o declives por los que se despeña la actividad museística o de contemplación estética que debe implicar eso que llaman arte, me pregunto por qué no acudí, en serio estado de fiebre cannábica, a recorrer los corredores en que se exponían los óleos del genio neerlandés. 

Salgo de una reciente experiencia inmersiva en tus taumaturgias rosa y salitre, amor, y aún me saben los dedos, cuando los muerdo hasta el daño, a vientre y saliva. Recién salgo de ti y aún me desordena el cabello una orquesta de dedos beodos como ardillas recién rescatadas de un incendio forestal: el tuyo, el de tus labios y la selva centrípeta de tus pupilas, siempre pródigas en propiciar cambios climáticos que solo a nosotros nos licúan los árticos para mejor humedecernos en trópicos de cáncer, capricornio y el resto que los demás ignoran. Y recuerdo aquella visita lúcida y libre de cannabis al Museo Van Gogh, donde repté ensoñaciones que ni el mejor de los porros me hubiese sabido regalar.

Salgo de ti, ya digo, y no encuentro mejor manera de permanecer amarrado a tus pestañas que destrozar las mías contra la realidad circundante tal cual se vierte en los titulares de la prensa cibernética. Y me sorprende el festival de experiencias inmersivas en que hoy ha trocado eso que antaño llamábamos arte. Van Gogh: experiencia inmersiva; Frida Kahlo: experiencia inmersiva; Gustav Klimt: experiencia inmersiva. Sí, está muy bien esto de sumergirse en un lienzo que no existe y acercar el arte al pueblo para eliminar todo rastro de esnobismo que aún pudiese portar en su rostro maltrecho, algo así como el teatro bajo la arena lorquiano, ¡bravo por los comisarios de arte actual! Pero a mí, perdónenme los adalides de la cultura popular, todo esto me recuerda al fascio y sus espectáculos de conjuntos arquitectónicos más grandes que la propia ciudad que los albergaba, y sus desfiles de luz estruendosa y música estridente. Ya que no nos hemos preocupado por educar en lo sensible, eduquemos en lo apabullante, desordenemos los sentidos del vulgo pero sin ningún Rimbaud rabioso que pueda hacerlos subversivos o revolucionarios. 


Cuestión de educación. Al final todo acaba en lo mismo, y la educación, hoy día, la dictan los mercaderes del móvil y las nuevas tecnologías, esas que nos permiten entrar en un cuadro de Frida Kahlo pero que nunca nos permitirán visitar su habitación en la Casa Azul porque puestos a viajar hasta México mejor será hacerlo para acumular experiencias inmersivas en el Caribe hortera, la pulsera de todo incluido y el tequila de saldo con mariachis que nunca lo fueron vestidos como si hubiesen nacido con las charreteras festivas insertas en los hombros. 

A pesar de todo, he de decir que yo, hoy que salpico con el fragor de tu ausencia los huecos que en mi pecho esculpe una osamenta que tú ayer mordías, aplaudo este renacer de lo museístico a través de la inmersión, tanto como los musicales sin música ni Broadway y la caña de después en el 100 Montaditos. Porque adherido a ti he cabalgado madrugadas en que Van Gogh me susurraba como Nietzsche al maltratado caballo turinés, y eso sí es inmersivo. Y eso sí (lo tuyo, claro) es arte. Ahora, para mejorar la inmersión, antes de irme a dormir, me entregaré al THC y recordaré a Van Gogh en Ámsterdam y a ti entre mis huesos. La mujer serpiente de Klimt me susurrará tus maneras de diosa persa, y mañana, si alguien me paga la entrada para la experiencia inmersiva que ni en sueños puedo sufragar, me uno a las huestes ciudadanas ahítas de arte que hoy pueblan esta capital de frío,  escaparate y moneda.

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