Un envoltorio de luna y dactilografía ebria para el caramelo agrio de mi alma. Una ventisca mentirosa que se cuela por la ventana proporcionando ilusión de máxima filosófica a los malos humos de mi tabaco y a la densidad de hollín de mi alma. La noche y las teclas. Las teclas que presiona la noche, cuando los fantasmas juegan escondite de niño travieso. La noche y mi batalla contra la botella y la página en blanco, que ni es página, ni es blanca, como no son blancas las octavas entre las que se mueven mis dedos cuando pretendo despertar sinfonías al piano sinuoso de tu piel, estropeando sólo el barniz musical de tu vientre y la placidez de tu sueño. Me he dejado los dedos y los ojos, cual restos de un festín caníbal, frente a una pantalla que sólo refleja mi propia soledad. He escrito demasiado. Y me pregunto: ¿para qué?, ¿quién será el destinatario de esta servidumbre nocturna y deshabitada a que me someto? Servidumbre...
El día me sorprenderá con la poca sorpresiva mueca de esas otras servidumbres a las que me pliego para poder alimentar a mi hijo, cada día. Y al salir del trabajo paseo las calles de una ciudad en ruinas. Asfixio mis ansias de fumar -esa ansiedad casi sexual- calzándome en la cabeza el plástico de la polución -esa fantasía casi sexual-. Persigo piernas como tijeras que recortan las esquinas, las baldosas y el botín de los mendigos. Piernas jóvenes, tal vez demasiado, lo siento, mi genética animal no entiende de correcciones políticas ni consignas de muro de facebook, me pierden esas piernas Lolita que juegan a la vida pisoteando las de miles de Humbert Humbert tan despreciables como yo mismo. Piernas que me conducen hasta las puertas de uno de esos mercados que no lo son... ya saben: carrefoures, mercadonas, ahorramases, lideles, hipercores y etcéteras. Una vez dentro, tus piernas nínfula driblan como las de un héroe balompédico, y te pierdo por los pasillos. Te pierdo, pero, afortunadamente, recupero la cordura: necesito cayena para el guiso de esta noche.
Paseo corredores de luminotecnia y oferta, a la busca del rincón donde habitan las especias. Hubiese preferido perder el tiempo en busca de esas piernas impúberes que, de seguro, habrán derrochado vértigo para dar con una botella de ginebra exótica, un suponer. Habría mostrado con mayor generosidad mi servilismo. Mejor servir a unas piernas que al dictado loco de la melopea, frente al teclado, en la noche. Pero me pierdo, ya digo, buscando el rincón donde habitan las especias, como si fuese a descubrir esas Indias que alguien quiso alcanzar surcando el globo terráqueo.
Por el camino he sorprendido, en un estante, la sorpresa inútil de los periódicos. Ya nadie los compra, eso lo sabemos, pero quedan bien en estos establecimientos, ayudan a disimular que no sabes moverte en su interior: tomas uno entre las manos, hojeas sus páginas como si vivieses en el pasado y aún soñases con encontrar un empleo bien remunerado entre sus páginas sepia. Pero la hojarasca del periódico que sostengo remueve un titular que asevera: la economía española recupera, gracias al sector servicios, el empleo y PIB perdidos durante la crisis. ¡Pues mira tú qué bien!
Abandono, en su repisa, el periódico. Camino pasillos que ya perdieron tus piernas. Pero encuentro la cayena, y me dirijo hacia la zona donde se ubican las cajas, obediente, servil, dispuesto a pagar. Sí, pasar por caja, en uno de estos establecimientos, sin siquiera haber intentado un mínimo latrocinio, refuerza mi condición servil. En la zona donde se ubican las cajas, tipos modernos y, al contrario que yo, nada serviles, muestran su autosuficiencia sirviéndose ellos mismos la factura de la compra, en máquinas de autopago, con mucha alharaca de bolsillos y tarjetas, con excesivo alarde de sabiduría cibernética. Pasan por caja, como yo. Pero en la suya no hay cajera alguna, y yo me pregunto por la recuperación del sector servicios.
Llego tarde, demasiado, a casa. Por el camino, hablo telefónicamente con un amigo, y le explico que quiero preparar un curry esta noche, y que me faltaba la cayena. Es uno de esos amigos poco dado al servilismo, y me explica que me hago líos, que él va a pedir comida a un nuevo restaurante vegano maravilloso, y que a una aplicación de tu smartphone te permite hacer el pedido, y te lo llevan a casa. De esta forma se ahorra el mal trago de ofender con sus inquietudes a la servidumbre, ya saben: el camarero, el friega platos, el sumiller, el personal de limpieza del restaurante. Servido en casa, y uno mismo haciendo las labores de tanto sometido, sin obligarles a laburar servilmente en sus serviles labores. Yo, nuevamente, me pregunto por la recuperación del sector servicios.
El día me sorprenderá con la poca sorpresiva mueca de esas otras servidumbres a las que me pliego para poder alimentar a mi hijo, cada día. Y al salir del trabajo paseo las calles de una ciudad en ruinas. Asfixio mis ansias de fumar -esa ansiedad casi sexual- calzándome en la cabeza el plástico de la polución -esa fantasía casi sexual-. Persigo piernas como tijeras que recortan las esquinas, las baldosas y el botín de los mendigos. Piernas jóvenes, tal vez demasiado, lo siento, mi genética animal no entiende de correcciones políticas ni consignas de muro de facebook, me pierden esas piernas Lolita que juegan a la vida pisoteando las de miles de Humbert Humbert tan despreciables como yo mismo. Piernas que me conducen hasta las puertas de uno de esos mercados que no lo son... ya saben: carrefoures, mercadonas, ahorramases, lideles, hipercores y etcéteras. Una vez dentro, tus piernas nínfula driblan como las de un héroe balompédico, y te pierdo por los pasillos. Te pierdo, pero, afortunadamente, recupero la cordura: necesito cayena para el guiso de esta noche.
Paseo corredores de luminotecnia y oferta, a la busca del rincón donde habitan las especias. Hubiese preferido perder el tiempo en busca de esas piernas impúberes que, de seguro, habrán derrochado vértigo para dar con una botella de ginebra exótica, un suponer. Habría mostrado con mayor generosidad mi servilismo. Mejor servir a unas piernas que al dictado loco de la melopea, frente al teclado, en la noche. Pero me pierdo, ya digo, buscando el rincón donde habitan las especias, como si fuese a descubrir esas Indias que alguien quiso alcanzar surcando el globo terráqueo.
Por el camino he sorprendido, en un estante, la sorpresa inútil de los periódicos. Ya nadie los compra, eso lo sabemos, pero quedan bien en estos establecimientos, ayudan a disimular que no sabes moverte en su interior: tomas uno entre las manos, hojeas sus páginas como si vivieses en el pasado y aún soñases con encontrar un empleo bien remunerado entre sus páginas sepia. Pero la hojarasca del periódico que sostengo remueve un titular que asevera: la economía española recupera, gracias al sector servicios, el empleo y PIB perdidos durante la crisis. ¡Pues mira tú qué bien!
Abandono, en su repisa, el periódico. Camino pasillos que ya perdieron tus piernas. Pero encuentro la cayena, y me dirijo hacia la zona donde se ubican las cajas, obediente, servil, dispuesto a pagar. Sí, pasar por caja, en uno de estos establecimientos, sin siquiera haber intentado un mínimo latrocinio, refuerza mi condición servil. En la zona donde se ubican las cajas, tipos modernos y, al contrario que yo, nada serviles, muestran su autosuficiencia sirviéndose ellos mismos la factura de la compra, en máquinas de autopago, con mucha alharaca de bolsillos y tarjetas, con excesivo alarde de sabiduría cibernética. Pasan por caja, como yo. Pero en la suya no hay cajera alguna, y yo me pregunto por la recuperación del sector servicios.
Llego tarde, demasiado, a casa. Por el camino, hablo telefónicamente con un amigo, y le explico que quiero preparar un curry esta noche, y que me faltaba la cayena. Es uno de esos amigos poco dado al servilismo, y me explica que me hago líos, que él va a pedir comida a un nuevo restaurante vegano maravilloso, y que a una aplicación de tu smartphone te permite hacer el pedido, y te lo llevan a casa. De esta forma se ahorra el mal trago de ofender con sus inquietudes a la servidumbre, ya saben: el camarero, el friega platos, el sumiller, el personal de limpieza del restaurante. Servido en casa, y uno mismo haciendo las labores de tanto sometido, sin obligarles a laburar servilmente en sus serviles labores. Yo, nuevamente, me pregunto por la recuperación del sector servicios.
Me pregunto qué magia existe en ese crecimiento del empleo vía el sector servicios, y si no seremos nosotros lo que estamos empleados, a coste cero, con máxima ganancia para el empresario. Me pregunto si esto, en el fondo, no supondrá destrucción de empleo. Lo sé, suena a demagogia, y mi amigo me lo certifica explicándome que cuando inauguran una caja de autopago debe haber un empleado que te indique cómo hacer tu compra. No sé, llámenme antiguo, prefiero lo de antes. Llámenme antiguo, aún busco las páginas sepia en los periódicos. Antaño, cuando comía fuera de casa, agradecía hacerlo, justamente, por el servicio. Los platos, salvo que sean deconstrucciones de tortilla de patata que no me atrevo a elaborar por miedo a los químicos y el instrumental quirúrgico, me los puedo preparar yo a menos coste, en mi cocina. Pero, en tal caso, yo sería el camarero y, de vez en cuando, más cuando pasas la vida entre fogones y bayetas, mola que sea otro quien te sirva, y pagarle, gustoso, por su trabajo, por su servilismo infame. Ya ven, uno, al fin, tras una vida entera denunciando la explotación, va a resultar explotador potentado.
El curry no me ha salido mal. Cenamos con el ruido de fondo de tertulianos que defienden o denigran la tan cacareada recuperación económica patria. Sí, esa que vivimos gracias al sector servicios. Después tú vas a la cama y yo digo no me esperes, quiero escribir.
Y aquí me veo, escribiendo sandeces que a nadie importan, y sin saber aún para qué o para quién las escribo. Preguntándome si la recuperación de la economía no se deberá a tantos mentecatos que, como un servidor, pierden su tiempo realizando labores que nadie, ya, está dispuesto a pagar. Porque, al fin y al cabo, somos tan modernos que sabemos hacer de todo, desde cobrar nuestra misma compra en un supermercado, hasta leer o escribir o consumir música en streaming o pedir una camiseta de marca made in bangladesh vía internet o alojarnos en complejos hoteleros todo incluido en que beber hasta el hastío adulterado y tirar comida hasta la saciedad recalentada, pasando por hacer de camareros en nuestro propio domicilio.
Creo que me voy a pasar a los nuevos tiempos. Abajo la servidumbre. Esta noche, el placer, amor, me lo proporciono yo mismo, que lo otro queda demasiado machista y demodé.
Y aquí me veo, escribiendo sandeces que a nadie importan, y sin saber aún para qué o para quién las escribo. Preguntándome si la recuperación de la economía no se deberá a tantos mentecatos que, como un servidor, pierden su tiempo realizando labores que nadie, ya, está dispuesto a pagar. Porque, al fin y al cabo, somos tan modernos que sabemos hacer de todo, desde cobrar nuestra misma compra en un supermercado, hasta leer o escribir o consumir música en streaming o pedir una camiseta de marca made in bangladesh vía internet o alojarnos en complejos hoteleros todo incluido en que beber hasta el hastío adulterado y tirar comida hasta la saciedad recalentada, pasando por hacer de camareros en nuestro propio domicilio.
Creo que me voy a pasar a los nuevos tiempos. Abajo la servidumbre. Esta noche, el placer, amor, me lo proporciono yo mismo, que lo otro queda demasiado machista y demodé.
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