Revuelta en un colegio patrio. Los padres de un puñado de alumnos han llevado a cabo el escrache más doloroso en lo que llevamos de "democracia". Y tal vez no haya ocupado los titulares, este escrache, por no ser poderosa ni famosa su víctima. También, porque se trata de un escrache inverso, en que los que lo llevan a cabo se esconden, en vez de acudir en masa a las puertas del hogar del asediado. Sí, lo sé, eso se llama huelga, pero huelgo utilizar tal término por hallarse ya en desuso. Me explico: en el citado centro escolar recibía clases un niño con "necesidades educativas especiales". Sus compañeros de clase se han declarado en huelga, siguiendo directrices paternas, para lograr que el citado chaval sea expulsado del centro "educativo". Así como lo leen, no me invento nada.
Recuerdo las películas de David Lynch. Recuerdo desear -pero ni poder intentarlo- huir de la martilleante pesadilla de Eraserhead. Recuerdo la ruleta rusa de escalofríos que jugué con Blue Velvet, cada disparo una bala, ora una oreja seccionada en que hacían banquete las hormigas, ora Dennis Hopper aullándonos la bienvenida al mundo de la jodienda. Recuerdo a Marilyn Manson como el personaje más vulgarmente corriente de la desquiciada Lost Highway, y Bowie lamentándose, en los créditos, de lo desquiciado que se encuentra. Recuerdo descubrirme aterrorizado y enfebrecido en lujuria mientras contemplaba el coito de carne y pesadilla que perpetraban Naomi Watts y Laura Elena Harring, en Mulholland Drive. Recuerdo, cómo no, un enano que baila como nadie debería hacerlo, un gigante con el cráneo rapado, un pájaro que aúlla su nombre y una grabadora que registra nuestros miedos, en Twin Peaks. Recuerdo, al fin, los comentarios de amigos y amantes: estás fatal, ¿de verdad te gusta esto? ¡No es normal! Es una tomadura de pelo. Creo que, de haber sabido lo que significaba el término, hubiesen hecho escrache cada vez que yo les invitaba acompañarme al cine. Escrache inverso, claro. Y es que Lynch no era normal. Al menos cuando aún no estaba de moda. Lynch debía ser subnormal, necesitado de "educación especial" o algo por el estilo y, como tal, no debería ser admitido en clase. Pero resulta que permanece en clase, y de profesor, ¡fíjense!, gracias a las loas de más de uno de entre quienes, en sus inicios, denigraron su obra inclasificable y vehemente.
David Lynch, cortesía de "la red" |
Si llevamos a nuestros hijos al colegio, aparte para lograr que no nos arrebaten la franja horaria que dedicamos a ganar la economía que nos permita sostenerlos, es para vivir tranquilos sabiendo que están siendo bien educados. Así que no permitiremos que la corrección política imponga a nuestros descendientes el acompañarse durante tantas horas de un niño subnormal, por ejemplo. Pero resulta que ese niño sólo es un diseño humano desbaratado por la pedrada envidiosa de un dios imperfecto. El niño habitaba el confort afelpado de un útero amante. Nadaba, se zambullía, chapoteaba en los cauces rosa y latido del vientre materno subiéndose, de tanto en tanto, a ramajes de arteria benévola por querer ver de cerca los pajaritos del futuro. Y en esto que la envidia de un dios descreído de su propia creación decidió lanzarle una pedrada para hacerle bajar del árbol, hiriéndole el entendimiento de por vida, dejándole en un limbo de pájaros afónicas, luciérnagas sin luz y escarcha de primavera. Así nació aquel niño defectuoso. Y aunque él, seguro, hubiese preferido permanecer varado en la marea felpa y carmín con que le acariciaba su madre, llegó aquella otra madre más cruel: natura, a imponer sus ciencias y calendarios: el niño descubrió la luz del paritorio, entre llantos, como quien se asoma a un holograma de tinieblas.
Hoy el niño acude a clase junto a otros niños. Pero no puede jugar con ellos. Estos también le lanzan piedras. Los propios padres las han depositado en sus manos para alejar el fantasma del miedo a lo distinto, para asegurar a sus descendientes un futuro normal, lejos del posible contagio de lo raro, lo anormal. El niño subnormal, o sea. Por eso proporcionan piedras a sus hijos. Para que asusten a ese fantasma con forma de niño cuyos juegos no entienden. Porque ese niño no juega normal, o su juego tiene unas normas demasiado libres que aún nadie les ha explicado (ni lo hará) en clase. Y es que lo anómalo asusta, por su cercanía, no vaya a ser que una improbable ósmosis envenene al resto de la sociedad.
A ciertas edades, los niños deben estar ya programados para un futuro de cifras y normas. No pueden seguir jugando en su palacio interior de gorriones y guirnaldas. Por eso hay que expulsar al niño defectuoso, para que no envenene al resto desbaratando su futuro de economías y ganarte el pan con el sudor de tu frente. El niño subnormal, como las criaturas de Lynch, asusta. Tal vez porque, como aquellas, porta en su interior el juego que perdimos cuando decidieron hacernos adultos. Así que mejor expulsarlo de clase, alejarlo de la manada. En el fondo, creo, hacen bien los padres del resto de chavales... que la manada, ya sabemos, hace jauría y asesina cuando huele la sangre fresca.
Antes de resbalar por el terraplén del pesimismo, me acomodo en el sofá, enciendo la tele y me dispongo a visionar de nuevo Rabbits, esa teleserie de Lynch en que los protagonistas tienen cabeza de conejo. Sus orejas, de grandes, recuerdan las de burro que colocaban antaño, en clase, a los niños distintos, para hacer mofa de su natural torpeza, proporcionando así ejemplo al resto de alumnos.
Y perdonen si he llamado subnormal al niño en cuestión. Sé que no es políticamente correcto. Mejor sería decir niño con "necesidades educativas especiales"... y expulsarle del colegio.
Hoy el niño acude a clase junto a otros niños. Pero no puede jugar con ellos. Estos también le lanzan piedras. Los propios padres las han depositado en sus manos para alejar el fantasma del miedo a lo distinto, para asegurar a sus descendientes un futuro normal, lejos del posible contagio de lo raro, lo anormal. El niño subnormal, o sea. Por eso proporcionan piedras a sus hijos. Para que asusten a ese fantasma con forma de niño cuyos juegos no entienden. Porque ese niño no juega normal, o su juego tiene unas normas demasiado libres que aún nadie les ha explicado (ni lo hará) en clase. Y es que lo anómalo asusta, por su cercanía, no vaya a ser que una improbable ósmosis envenene al resto de la sociedad.
A ciertas edades, los niños deben estar ya programados para un futuro de cifras y normas. No pueden seguir jugando en su palacio interior de gorriones y guirnaldas. Por eso hay que expulsar al niño defectuoso, para que no envenene al resto desbaratando su futuro de economías y ganarte el pan con el sudor de tu frente. El niño subnormal, como las criaturas de Lynch, asusta. Tal vez porque, como aquellas, porta en su interior el juego que perdimos cuando decidieron hacernos adultos. Así que mejor expulsarlo de clase, alejarlo de la manada. En el fondo, creo, hacen bien los padres del resto de chavales... que la manada, ya sabemos, hace jauría y asesina cuando huele la sangre fresca.
Antes de resbalar por el terraplén del pesimismo, me acomodo en el sofá, enciendo la tele y me dispongo a visionar de nuevo Rabbits, esa teleserie de Lynch en que los protagonistas tienen cabeza de conejo. Sus orejas, de grandes, recuerdan las de burro que colocaban antaño, en clase, a los niños distintos, para hacer mofa de su natural torpeza, proporcionando así ejemplo al resto de alumnos.
Y perdonen si he llamado subnormal al niño en cuestión. Sé que no es políticamente correcto. Mejor sería decir niño con "necesidades educativas especiales"... y expulsarle del colegio.
No se puede poner un "pero", ni en la forma y tampoco en el contenido. Pensaba en la normalidad y la anormalidad de las personas, donde está la linea y sobre todo esa aplicación directa e indiscutible de que lo normal es lo correcto y lo anormal lo erróneo. Entiendo que todos, absolutamente todos, tenemos algo que aprender del resto, incluidos de los que son diferentes, no hay ni un solo motivo para despreciarlos. Nos sobra altivez soberbia y nos falta humildad y respeto..
ResponderEliminarUn abrazo
Leha