Que el sentimiento religioso es moneda de común intercambio a lo largo y ancho del orbe conocido, es obvio. Desde las feligresías buenistas de los discípulos de Buda, a las catacumbas macho de la fe de Cristo, pasando por la metralla servil de los yihadistas de Allah, y sin olvidar los sectarios equívocos de doncellas que dejan de serlo una vez embestidas por iluminados neoprofetas, la religión devora el mundo cual tsunami falaz o embustero corrimiento de tierras.
En ocasiones me pregunto de dónde nace el sentimiento religioso. O de dónde nos lo nacen, más bien. Tal vez sólo sea una manera de prepararnos para tanto sufrimiento, ya saben: espíritu de sacrificio y toda la prosopopeya adjunta: prepárate, la vida es dura, a nadie le regalan nada, la felicidad no existe, etecé ad nauseam. Por ello: ten fe en algo. Aunque ese algo vista taparrabos censor mientras ejercita contorsionismos de sangre obscena sobre una cruz de madera.
Que la vida iba en serio, uno lo empieza comprender más tarde, acertó el poeta. Pero aún hay quienes entendemos en los versos de arritmia desenfocada de Gil de Biedma el latigazo eléctrico de la vida como dolor sensorial en que se anula todo sentimiento moral o religioso. Y es que el sufrimiento de la vida se reduce a no poder llamarla por su nombre porque otros se empeñan en robarle su apellido. Nada más. El resto, en este caso, no es poesía. Tal vez sea religión.
Leo (y he de releer frotándome los ojos con exageración de viñeta humorística) la "noticia" acaecida hace unos tiempos (sigo escribiendo con retraso) en las que fueron tierras de Al-Andalus. Ya lo vociferaban en cenas de empresa y celebraciones varias aquellos cantamañanas que acurrucaban las noches de no pocos encorbatados ebrios: Sevilla tiene un color especial. Y tanto: resulta que el Juzgado de Primera Instancia número 26 (si no les suena ese número deberían indagar) de la citada ciudad, ha resuelto en auto que un menor de edad debe acudir a clases de catequesis preparatorias de la primera comunión de manera obligatoria. No invento, viene en eso que seguimos (a pesar de todo) llamando prensa.
Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde. Un buen día uno se pregunta por qué el hecho de escribir y publicar libros, artículos, ensayos, cosas, no podría ser labor suficiente para ganar el sustento, como ocurría antaño, cuando eso llamado literatura, tenía su precio de mercado (¿no queríamos, acaso, mercado?) y como tal era valorizaba gracias al consumo más o menos exitoso por parte del público lector. Eran otros tiempos, cierto. También otros valores. Aún no se había inaugurado el reinado del todo vale y vale más si es gratis. Aún se leía. Todavía no se consumía. Porque, recuerden, cada vez que se reconocen en el término consumidor, que quien de seguro se consume es el enfermo terminal. La literatura no. La literatura se lee, y después se aprecia o desprecia, a cada cual su gusto.
Me enredo y sólo venía a decir que olvidé hace tiempo los preceptos religiosos, y denosté el judeocristiano espíritu de sacrificio y sufrimiento. Claro que, ahora lo pienso, no llegué a ser tan rebelde, y así me atreví a tener fe en algo. Por ello aún defiendo como dogma el que cada humano porta un don con el que poder hacer carrera, o sobre el que poder construir hogar y vida, una labor en que laborar, un trabajo con el que alimentarse, sin tener por ello que alimentar más a quien no lo ejercita. Discúlpenme, aún tengo fe en que escribiendo pueda llegar a vivir, sí, porque el que escribe también trabaja, aunque le guste. Por eso aún tengo fe en que el término trabajo, algún día, deje de ser antónimo de vida. Por eso sigo aquí, apurando las últimas gotas de la última botella de güisqui que el bolsillo me permitió adquirir, pegado a un teclado y desangrando mi cuello sobre la pantalla en blanco, al ritmo sinfónico de una cuchillada de luna llena. Y es que la fe, si no se tiene, hay que forzarla. En caso contrario, la cuchillada debería proporcionársela uno mismo. Por dejar de sufrir y evitar más sufrimiento a los allegados, mayormente.
Quiero pensar que, tal vez, la Justicia, al fin, sea ciega, y haya decidido mostrar su invidencia en un Juzgado de Sevilla, obligando a un menor que se considera no creyente a acudir a clases de fe que le restituyan a la vida. La fe, si no se tiene, hay que forzarla, insisto.
Leyendo en profundidad la citada noticia, descubre uno que todo respondía a una cuestión de custodias paternas. La madre del menor obligado por auto judicial a reingresar a la fe católica es no creyente, mientras el padre abraza los brazos extendidos de Cristo (pero sin acompañamiento de clavos, tampoco hay que excederse). Ambos progenitores están separados, y juegan desde hace tiempo a establecer campo de batalla en la mente inocente y pacífica de su vástago. Cuestión de custodias, ya digo. A lo cual me pregunto quién custodia, hoy, la libertad de ejercer el libre raciocinio que nos diferencia (dicen) de los animales, y si no serán los mismos que convierten la literatura en objeto de consumo que debe llevar marca de alta editorial para que merezca pagar por ella. Los mismos, al fin, que deciden con los ojos vendados lo que es o no justo y obligado.
Gracias por leer, aunque sea gratis. ¡Y, amén! Aunque en Sevilla, tal vez, dijesen: ¡y, olé!
En ocasiones me pregunto de dónde nace el sentimiento religioso. O de dónde nos lo nacen, más bien. Tal vez sólo sea una manera de prepararnos para tanto sufrimiento, ya saben: espíritu de sacrificio y toda la prosopopeya adjunta: prepárate, la vida es dura, a nadie le regalan nada, la felicidad no existe, etecé ad nauseam. Por ello: ten fe en algo. Aunque ese algo vista taparrabos censor mientras ejercita contorsionismos de sangre obscena sobre una cruz de madera.
Que la vida iba en serio, uno lo empieza comprender más tarde, acertó el poeta. Pero aún hay quienes entendemos en los versos de arritmia desenfocada de Gil de Biedma el latigazo eléctrico de la vida como dolor sensorial en que se anula todo sentimiento moral o religioso. Y es que el sufrimiento de la vida se reduce a no poder llamarla por su nombre porque otros se empeñan en robarle su apellido. Nada más. El resto, en este caso, no es poesía. Tal vez sea religión.
Leo (y he de releer frotándome los ojos con exageración de viñeta humorística) la "noticia" acaecida hace unos tiempos (sigo escribiendo con retraso) en las que fueron tierras de Al-Andalus. Ya lo vociferaban en cenas de empresa y celebraciones varias aquellos cantamañanas que acurrucaban las noches de no pocos encorbatados ebrios: Sevilla tiene un color especial. Y tanto: resulta que el Juzgado de Primera Instancia número 26 (si no les suena ese número deberían indagar) de la citada ciudad, ha resuelto en auto que un menor de edad debe acudir a clases de catequesis preparatorias de la primera comunión de manera obligatoria. No invento, viene en eso que seguimos (a pesar de todo) llamando prensa.
Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde. Un buen día uno se pregunta por qué el hecho de escribir y publicar libros, artículos, ensayos, cosas, no podría ser labor suficiente para ganar el sustento, como ocurría antaño, cuando eso llamado literatura, tenía su precio de mercado (¿no queríamos, acaso, mercado?) y como tal era valorizaba gracias al consumo más o menos exitoso por parte del público lector. Eran otros tiempos, cierto. También otros valores. Aún no se había inaugurado el reinado del todo vale y vale más si es gratis. Aún se leía. Todavía no se consumía. Porque, recuerden, cada vez que se reconocen en el término consumidor, que quien de seguro se consume es el enfermo terminal. La literatura no. La literatura se lee, y después se aprecia o desprecia, a cada cual su gusto.
Me enredo y sólo venía a decir que olvidé hace tiempo los preceptos religiosos, y denosté el judeocristiano espíritu de sacrificio y sufrimiento. Claro que, ahora lo pienso, no llegué a ser tan rebelde, y así me atreví a tener fe en algo. Por ello aún defiendo como dogma el que cada humano porta un don con el que poder hacer carrera, o sobre el que poder construir hogar y vida, una labor en que laborar, un trabajo con el que alimentarse, sin tener por ello que alimentar más a quien no lo ejercita. Discúlpenme, aún tengo fe en que escribiendo pueda llegar a vivir, sí, porque el que escribe también trabaja, aunque le guste. Por eso aún tengo fe en que el término trabajo, algún día, deje de ser antónimo de vida. Por eso sigo aquí, apurando las últimas gotas de la última botella de güisqui que el bolsillo me permitió adquirir, pegado a un teclado y desangrando mi cuello sobre la pantalla en blanco, al ritmo sinfónico de una cuchillada de luna llena. Y es que la fe, si no se tiene, hay que forzarla. En caso contrario, la cuchillada debería proporcionársela uno mismo. Por dejar de sufrir y evitar más sufrimiento a los allegados, mayormente.
Quiero pensar que, tal vez, la Justicia, al fin, sea ciega, y haya decidido mostrar su invidencia en un Juzgado de Sevilla, obligando a un menor que se considera no creyente a acudir a clases de fe que le restituyan a la vida. La fe, si no se tiene, hay que forzarla, insisto.
Leyendo en profundidad la citada noticia, descubre uno que todo respondía a una cuestión de custodias paternas. La madre del menor obligado por auto judicial a reingresar a la fe católica es no creyente, mientras el padre abraza los brazos extendidos de Cristo (pero sin acompañamiento de clavos, tampoco hay que excederse). Ambos progenitores están separados, y juegan desde hace tiempo a establecer campo de batalla en la mente inocente y pacífica de su vástago. Cuestión de custodias, ya digo. A lo cual me pregunto quién custodia, hoy, la libertad de ejercer el libre raciocinio que nos diferencia (dicen) de los animales, y si no serán los mismos que convierten la literatura en objeto de consumo que debe llevar marca de alta editorial para que merezca pagar por ella. Los mismos, al fin, que deciden con los ojos vendados lo que es o no justo y obligado.
Gracias por leer, aunque sea gratis. ¡Y, amén! Aunque en Sevilla, tal vez, dijesen: ¡y, olé!
La fe, si no se tiene, hay que forzarla, insisto. Pablo Cerezal
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