Llegan las páginas de los periódicos, a mí, como llegaban las espumas de la marea en juvenil revuelta cuando niño, a la orilla de un mar que aún no reconocía como la espantosa frontera voluble que hoy me supone. Quiero decir que el papel herido de tinta de la prensa alcanza mis manos como antaño las alcanzaban ilusiones de oleaje que, al instante, desaparecían dejando sólo un frescor de sal y un aroma de alga ebria. O sea, que la prensa ahora, para un servidor ,se consume al mismo ritmo que se consumen las dioptrías, en una pantalla plana y plena de pixeles y urgencia. Como las olas de la niñez, como el bocadillo de sardinas que anticipaba lo acuático del chapuzón posterior.
Me agrada la metáfora de las noticias como oleaje de la actualidad que trae y lleva los sucesos, las novedades, de una costa a otra de los pensamientos y las opiniones. Tal vez me agrade por lo que tiene más de cierto que de metáfora. Así contemplamos hoy tantos, demasiados, la jauría de datos y fechorías de los diarios, tras la persiana veloz de la computadora. Vienen los hechos enmarcando lo que han de ser los titulares, aquello que antaño ocupaba la primera página del deslavazado volumen que tomábamos entre las manos los domingos por estar al día, mayormente por saber de qué hablar al día siguiente en la oficina y la barra del bar si surgía la inevitable trifulca futbolera. Y después desaparecen, parecen alejarse, tiran fuerte de nosotros, como la resaca del oleaje, pero permanecemos a salvo esperando, quizás, su regreso. Las consecuencias de la noticia, como la rebaba de la marea, sólo son enredaderas de descontentos en foma de algas que, como mucho, nos incomodan el paso. Nada más, el resto es literatura (o lo pretende).
Así tomo consciencia de que aquella marea inversa de inmigrantes a lomo de tablones de madera o caucho viudo de automóvil que mordisqueaba las costas de mi infancia con sus dientes negros de miedo y sus ojos claros de esperanza regresa a pesar del inevitable desastre en que se hunden las costas de nuestra ibérica península. Parece que ni la galopante crisis moral y económica que asola las tierras de Hispania logra retroceder las esperanzas de una vida mejor que tantos desheredados portan, desde hace decenios, en sus genes y su latido. Intentan de nuevo alcanzar las costas de la vieja Europa, abandonando la semilla del nuevo mundo en las tierras de África para que los más avezados de nuestros empresarios corran prestos a comprarlas por un puñado de avena, por ejemplo. Y mueren. Y nadie les llora, qué más da, otro negro muerto, un moro menos...
Tal vez los inmigrantes que se arriesgan aún hoy a traspasar la frontera líquida y salvaje del Estrecho de Gibraltar, sean como las noticias. Llegan con fuerza en el estío vacío de novedades de los periódicos para dar qué hablar y qué comer a los periodistas que no saben qué escribir ante la ausencia de políticos pertrechados de normas, decretos, leyes, latrocinios o estúpidas declaraciones malsonantes. Se repliegan después, al ritmo de la resaca de bronceador y castillo de arena de las familias de clase media, y se esconden de nuevo en la tipografía oscura del sufrimiento. Y finalmente regresan a nuestras costas de olvido y silencio para confundirse con esa orilla hecha de miríadas de granos de arena sin nombre, a perder el suyo, quizás también la vida, para siempre, para todos, salvo para algún diletante aburrido como yo que aún guste de buscar en la red los números de la barbarie, sí, esos que nos indican cuántos civiles murieron en la última guerra olvidada en algún desconocido pedazo de tierra africana, o cúantos lo hicieron intentando atravesar, de nuevo, el Estrecho.
Me agrada la metáfora de las noticias como oleaje de la actualidad que trae y lleva los sucesos, las novedades, de una costa a otra de los pensamientos y las opiniones. Tal vez me agrade por lo que tiene más de cierto que de metáfora. Así contemplamos hoy tantos, demasiados, la jauría de datos y fechorías de los diarios, tras la persiana veloz de la computadora. Vienen los hechos enmarcando lo que han de ser los titulares, aquello que antaño ocupaba la primera página del deslavazado volumen que tomábamos entre las manos los domingos por estar al día, mayormente por saber de qué hablar al día siguiente en la oficina y la barra del bar si surgía la inevitable trifulca futbolera. Y después desaparecen, parecen alejarse, tiran fuerte de nosotros, como la resaca del oleaje, pero permanecemos a salvo esperando, quizás, su regreso. Las consecuencias de la noticia, como la rebaba de la marea, sólo son enredaderas de descontentos en foma de algas que, como mucho, nos incomodan el paso. Nada más, el resto es literatura (o lo pretende).
Así tomo consciencia de que aquella marea inversa de inmigrantes a lomo de tablones de madera o caucho viudo de automóvil que mordisqueaba las costas de mi infancia con sus dientes negros de miedo y sus ojos claros de esperanza regresa a pesar del inevitable desastre en que se hunden las costas de nuestra ibérica península. Parece que ni la galopante crisis moral y económica que asola las tierras de Hispania logra retroceder las esperanzas de una vida mejor que tantos desheredados portan, desde hace decenios, en sus genes y su latido. Intentan de nuevo alcanzar las costas de la vieja Europa, abandonando la semilla del nuevo mundo en las tierras de África para que los más avezados de nuestros empresarios corran prestos a comprarlas por un puñado de avena, por ejemplo. Y mueren. Y nadie les llora, qué más da, otro negro muerto, un moro menos...
Tal vez los inmigrantes que se arriesgan aún hoy a traspasar la frontera líquida y salvaje del Estrecho de Gibraltar, sean como las noticias. Llegan con fuerza en el estío vacío de novedades de los periódicos para dar qué hablar y qué comer a los periodistas que no saben qué escribir ante la ausencia de políticos pertrechados de normas, decretos, leyes, latrocinios o estúpidas declaraciones malsonantes. Se repliegan después, al ritmo de la resaca de bronceador y castillo de arena de las familias de clase media, y se esconden de nuevo en la tipografía oscura del sufrimiento. Y finalmente regresan a nuestras costas de olvido y silencio para confundirse con esa orilla hecha de miríadas de granos de arena sin nombre, a perder el suyo, quizás también la vida, para siempre, para todos, salvo para algún diletante aburrido como yo que aún guste de buscar en la red los números de la barbarie, sí, esos que nos indican cuántos civiles murieron en la última guerra olvidada en algún desconocido pedazo de tierra africana, o cúantos lo hicieron intentando atravesar, de nuevo, el Estrecho.
Siempre es un placer leerte!!!!
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