domingo, 23 de noviembre de 2025

el hemisferio débil

De vez en cuando desempolvo álbumes de fotos, de aquellos en que las instantáneas eran material sensible también para los dedos. Andaba buscando un pasaporte que quedó detenido en su atropellada inauguración de trasiegos urgentes. Lo encontré en un altillo que ni recordaba de estos escasos metros cuadrados que se disfrazan de hogar sabiendo que, en ocasiones, lograron serlo. Un altillo en que habitaban regalos sin fecha de caducidad y un álbum de fotos que tenía olvidado.

El caso es que he asomado mi ojo derecho a esa cerradura que es un álbum de fotos y me he mareado. Tengo fiebre, me he dicho. Después, poco después, he asomado el mismo ojo a la cerradura de otra colección de instantáneas, digital en este caso y como intervenida por Jesucristo en su multiplicación de panes y peces. Sobre todo peces, que es de lo que más hambre tengo siempre. A pesar de las espinas. Una se me quedó atravesada un día en la tráquea y casi me asfixia. En vez de ayudarme del pan para intentar tragarla, decidí trocarla en orquídea. Ya he adoctrinado a las espinas para que esquiven las llagas que el hambre esculpió en mi garganta. 

El hambre. Y el alimento. Y la fiebre. El pescado aglutina aromas de travesía y sabe a refrán recién inventado, al tacto es pétalo jugando a ser labio, embriaga la mirada como una natación detenida y vierte en tus oídos ritmos del salitre que pulió todas sus escamas. De nuevo, me he mareado, mucho más que en la anterior ocasión, como si este pasado digital supusiese más pasado que aquel analógico de sonrisas en Bahía, Suwon, Monnickendam, Sefrou, Gwalior, Estambul o Berlín. También Cochabamba y Aguas Calientes, pretérito futuro en que se adivinaba la vida de peluche que me habría de recomponer los huesos. Al contrario que en Ollantaytambo, donde una sonrisa amarga intentó quebrar alguno de ellos. 

Engaño de los relojes detenidos a esa hora en que todas las sonrisas eran otras. Mujeres que claudicaron ante mi torpeza. Que huyeron en pos de un mejor postor. Y bien hicieron. Mujeres, lolitas ya cuando las miro retratadas en ese álbum que me acabo de inventar. Mecanismos de la fiebre o la melancolía mal diseñada. Porque melancolía de aquellos labios, no. Aunque sí de mi torpe manera de intentar leerlos. La edad te hace más viejo. Algunos dicen que más sabio. No sé, no pongo la mano en el fuego ya por nadie. Menos por quien intente dirigirme el raciocinio sin prestarle oído a mi piel. La piel. Ahí el lenguaje que sigo aprendiendo a pesar de ser consciente de que viene urdido de antaños.

Una ciudad norteña. Al norte de qué. Medianoche y aún gaviotas. Un enclave septentrional se congrega a tus pies mientras desorientas valses cíngaros entre los muslos, acunados por el compás redundante del oleaje, arando idiomas que nunca nadie comprenderá, húmedos vergeles de lo sagrado, sobre el pergamino de arena recién borrado por la mar, a la que los dedos de tus pies extirpan poemas hechos de puntos suspensivos. Una ciudad norteña y la música que no dejas de danzar al son lejano de la tempestad cuando engulle otro Pequod. A esa cerradura se ha asomado, de mis ojos, el derecho. Y me ha dolido. Es mi ojo débil, debo decirlo. Toda mi fisiología es débil en su flanco derecho. Mi pierna derecha es más corta que la contraria. Mi pecho carece de vello en su triste musculatura diestra. La barba es sfumato sin pericia en el perfil derecho de mi rostro. Mi falo aparenta más sanguíneo cuando vierte latidos a la izquierda de mi cuerpo, a pesar de llevar más de medio siglo vistiéndose del revés. Y así le va.

Creo recordar que mi pupila derecha lleva a cuestas mayor carga de dioptrías. Algo parecido a una verruga tatúa sus bajos como una lágrima indocumentada. Escribo con la diestra y aún no he aprendido a sostener con ella lápiz ni bolígrafo. De pluma no hablemos, porque la tinta me recuerda siempre la muerte de un pulpo al que prefiero deglutir sin imaginar su sacrificio. La cuestión es que aún no he aprendido a escribir con la mano derecha, a pesar de ser la que uso, sin emborronarlo todo. En ocasiones he tenido que dedicar libros, y ha sido un suplicio. «¿Pero qué ha escrito este? Si está todo manchado». Intenté suplir el estropicio sonriendo. Pero me salió la comisura diestra de los labios nadando sin destreza alguna hacia arriba, como un pez que solicita eutanasia. Sé que no logré convencer a quien me pedía una dedicatoria. Aunque tampoco entiendo para qué la quería. 

Firmo con la mano derecha también, obvio, y por eso nunca idéntica grafía. Carece de consistencia. Me engaño pensando que puedan llegar a creer, quienes la intenten desentrañar, que es cuestión de personalidad. Dispersa, disfuncional, pero al fin personalidad. Ni una firma igual a la otra, qué desastre. Así me fue, durante años, mientras recorría las cochambrosas dependencias de las oficinas de migración en Bolivia. Que si intenta suplantar identidad y eso es delito, que si ha debido tomar demasiado, que si unos pesitos y aquí no hemos apreciado nada sospechoso. Cómo explicarles a aquellos funcionarios del hambre que sólo se trataba de mi insistencia en rubricar utilizando la extremidad superior de mi flanco deteriorado. Y sí, ya puestos, por qué no decir, como iracundo le espeté a uno de ellos, que también me masturbo con la derecha. Mayormente para comprender que ni eso me sale bien con esta.

Así que abro de nuevo este álbum digital de fotos. Asomo mi ojo derecho a la cerradura y todo se me aparenta velado, como un presagio de presente que rueda hacia un futuro maltrecho. Después, utilizo mi ojo izquierdo y todo se enjuaga de luz, y me invade la calma. Porque las pupilas tienen memoria y no es la de los peces. Al menos en mi caso. Pienso en mi flanco izquierdo y recuerdo que mi pie siniestro resbaló sobre el mármol de un cementerio en Oporto antes de profanar un cuerpo vivo en la ingravidez de lo aún no escrito, coronó un ochomil de escaleras tras un caminar de milagro en mudanza que después haría juego con las cumbres de Sierra Nevada y sostuvo el equilibrio en las aguas del Atlántico a pesar de acribillado por la risa invertebrada de una sirena. Mi mano izquierda, por otra parte, depositó el primer sendero en el rostro recién inaugurado de mi hijo y caminó de puntillas sobre tu pecho contrario. Que cualquier tiempo pasado fue mejor, dicen. Que cuando miras un álbum de fotos puede parecerlo. Que, en mi caso, tal vez sólo sea mejor si asomo a él mi ojo izquierdo.

Acerco la pupila derecha a la cerradura y comprendo que la llave, tal vez, sea el iris de la izquierda. ¿Qué tanto he leído con mi ojo derecho? Novedades y antiguallas. ¿Qué me resta por leer con el izquierdo? Tal vez sólo la vida que cada vez más me anida en este hemisferio que tú supiste recorrer para recordarle que es donde hace nido el corazón. Me asomo a este álbum y recuerdo que incluso le diste sentido a mi perfil derecho descubriéndole el ahora en una cartomancia de inviernos sin frío y veranos frescos, un desentrañarle las entrañas al animal que, en este hemisferio débil, auguraba batallas en que se perdían vidas. Incluso la mía. Daños colaterales. Hasta que tú, como cuadrúpedo mitológico vinieses a inventarlo de nuevo pastando el vello inexistente de mi pecho derecho.

Dice la ciencia que el hemisferio cerebral derecho es responsable de las emociones, la destreza artística, la creatividad y la comunicación no verbal. Todo eso que siempre defendí como raíz de este mi burdo estar en la tierra sin raíz alguna. Al final, va a ser verdad, tan consciente de la debilidad de todo lo que en mi cuerpo queda a la derecha, que soy un impostor, perdóname, hijo. Para no flagelarme demasiado, me digo que las pupilas, cuando tan cercanas a otras que casi las muerden, equivocan el punto de vista logrando abolir derechas e izquierdas. 

Mientras me pregunto qué pupila será la que asomas tú a la cerradura, he decidido que mañana me calzaré un parche, a lo Joyce. Lo haré, como él, para frenar las flaquezas de mi contemplar borroso todo aquello que me ha conformado. Pero al contrario que él, lo colocaré sobre mi ojo derecho. Nueva certificación de que jamás podré escribir un nuevo Ulises. Me quedo con el sueño de aprender a escribir cuando mirando las fotos con el ojo izquierdo. Y ya puestos, con el de aprender a firmar con la mano derecha. Y sí, el termómetro lo constata, tengo fiebre. Pero hoy ceno bacalao en la Rua da Beneficência.