jueves, 22 de mayo de 2025

ladrones de tiempo

He decidido hacer, de la noche en que se disgregan todos los abrazos, timbre para la canción de la soledad y ritmo para el compás del no siempre es así. Melancolía lo llaman. Saudade lo prefiero y elijo. Cesária Évora morna delitos de lágrima y asesinatos de tacto. Me he pertrechado a conciencia: el eco de un caminar y la sombra de una sonrisa sin tintes cuando arrecia el desayuno tras la bacanal. O al contrario, que siempre es el envés del labio. Y unas piernas extendidas hasta el infinito de la inconsciencia. Bunbury me canta bossanovas bastardas y yo aprieto limón entre los dientes para desorientar la gradación de días de celebración ya disfrazados de final en que atarte con todas mis fuerzas.

Vengo de días en que celebrar el ochentaisiete cumpleaños de mi padre. He pecado, padre. Sí, de sentimiento, voracidad y obsesión. No era así aquel mea culpa de colegio de curas, pero en algo me acerco al mentar la flecha que arrastro bien atravesada en el corazón. En ocasiones se me enredan, en su enhiesta longitud, manos, arterias, piernas y una fraudulenta erección. Los dedos y las conexiones neuronales, también. A más, el pasado, el presente que ya no porque lo acabo de nombrar, y los futuros que ahí, a la espera, bien guarecidos en su madriguera. En breve sonrío al personal e imito el saber diferenciar entre el baile triste, el riesgosamente solitario, y ese otro con la dama que aún no me alcanza. Tal vez ebrio, de celebración hablábamos. Por eso prefiero danzar la hembra que me violará contra la última pared del séptimo cielo. 

Caminamos de regreso a casa. Hace días de esto, quien me lee sabe que escribo con retraso. Quien me ha leído sabe que, en ocasiones, me adelanto. Caminamos, digo, de regreso y Munay entre mis dedos. Sus manos. Me pregunta por qué, ante tanta ventisca, se sujetan la cabeza como si fuese sombrero quienes intentan plagiarnos el paso. Miro alrededor, contemplo y comprendo que no tengo respuesta y que, de tenerla, no me gustaría explicarla a su pupila locuaz de celebraciones que recién perdieron la cera. Últimamente me cuesta mucho explicarle cuestiones que para él son intriga y para mí casi ciencia, de tan intrincadas. Me da miedo. Pero ninguno el sentir que mis tres cabellos tigre, aunque canos pero nunca caballo, se desordenen al compás del viento. Ya no. Un 8 y un 7 que dejamos atrás. Días después, el mismo camino de regreso a casa, pero con un 5 y un 3 a las espaldas. 

- Qué mayor, pero qué bien, mis amigos dicen que tienes treintaiocho años. 
- Mira, por poco me quedo en los treintaicinco.
- Ay, papá, perdona, ha sido la abuela quien se ha equivocado poniendo las velas del revés, pero no quería llevarle la contraria.
- Hiciste bien. Yo se la llevé durante años y no me sirvió de nada.
- Lo único que te hace mayor son las canas. 
- Esto es lo que hay... esto es incluso lo que cada día menos tengo. Canas. Ya poco que ocultar y todo que regalarle al viento. Por eso no me sujeto el sombrero. 

Pero mientras caminamos y saltamos descubres que hay aún, también, este precipitado sonajero con que alguien coreografía mis huesos. Escuchas cómo cantan modo Gardel antes de que se cuele, con el paso cambiado, en algún escrito desbocado. Miramos, escuchamos, entendemos al fin, Munay, que salen a pasear, los demás, porque es lo que toca cuando mejor estarían en casa, ya que la tienen, a resguardo de tanto viento.

«It ain't prety, it ain't subtle what happens to the heart», te susurro, hijo, intentando acordonar mi voz de caverna entre las ondas radiofónicas del pasado. Leonard Cohen, aún no te he hablado de él. Llegará, si aguantas el paso y sigues caminando conmigo. El sendero es largo, abrupto y enrevesado, te advierto. Pero tú enredas entre los míos tus dedos aún mordidos del chocolate de todos los cumpleaños, incluso los que no celebramos. Todo llega, te respondo a una de tus preguntas como dardos. Todo llega, hijo, y en ocasiones es mejor que llegue a su tiempo aunque creas que el propio ya ha finalizado.

Caminantes de fin de semana pasean como triatletas las horas de más que les permite el salario. Se sujetan la cabeza como si sombrero presto al vuelo mientras tú me amarras las pupilas y me desordenas este caminar que, de vez en cuando, no sé muy bien cómo emplear. ¿Hacia dónde voy? Hacia dónde vamos me preguntas al comprender que hemos tomado un camino distinto, alejado de los paseantes y circundando por los bloques más agrios de este extrarradio madriles al que pretenden vestir de fiesta los ingenieros del desgaste, aquellos que ingeniaron este adefesio de centro comercial que tanto odiamos. 

Antes, hijo, hasta donde alcanza tu vista, todo era campo. Comprende que diga esto, ya estoy más cerca del abuelo que de ti. Soterraron los terraplenes en que me despellejé las rodillas, jugando, para erigir un centro comercial, el primero de toda la geografía patria, origen del mal, epicentro del hueco. Así que hoy, mejor, lo sorteamos y caminamos más largo. No importa si no llegamos a casa, Munay, cualquier día deja de serlo y así te vas acostumbrando a que en el camino también puede encontrarse hogar. Al fin y al cabo, en casa, también hubo un tiempo en que me despellejé las rodillas. 

Jugar es despellejarse las rodillas para vencer los terraplenes del tiempo. Vivir, al fin. No te entiendo, me dices. 

- El tiempo, Munay, lo único que importa es vencer a quienes nos lo intentan robar. 
- ¿Cómo los hombres grises de Momo
- Así, exactamente, hay que vencerlos. 
- Pero tú también fumas como ellos. 
- Sí, ya te dije que la edad no nos hace mejores, sólo más tontos si no rectificamos a tiempo. 
- Tú no eres tonto. Ni gris, salvo en el cabello.
- Ellos también llevaban sombrero. Yo no, pero debería habérmelo puesto. 
- Sigo sin entenderte. 
- Nada, hijo, bobadas mías. Creo que por no sujetarme el sombrero se me ha volado el cerebro.

Pero no temas. Pronto lo recupero. Ahora déjalo volar, que cuando gorrión, golondrina o gaviota se acerca más al lugar en que mayormente encuentra hogar. Porque sueño y es por eso que no lo estoy. Tenemos que ver una película, me interrumpes. 

Pienso en Léolo.