martes, 26 de septiembre de 2023

de mayor quiero ser poeta social

de pequeño me enseñaron a querer ser mayor,
de mayor quiero aprender a ser pequeño
Enrique Bunbury

Ahora, que se ha acabado el verano y todos regresamos al redil para no sentirnos desubicados, paseo las calles estrechas. No las amplias avenidas. Porque en lo estrecho, la luz es un milagro. Como cuando separas las patas de un cangrejo y te invade, antes de saborearlo, el fulgor de todos los milagros que la sal compuso para tu paladar, arrebatada cual Wagner soñando valquirias mientras otros le soñaban invasiones a sus pentagramas y a los cuerpos que nunca se soñaron desahuciados. Y de pentagramas están hechas las calles estrechas. Y todo es música en ellas. Y los alrededores son mercado en que no deseo comprar.

Porque ya pasó el verano, y la ansiada ansiedad por comentar a familiares y extraños los deambulares de tus pasos por el orbe han quedado muy atrás. Y no han impresionado a nadie. Todo ha sido una competición de kilómetros acomodados, sonrisas de Instagram y dineros malgastados.

Ahora, que se ha acabado el verano, volvemos a recluirnos en nuestro pequeño mundo raro. Y yo sólo sueño con agarrar la mano a mi madre y susurrarle al oído: mamá quiero ser artista. Pero eso, hoy, suena algo así como desangelado. Así que le susurro que, de mayor, quiero ser poeta social. Porque formamos un conglomerado de carne cruda al que alguien debe reprender por seguir erigiéndose en rebaño. Y ser poeta social ayudaría a más de uno a sacudirse el barro. Eso pensamos, los que nos deseamos creer poetas y, además, sociales, cuando, llevados por la angustia existencial soñamos haber encontrado el camino hacia la redención siendo pastores de almas perdidas, como el gimnasta aquel de las barbas y los panes y peces haciendo orgía entre sus labios. 

Y el camino era de espinas, como la corona del mesías. Pero a mí, los panes, sólo tú me los provees, entre fogones y caldos de buena añada. Y los peces: hacia dentro, cuando nadan con maneras de salmón tan feo como mi cuerpo desdoblado en gimnasias que se desearían soviéticas y dignas como el proletariado pero quedan en naufragio.

Así que, finalizado el verano, he decidido que mi mayor deseo es ser poeta social y cantarle versos al deambular esclavo de los parias de la tierra que habrán de erigir sus manos para reclamar su pedazo de pan sin multiplicar, el fin de las ayudas de panes múltiples para los de siempre (esos que llegan de lejos con el cuchillo entre los dientes) y la seguridad del fin de mes numerado con las cifras de un salario falso. Cifras, números a los que cantar para ver si así se multiplican como pescado chapoteando el milagro de la lotería navideña en caudal de sonrisa ante las cámaras que afilan las envidias de los fracasados sin remedio.

La Navidad acecha en esas oficinas de El Corte Inglés en que ya diseñan campanas para otro año que tañe todo lo que a nadie atañe, salvo si es poeta social. Y las uvas se me atragantan, antes incluso de rozarlas con labios que hoy sólo desean esa bala en su recámara que sabe a uva no domesticada y anda presta a invadirme la tráquea.

Ni poeta, ni social, madre, ya ves, y no me reprendas. Pero me sirvo otra copa de vino, porque no cejo en el empeño.


 

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