sábado, 13 de mayo de 2023

cocina, anochece, música, mayo

Eres el Aleluya en que se rompió Jeff Buckley y el sollozo en que se quiebran todos mis anhelos, dejé escrito hace tiempo, poco más de un año, ¿qué es un año? 

Cae la noche soplando velas de todos los cumpleaños pasados, como un Dickens de saldo a las siete y pico de la tarde. La noche cae, claro, en la cocina. Porque afuera es de día. Pero todo se envenena de oscuridad cuando no hay más luz que la de los fogones aullándote el nombre. Porque lo hacen y preguntan ¿dónde estás?, como en aquella vieja canción de Jaime Urrutia. Y no sé por qué pero mis oídos se cansan. La música atrona y decido descansar la audición encendiendo la mirada. Y ya todo es luz y se dibujan ante mí aquellas palabras con que pretendía congregarte hace poco más de un año. Busco a Buckley entre los barrotes breves del celular y me asalta por la espalda y sin aviso y con un estilete por colmillo esta versión en directo de su Aleluya. Porque es suyo, Leonard Cohen le concedió todos los permisos. Y se incinera la cebolla a lo bonzo y pienso que es por eso que lagrimeo. Y se rompe Jeff y pienso que es por eso que mis lacrimales hacen honor a su nombre y le bordan costuras de sal a las líneas de marioneta bajo las que mi mandíbula pretende masticar el recuerdo de tus surcos nasogenianos surcados de plenitud adragonada/adraganada.

Buckley le dedicó ese tema a Cohen, claro, cómo no, pero también a Nina Simone. Apago la pantalla y apago la luz de la cocina y la de la realidad toda. Cierro los ojos y regreso, a tientas, a la música, y tu nombre enciende todas las canciones cuando se revuelve desde las sombras, navaja en ristres, la voz de Nina acuchillando nuevas cebollas, desvistiéndome nuevas rodajas de piel que caen a mis pies para perfeccionar este mapamundi de desperfectos en que me vierto. Nina mastica mi estómago como chicle, desangrando cada sílaba de Wild is the Wind, incluido ese arrumaco hacia dentro que es rotura feroz por la seguridad de haber perdido a lo lejos, despeinado su rostro por el viento/tiempo, al ser amado. Como chicle, he escrito, inconscientemente. ¿O no? Como el chicle que le robó Warren Ellis antes de robarte la mirada para regalarte un solo acorde, solo uno, ¿lo recuerdas? Sí, sé que no olvidas cómo se combó el arco de su violín. Como se comba una habitación oriental que, desesperada, nos espera.


Así que Nina estrangula notas con sus cuerdas vocales como tú estrangulas mis vísceras cuando chicle en lo más hondo de tu pulso y más adentro, hechas solo de guitarra torpe pero tenaz por aprender los arpegios que te acunan el paladar cuando el anclaje, sólo para hacerme pensar que ya querría la Simone. Salvaje es el viento, desorientado y deshonesto, voraz a la inversa es mientras Bowie modula wild is the wind ensanchando una pupila sobre el mantel siempre dispuesto de tu vientre piel de tambor que nadie se atrevió a acariciar como merece su tersura de extrarradio calmo y ciego. Ciega la otra pupila, la de Bowie. Pequeña. Alucinada de luz e incandescencia. Mírate, te susurro. Acaríciate, te imploro. Tus dedos son senderos y tu vientre el Universo.

Universo en expansión cuando el celular dibuja tu nombre con su caligrafía de imbécil y artificial inteligencia que no pasó por el parvulario. Pero yo sí. Y contesto. Y tu voz. Y Nina continúa lamentándose. Y tú ríes y la cocina es pura extravagancia de aromas a comida mal compuesta y a esas piernas que se sueñan las ranas previo al beso principesco de un Quasimodo que sólo se hace bello en el batir palmas y jugos de tus pupilas nada Bowie. Y la cocina es luz, de nuevo, como las mañanas en que el café es maltratado por cucharillas que danzan cual serpientes drogadas al son de la flauta de tus lirios lorquianos.

Tu voz, llevada por el viento salvaje. Tu voz desde otro planeta. Y tu risa y la caricia que se pierde entre mis piernas, loca por soñarlas nudo entre esos muslos que viertes y tiemblas cuando la música, cuando el tiempo, cuando el ahora puede ser siempre si decides amarrarlo entre los dientes. Y bien que lo amarramos. Y bien que nos degustamos la sangre tinta y el vino harapiento.

Después has llegado. Yo aún no. Yo nunca llego, sin ti, a ninguna parte. El tiempo, ya sabes. El tiempo me recuerda que no he hecho aspaviento de efemérides esta tarde en las redes sociales, esta tarde que hace tantas como las que se contienen en los 15 años que han pasado desde que nos dejase Antonio Vega, palmeando melancolías como Curro El Palmo en aquel romance que le escribiese Serrat. ¿Escuchaste alguna vez versión más certera, dolida y sangrante? No. Sí. Bueno, la que de Berrio hace Chencho Fernández, que también recompone a Serrat en algunos extractos de sus Baladas de plata. Pero es que Chencho recompone incluso al mismísimo Lou Reed, como cuando le cantó cantándonos, ¿recuerdas? Hispalis-New York, cosas más raras se han visto, en ocasiones suceden tales milagrosos encuentros, a veces vuelan arrecifes y ponen picas tierra adentro. Pero yo, ahora, aquí, anclado a un séptimo cielo huérfano de helicópteros y pañuelos, solo soy el desencuentro. 

¿Ves, amor? Tu voz me sabe a todas las canciones, también lo dejé escrito hace tiempo. Lo habitas todo pero no te encuentro. Y mis dedos se agrietan y mis labios visten máscara de carnaval veneciano a la hora de la peste. Y me araño los párpados. Y me restriego la piel con una piedra pequeña que solo sirve para que no se cierren las puertas. Y sólo sueño con que se obturen como un diafragma fotográfico y quede intacta una instantánea en que vienen a darnos pasto los caballos mientras nosotros tigres de nosotros mismos y en nosotros mismos encerrados sólo cubiertos de cabellos y melodías y versos y palabras con perfil de beso y besos como jauría de ciervos rotos, torrentes de masa cefalorraquídea embadurnando sus astas cuando ansían las alturas, en plena berrea, y comprenden que más alto que nosotros sólo el cielo.



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