Hay en Lisboa una librería que no aparece en los mapas ni guías con que se guían el tiempo a consumir los turistas del consumo. Que hoy, ahora, ya es lo mismo una ciudad que una prenda made in Bangladesh de un solo uso durante el selfie en un restaurante caro de un país barato. Hoy ya todo se consume, incluidas las ciudades, con todos sus habitantes incluidos y consumidos a sí mismos en ansias de acumular las propinas del turismo. Una ciudad, ya digo, Lisboa, por ejemplo, que tiene librerías para los turistas que no saben leer y bacalao a bras para esos otros que agasajan la paella precocinada. Una ciudad que entre sus calles esconde una librería que no aparece en las guías. Me la quisiste enseñar. Tenías la firme intención, al menos. Pero la perdiste en el interior de un avión que perseguía el sol como deseando salvarle de su ocaso en mareas atlánticas que ya rugían tu nombre.
Uno, ha perdido media vida viajando y más de la mitad de la misma leyendo. En los viajes, siempre, como obedeciendo un decreto ley aún no sancionado, buscaba las librerías escondidas, los recónditos lugares de recogimiento entre párrafos y polvo acumulado. Hasta de Varanasi me traje un volumen de fotografías torpes pero deliciosamente editado. De Berlín un catálogo de ignominias en blanco y negro. De Perú numerosos libros que más parecían fanzines de los que, cuando joven y simpático, robaba en los bares de Malasaña para mejor acunar los excesos del fin de semana. De Marruecos librillos artesanales con poesía en tamazigh y de Estambul un Pamuk que no sé leer porque ni me gusta ni entiendo el turco. De Roma aquel volumen en que William S. Burroughs habla de sus gatos, comprado a saldo, pero también sin comprender por estar traducido al italiano. De París volúmenes de Camus, Baudelaire, Rimbaud y Celan, junto a uno de Henry Miller que, como el resto, poco tenía que ver con la France, pero hacía más evidente el desaire. Hasta de Bolivia, que apenas tiene librerías, me traje al hermano Ferrufino empaquetado, porque sabía que ni él tenía sus propios libros. Media vida viajando, ya digo, y de esta, su mitad o más, leyendo.
Porque leer es viajar, y aunque mis pupilas son ya dos llagas que supuran una ordalía de párrafos viajeros y viajados, llegué a Lisboa por enésima vez buscando una librería que no aparece en las guías y encontré mis lacrimales ordenando tantas lecturas sólo para conjugar los múltiples verbos que esconde tu nombre. ¿Vamos a ir a la librería esa?, te pregunté. Tu lengua pronunció el silencio y acabamos recitándonos versos ebrios como veleros de nuestra propia carne, exhibida sobre unas sábanas que jugaban a mostrador de carnicería vieja y bien trabajada.
¿Qué librería?... y encorvas las corvas y la vida es poesía sin más verso que el de un tropel de nervios acunados en el vaivén de mis músculos isquios mientras reconozco, para conocer por vez primera, París y Clichy, la Place des Vosgues y algún que otro libro robado al paso. La librería esa que me dijiste... y vertebras una danza en que se buscan las letras como barahúnda de prosa por hacer acorralándote la cintura en que se desangra Lorca muslos abajo. Después degollamos la mañana como quien lucha por derrotar un árbol. Y tus dedos teclean mi piel como dios redacta los milagros. Y mi torso hecho de tajos en que puedan pastar tus uñas con el alevoso ánimo de engañarte las pupilas. Floreces y es luz y eres párpado y es diente, y Lisboa se queda huérfana de tus pasos en una librería en que rellenan fichas de volúmenes no vendidos como las medidas y el color de los ojos de Genet en el primer orfanato. Y el machete entre los dientes y la mirada ciega a lo Borges mientras Quique González susurra no sé qué falsedad de amores vencidos. Y mis dedos ensalivados pasándote las páginas del deseo y comprendiendo que eres el libro que nunca llegaré a escribir, pero también el que siempre desearé seguir leyendo. Releer, ya lo dijo Goytisolo. Palabra de dios, te adoramos óyenos, decían los pederastas con alzacuellos de mi infancia de colegio de pago. Palabra de dios.
Hay una librería en Lisboa que no es tan famosa como la Lello de Oporto y que no sale en las guías ni es visitada por los turistas. Nosotros, al final, tampoco la visitamos. Pero yo, que he gastado media vida viajando y, de esta, más de la mitad leyendo, me pregunto cuántos verbos te habitan. Al no dar con respuesta cierta me animo diciéndome que aún me queda otra media vida, aunque sea mentira, para viajar y leer. Otra media vida para desertar de la consumida entre viajes sin norte y lecturas al trote, para viajarte y leerte. Porque la sabiduría que pretendía hallar en los viajes, en los libros, al fin, solo entre tus páginas la comprendo. Y si no es sabiduría, al menos es vida, y es la que amo. El resto, mejor, se lo dejo a los turistas y a los que se regalan páginas para celebrar el día del libro.
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