sábado, 25 de marzo de 2023

desde el epicentro del ruido

Mi memoria conserva todavía el recuerdo de las horas apasionadas 
de nuestra enclaustración amorosa, las imágenes de nuestros abrazos orgíacos, 
animales pero perfectos y bellos en su desmesura.
Salvador Dalí

La realidad grita, ahí afuera, y todo me ensordece mientras Munch serigrafía camisetas que me miran y, sordas, se ríen. A los cuadros no les duele el grito, tan solo la pintura con que alguien aquejado de ruido decidió erigirles rasgos que hoy nos asustan. Piénsalo bien, parece un fantasma, me dice Munay. Yo no le respondo, la sirena de un coche patrulla pone banda sonora a mi desconcierto.

Gritan las calles, grita la gente, gritan los labios borbotón de cebada en las terrazas de los bares que nos hacen sentir libres cada fin de semana. Todo grita a mi alrededor. La ciudad es un único y feroz aullido que me nubla y me obliga a abrir la boca hasta desencajar la mandíbula en un grito sordo que nadie escucha. La sirena del coche patrulla, sin ir más lejos, me pregunto por qué, si hasta donde alcanzo a comprender no hay conductores ciegos, y el mismo coche patrulla tiene luces con que advertir al resto de conductores de su vertiginosa búsqueda del criminal que tal vez sea el partido de fútbol al que no llegan, de seguir patrullando las calles, los agentes de la autoridad.

Gritan las excavadoras que no entienden de días festivos y gritan las vecinas del quinto izquierda con ventanal al abismo. Gritan los niños y hasta grita la hierba del último parque del sábado tarde. Todo me grita y todo es ruido en mis oídos que, de nuevo, se atrincheran en un eco que minimiza el clamor pero me despierta un pitido allá en lo más hondo, donde habita el olvido. De nuevo esta sensación, que no es nueva. De nuevo este hueco de sonido del que decido acusar a un resfriado mal curado, tal vez por no asimilar que solo se trata del fragor que me rodea. El ruido que me grita. La realidad, me guste o no, me grita, me chilla, hace de mis tímpanos cascabeles y me duele. Supongo que mi cuerpo se defiende. Lo hace mal, pero lo intenta. Intenta defenderme de una realidad que vocifera verdades que me niego a aceptar. Por eso juega a inventarme esta mínima sordera. Chakras y cuestiones orientales, me digo, que por algo son más longevos por aquellas tierras, no solo por el condumio escaso y el harapo de gleba.

Pasear la ciudad en sábado tarde inaugurado de primavera tierna y ternuras como precipicios esculpidos en los besos fugaces que solo conocen las frondas de los parques. Pasear la ciudad en deambular de gritos que batallan unos con otros por alcanzar la cota máxima de este himalaya de estridencia en que hemos decidido quedarnos a vivir para no oírnos, para no escucharnos más allá de las pantallas que carecen de dicción y juegan, con su inteligencia artificial, a imaginarnos el temblor de la existencia. Me duelen los oídos, me los habita un ruido sordo y una memoria de saliva que ya no me humedece a mí y en estos instantes habita otros silencios distintos a estos en que yo me incendio. Munay dice cantemos, papá, y damos un nuevo paso, él ciego de lírica, yo sordo de lirismo, hacia ese vórtice al que ansiamos pertenecernos. Mientras, aúlla otro coche patrulla y recuerdo que las sirenas ya no me regalan su humedad, que nunca tuvieron piernas. La ciudad me lo grita y mis oídos prefieren la sordera soñándola consecuencia de un alarido de saliva que ahora no mía.

Cuervos gritan a lo Poe y mis oídos les ofrecen nido en que guarecerse del frío en que arde un campo de espigas pergeñado por Van Gogh, tan parecido a ese ciudadano con que me cruzo hasta que comprendo que lo que le afea la mejilla no es oreja segada sino terrible tumor. La sordera, por mínima que sea, desorienta. Quebrado el sentido del equilibrio tomo más fuerte la mano de Munay, que abre la boca pero no grita, mientras asomo mis dioptrías a un paso de cebra en que Turner ha aposentado el caballete para escarbarle cabellos a lóbregos paisajes que, desde el fondo de un espejo o a través de un catalejo, me observan y reclaman como un garfio a su pellejo. No los paisajes ni las tormentas, no, ya lo dije, el tormento de saliva de las sirenas. Dalí se masturba y, ayudado por Gauguin, humedece muslos impúberes, breves, esteparios y polinesios con el tumor del paseante que comprendí no era Vincent, hace un instante, para traquetear melodías que me desmayan los hombros como poema excavado con los dientes de lo hondo. Fortuna de mantener la mirada, no para enfrentar a nadie sino para afrontar la escapada y caminar más aprisa deseando llegar pronto a casa, por más que no sea hogar, todo lo más redil en que esconderse del aullido ciudadano que ni cesa ni descansa. Por desgracia, ya entre estas cuatro paredes, sigue gritándome la realidad y, jugando al «rescate» con Munay, salto sobre la sordera y grito: ¡casa! 


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