Hay un ay ahí al fondo en lo hondo jondo seminal anal lodoso lloroso y loco como cascabel rotura caderas de isla en verso aceituna antes hembra y siempre por para siempre vértebra de sutura en la cabeza más alta al filo salitre y tinto de la resaca.
Hay un ay y ahí comienza la Poesía (Claudio Ferrufino-Coqueugniot dixit).
Hay cien años atrás que se publicó en Perú la fantasmagoría poética que congregaría todos los fantasmas de la grafía cuando se pretende emoción para quien, con sus pupilas, la amplía. César Vallejo penó sus penas de injusta condena en una cárcel de Lima y dio luz a esa lima que segaría todas los barrotes de la Poesía, hace cien años, octubre de 1922, ¿y quién se acuerda? Sorprende contemplar tanto autodenominado poeta haciendo alarde de haber leído a Joyce reinventando la odisea en su Ulises, este año también centenario de la novela que desgarró, por siempre, la prosa. Poetas hablando de prosa, eprosados y engolados de prosopopeyas a mayor gloria de la prosística de glorioso vertedero de Joyce, ese otro genio. Algunos, los menos, recuerdan que también en 1922 T. S. Eliot publicó La tierra baldía para despiezar pupilas con un desenfreno de imágenes henchidas del plasma que escabulle todas las bridas.
Efemérides al son de los mercados. Que aunque no exista filtro Joyce en Instagram, a la sombra del centenario de su novela inmortal crecen como hongos los traductores bien adoctrinados eyaculando versiones que siempre son la definitiva dependiendo del medio que así lo diga. De Eliot y su vertiginosa floresta lírica, de celebrarla, quiero decir, con sinceridad, poco veo. Será que a él sí se ha admitido que el público no lo entiende, o que no portó rostro pirata, no daba bien en las fotos, tal vez que no entró en los adoctrinamientos académicos a sueldo. Luego, después, allá, allende los mares que tanto surcamos para regalarnos vacaciones caribes entre piernas vomitadas por caderas henchidas de sal, hambre y bajo precio, desestabilizó la imprenta un peruano, de nombre César y de apellido Vallejo, al parir sin epidural, y sin dárselas de moderno, ese Trilce que también cumple ya 100 años y es piedra angular de todos los ismos que después llegaron a hacerse hueco con la sana intención de perdurar.
César Vallejo, cortesía de la red |
Acomete la luna cuna malévola nana ñaña ñaca qué luna sin brevedad en la frasca tinta de tus labios lejanos de silbo y melodía alacrán entre los besos de quien no desea despejar la incógnita de tus versos... o así, en ese plan, desbrozando la gramática y destrozando la aritmética del idioma cuando solo se aborda desde el plano plano del comunicarse sin decir nada o a través de una pantalla (y la realidad, ¿cuándo?). Así lo hizo Vallejo en Trilce, hace ya cien años. Y, después, vinieron los estudiosos que nada estudian o todo lo pierden jugándose la vida y el sueldo a ser Nostradamus reversos intentando descifrar los versos que desbarataron por siempre esas normas que aún nadie le supo edificar a la verdadera Poesía. Late o muere. Y si no lates, tira el libro a la piscina, como Umbral, y apúntate al disparate de eso que otros llaman vida.
Cien años, dulce trino dulce y triste de tu latido, Vallejo, en la sangre que vierto cuando me secciona el papel los dedos entre las páginas de tu Trilce. Cien años y aún el dispendio de labios inconexos y besos que en su verticalidad marchan beodos desbordando los anaqueles, emplumando los calendarios de alas que tal vez quieran (ojalá) aprender a volar y desquiciando a quienes, en la noche, acudimos a ti para mejor desorientarnos: una mano entre tus páginas y en el corazón la que aún quiere soñar.
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