Ya llegó el verano y, con él, una nueva ola de calor que los entrevistados por cadenas televisivas surfean a golpe de aire acondicionado y cerveza fría en terracitas de barrio. Reconforta ver a tanto conciudadano disfrutando de sus merecidas vacaciones estivales. Por mi parte, hace años que no salgo de Madrid, al menos tres años que navego Europa y uno en que aprendo a recorrer, despacio, el universo todo. ¿Contradictorio? No, no crean, carecer de capital para desplazarse y andar sobrado de imaginación tiene sus ventajas.
Me enredo. Quería hablar de vacaciones y calor, de mares adocenados en la calma chicha y oleaginosa de los bronceadores, de aviones que vuelan obligados y de puertas de embarque en que espera Yemanjá, dispuesta como la Virgen del Carmen a florecer entre las mareas del miedo sus labios de infinito hecho humedad. Ellas bendicen a marineros que navegan porque de otra manera no saben hacerlo, también a otros a quienes no queda más remedio, sea por alimentar a la prole pescando jureles de cuerpo desierto como por alimentar a la prole que nació muerta en el epicentro del miedo: Sahel y más allá.
Hoy, en las costas hispanas, la Virgen del Carmen surcará las aguas rodeada de argonautas que, por un día, para rendirle pleitesía, truecan en floridas guirnaldas sus feroces tatuajes de anclas. Igual Yemanjá, y nada me gustaría más que lanzarme a las aguas para lamer su estela de delfín lánguido y voraz. Pero está en Brasil, y ya digo que llevo años sin poder permitirme viaje alguno. Podría venir ella, pero la imagino en el aeropuerto retenida por las autoridades migratorias, que le preguntarían qué se le ha perdido en Madrid. Además, Yemanjá es negra. Así que, rechazadas sus pretensiones, la veo rodeada de maletas con ruedas que no desplazan ningún peso, de viajeros sin gana de viajar más que a un fotograma incierto. Yemanjá en la puerta de embarque del veraneo, arracimando entre sus muslos el ansia por desovar un tsumani que recomponga las mareas y, de paso, la brevedad insomne de mi pecho. Dentro de este, sí: el corazón y la arritmia fresca. Más allá, salitre en los párpados y plegarias que tartamudean. De yapita: soñar con un veraneo en que poder tomar un vuelo hasta Bahía para entregarme a su chapoteo en las mareas negras del exceso. O esperar que a ella le salgan alas. Pero dejaría de ser la oscura diosa de la humedad, y así no.
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