Salgo de la piel que te he zurcido por dentro, laborioso y tenaz, con el desdeñable afán de descoser jirones de cuero nuevo y exótico. Viajo, por poner tierra de por medio y socavar con arena de olvido el acomodo muelle de tu matriz y tu beso. Vago las veredas huecas y los andenes vacíos en busca del labio que sepa pronunciar mi nombre como si fuese el de un recién nacido. Hoy, así, desde la distancia, lejanos tu pulso y tu palabra, te siento costumbre que pretendo desordenar con el zascandileo ágil de mis botas de viaje. Me acerco al Rif.
Vagabundear
las faldas de vegetal mermado y aguacero futuro de la cordillera del Rif, allí
donde sus tobillos agrestes se exponen a la mirada procaz del Sur. Enfrentar el
deambular hospitalario de campesinos y la verbena de juego y carcajada de
chiquillos. Llegas a pensar que es la salida de clase. Los habitantes todos, de
pueblos y aldeas, no sólo los niños, salen de clase para enfrentar el bofetón
del sol y la caricia del ocio.
Senderos
de paseo calmo y abandono sin nostalgia, travesías de la fiebre. El Rif no es
sólo estancia en que se recuestan acunadas por el canturreo del viento
plantaciones de marihuana y enredaderas de indolencia. El Rif puede mostrar, al
caminante, la senda hacia esos sueños que nos habitan con intención de
consumarse. Vagabundear, ya digo, las faldas de calma y tierra roturada de la
cordillera del Rif, allí donde quieren hacerse turbulencia sureña. Sigo un
camino sin norte ni señales de dirección prohibida para mejor olvidar lo
consuetudinario de tus brazos en abandono de orgasmos que hicieron nido en mi
regazo. Caminar en busca de nuevos recorridos por evadir la celda del día a
día. Así Brian Jones, hace años, cuando los Stones que había ayudado a fundar
se le antojaban presidio en que languidecían pentagramas y melodías.
Pensamos,
siempre, que lo exótico existe sólo para salvarnos de la rutina, ya lo sugería
al inicio. No comprendemos que de nosotros depende el colgar el cartel de
exótico a la puerta del primer pueblo aislado que profanan nuestras botas de
caminante extraño, del primer cuerpo que horadan nuestras gimnasias de amante
extranjero. Así se acercó Brian Jones hasta Jajouka, en busca de exotismos que
le ahorrasen la rutina rítmica en que creía amodorrados a sus compañeros de
filas.
Yo
me acerco, hoy, hasta dicho poblado, tras haber abandonado la geometría
desordenada de Alcazarquivir, el Gran Alcázar, Ksar el Kebir: caotizada por el
gremio no sindicado de la migración rural, a años luz del vendaval tallado en salitre
del cercano Larache, me acerco, decía, a Jajouka, para recostar en sus laderas
de polifonía y pastoreo el falso ensueño del exotismo. Junto a mí camina Brian
Jones. Me habla de música, drogas, sexo y abrigos de piel de cabra. Me habla
del éxtasis grandilocuente que provee la música de los Maestros Músicos de
Jajouka y yo escuchó al viento silbando melodías de éxodo y derrota. Cuántos de
los herederos de tan egregia dinastía filarmónica no habrán ya perdido sus
huellas en el camino hacia Ksar el Kebir, en busca del progreso, queriendo
olvidar el hambre atrasada y la ruleta rusa de los días idénticos, sepultar su
rutina en el exótico sarcófago de la gran ciudad.
Brian
Jones llegó a Jajouka, de la mano de Brion Gysin, para perderse en los
pentagramas de ritmo y césped de sus laderas. Olvidó su sitar: fermento de herrumbre
a la sombra de la rutina. Ya cualquiera toca el sitar, incluso George Harrison,
el Beatle iluminado, el sitar viene de lejos, porta hedores de Calcuta y
desperdicios del Ganges en la danza portátil de sus cuerdas, exotismos ya rutinarios
para los viajeros del rock’n’roll, el hábito ha pervertido el sexo insólito del
sitar, así que… marchemos a Jajouka, donde la música es aún pura, honesta, y el
hachís despedaza sus notas para que pierdas el norte de tu cuerpo tumbado a la
sombra de un arbusto merodeado por mordida de cabras y orín de chicuelos.
Mis
pies desordenan un charco de basura en que un chaval escupe su desprecio. Mujeres
de edad irreconocible reprenden al chiquillo y me ofrecen dátiles forzosos. El
viento acaricia un murmullo que semeja música. Música. Seguro. Eso buscaba
Brian Jones. Música inédita, novedosa, temperamental, exótica. Aquí la
encontró, y se vistió la piel de cabra del Dios Pan al ritmo de darbukas,
gimbris, kamanjas que enredaban el aire con su telaraña de polifonías
discordantes.
Lo
exótico, ¿dónde se encuentra? Lejos, se dijo el bueno de Brian Jones. Lejos,
después, hasta su tierra natal, se llevó enlatados los ritos melódicos de los
músicos de Jajouka, desprendiéndoles por siempre de su religiosidad profana al
permitir que fuesen profanados por el consuetudinario oído occidental.
Hoy,
Jajouka me recibe con una lasitud de siesta y una musicalidad de moscardón
veraniego. No encuentro lo exótico en sus callejas, se me antojan iguales a las
de cualquier pueblo de la meseta castellana, y me pregunto dónde la costumbre,
si en tu piel de laguna quieta o en la musculatura de marejada de esa joven
magrebí que me contempla con la incertidumbre agazapada en su mirada. Recuerdo
que Brian Jones no sólo perdió la cordura en estas tierras, también la locura
mirífica en la mirada de Anita Pallenberg, que adoptó desde entonces el regazo
de Keith Richards. Y lo exótico, desde ya, se me antoja costumbre.