You see you don't have to live like a refugee
Tom Petty 
Lisboa derrumbándose hacia la Baixa, remembranzas de caudales venideros y terremotos que ya fueron, mientras nuestros pasos agigantados por el silencio de la nocturnidad en ciernes caminaban avenidas de negocios cerrados y apertura a lo oscuro. Negros, caboverdianos -supondríamos-, senegaleses -tal vez-, hacían piña de falsa rapiña, contabilizando la venta de productos de marca sin marca y CD piratas, ondeando entre los escombros de tan magra siembra la bandera de tibias y calavera de su hambre atrasada. Olía a hachís, ese sí, de verdad, de marca, y Luis, siempre ojo avizor a los extrarradios del comercio, se acercó a un grupo de manteros -magrebíes estos- y, tras vertiginosa transacción, regresó sus pasos al ritmo torpe que marcaban los míos susurrándome al oído: niño, hoy nos fumamos algo grande.
Lisboa derrumbándose y yo desbaratando los relojes mientras apuro un porro de 
elixir marrón casi negro, como los ciudadanos de ninguna parte que se lo
 habían vendido a Luis por tan exiguo precio -para nosotros, Occidente, 
idiocia demócrata y servil empleo, siempre es exiguo el precio-. Se 
imponía una cerveza: azúcares escasos que remodelasen en realismo naïf 
el cubismo de nuestras pupilas. Así, entramos en aquella 
taberna irlandesa. Nuestro entendimiento mermado ya había mermado las 
ganas de encontrar lo autóctono, lo auténtico: nada más genuino en 
aquellos momentos que una pinta de Kilkenny, ya ven.
Hace
 tiempo que no regreso a la capital lusa. Dicen que ha llegado ya, 
también allí, el turismo de masas, y que hoy Lisboa se derrumba hacia la
 Baixa, como entonces, pero en este caso al dictado de la transacción 
monetaria y la pérdida de divisas que implica la popularidad. ¿Hay, 
acaso, divisa mayor que la propia cultura? Me cuentan, amigos y 
colaterales, del magma de Starbucks, McDonalds y variantes
 que está desordenando la rima asonante de las calles de Lisboa. Dicen 
de hordas extranjeras que imponen su abecedario con estruendo de 
desafortunada onomatopeya. Hablan de franquicias y platos de arroz 
caldoso preparados en microondas. Y yo recuerdo. Y me recuerdo; entrando
 en una taberna irlandesa, yo, tan ciudadano del mundo, ignorando 
esputos de vinho verde y manteles de cuadros en las tabernas de la 
Alfama. Cualquier tiempo pasado fue... fue una fotografía con que 
preservar la memoria de lo que nadie ya reconocerá como cierto, mañana, 
en ese futuro inmediato con que hacemos pajaritas de horas perdidas e 
ilusiones rotas.
Así las ilusiones de un tiempo mejor y una vida agradable: rotas, como las patas del gato vagabundo, como los corazones de los amantes... como el corazón de Tom Petty,
 que ha decidido dejarnos hace tan poco que ya es hace demasiado. 
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| Tom Petty, cortesía de "la red" | 
Pero 
aquella noche nuestros corazones brincaban ritmos de la vida por delante, y en la taberna irlandesa se 
ganaba moneda, aplauso y brindis un músico guitarra en ristre que, 
cuando irrumpimos en el local, se marcaba una deliciosa versión de Wish You Were Here.
 La camarera repartía cerveza y sonrisas como quien desconoce la 
traición, y a Luis le traicionó el entendimiento la espuma de sus labios
 cuando pronunciaban outra cerveja después de recordarnos su nombre... por eso de las propinas. El cantautor, al poco, se arrancó con una 
versión de Free Fallin' que nos hizo aplaudir y desbaratar el cristal de su voz con la pedrada de nuestra 
melopea. Nada de fados, tan de la tierra, solamente "¡another one of Tom Petty!". Así exclamábamos, y el cantante, todo sudor y maestría, nos disparó I Won't Back Down. El recital se alargó, el corazón de Tom Petty siguió marcando el ritmo de una noche que acabó demasiado tarde:
averiguamos que el joven músico era belga, trasegamos más cerveza de 
Irlanda, Luis nunca llegó a obtener más que sonrisas por parte de una 
camarera que nos confesó su origen francés, y yo, a la salida, de regreso al hostal, decidí fumarme otro 
porro de hachís magrebí, edificarme un sueño que aún me acompaña y en que tengo la certeza de que Tom Petty 
actuó en Lisboa, una noche ya lejana, y que nosotros fuimos sus únicos 
espectadores.
También, quizás, fuimos los pioneros en 
desbaratar con nuestro turismo primitivo los arcaicos folclores de toda 
una cultura. Ahora no queremos regresar a Lisboa, por miedo a 
encontrarla contaminada de consignas globales. Tampoco queremos ya vivir en Madrid, hacer hogar bajo sus cielos de polución y mentira, pasear sus avenidas de turismo low-cost. Ese Madrid en que, hace siglos, Luis y yo escuchábamos a un todavía desconocido Quique González que, para finalizar su recital decidía versionar a Tom Petty, una noche de vidrios confusos, cuando en el Honky Tonk aún se podía fumar de todo, cuando todavía se fumaba en los bares y la voz del cantante adquiría guturalidad de Ducados mientras los dedos de los músicos equivocaban acordes al enredarse a un tercio de Mahou. "Un cantautor con querencias roqueras... habrá que seguirle la pista". Y ahora a ver quién es capaz de seguírsela, en su fulgurante carrera hacia la gloria, que ya hasta graba en Nashville, tan lejos, bravo por él, sin duda. 
Es ahora, decía, que ni queremos regresar a Lisboa ni deseamos permanecer en Madrid, cuando nos acurrucamos en esta patria que nos construyó Tom Petty con la magia translúcida de su guitarra, con su 
voz de arcángel, con sus arpegios de esperanza y beso adolescente en la calle del domingo que ya casi amanece. Y celebramos que el bardo estadounidense no quedase perdido en algún 
cruce de caminos yanqui, apegado a las raíces, a la propia cultura, como tantos otros músicos cuyas melodías no 
alcanzaron la fama global. 
Tantos años denigrando el turismo y dándomelas de viajero consecuente para descubrir que lo global, ese monstruo, me permite soñar que un día asistí a un concierto de Tom
 Petty. Un día que nunca existió... en 
una ciudad inventada. 
