a
Juan Goytisolo, que habita el presente
La primera vez que entré al parisino café Le Procope, el
camarero, solícito, me mostró la mesa en que escribía Voltaire. Acto seguido se
aventuró a asegurarme que estábamos en el café más antiguo del mundo. Supe,
tiempo después, que la realidad distaba mucho de tal aseveración. Pero las
consignas turísticas son difíciles de eludir hoy en día, y en numerosas
ocasiones, a fuerza de repetirse, logran trocar de leyenda en historia. Sí fue,
Le Procope, el establecimiento que popularizó el consumo de café en el país
galo. Pero el primer local dedicado a dicho consumo abrió sus puertas en la
antigua Constantinopla, allá por 1475, y se llamó Kiva Han. Fraudulentos trucos
del comercio turístico, ya digo, pero también del egocentrismo occidental.
Desde que un pastor de cabras etíope, allá por el siglo IX,
observase el efecto vigorizante que surtió en su rebaño la ingesta de unas
brillantes bayas carmesíes, el café se ha convertido en imprescindible para la
vida diaria de un elevado porcentaje de la población mundial. Así quedo
instaurado en el mundo musulmán el consumo de café. Así se abrieron, ya en el
siglo XV, los primeros locales dedicados a ello. Así se extendieron por las
tierras de Allah, y se popularizaron como imprescindible lugar de reunión de
filósofos, intelectuales, pensadores, políticos, conspiradores y diletantes.
Después, mediado el siglo XVII, el café llegaría a Europa.
Las grandes capitales se verían subyugadas ante los estimulantes efectos de
aquella bebida, y en los locales inaugurados para su consumo se forjaron las
revoluciones, corrientes filosóficas y movimientos artísticos que conformarían
la sociedad actual. En el orbe musulmán, los cafés siguieron proliferando, hasta
convertirse en lugar casi exclusivo de reunión pública, y al albur de su
penetrante aroma la sociedad islámica puso voz al pensamiento de la calle.
Nuestros europeos Le Procope, de Flore, Central, Gijón y Pombo, pueden
considerarse reflejo de los musulmanes Hafa, M’Rabet, Fishawi, Gemmaizeh y
Pierre Loti.
Al-Maqhaa, de café en café por el Mediterráneo musulmán |
Ayer presenté en Madrid mi libro Al- Maqhaa, un largo reportaje que pretende restituir, al menos en
parte, la existencia del café y sus lugares de consumo como otro de los legados
musulmanes que Occidente ha intentado soslayar. Así somos, los avanzados adalides
del progreso. Así nos encerramos, creyendo universalizarnos, al intentar imponer
la creencia de que todo lo que sirve o es útil sólo nosotros lo hemos inventado.
Así somos de provincianos, al fin, cada vez que hablamos de Historia limitando
esta a las estrechas fronteras europeas y estadounidenses. Es que La India no
existió más allá de su época de esclavismo británico y las actuales corrientes
orientadas a banalizar siglos de sabiduría ascética. Es que Centro y Suramérica
sólo comenzaron cuando nuestros ancestros decidieron aniquilar toda huella de
cultura y progreso bajo el yugo retrógrado y fiero de la cruz y el arcabuz. Es
que África y Oriente Medio no son más que amplios territorios baldíos poblados
por ejércitos de vagos, hambrientos y terroristas islámicos que nos impiden
regalarles progresía y riqueza.
Produce hastío pensar en esta actitud imperialista que cada
día acrecienta su maquinaria publicitaria para acrecentarnos el más puro atraso
moral e intelectual. Dan ganas de marcharse lejos. Se ha intentado, en alguna
ocasión. Se seguirá intentando, intuyo. Hay quien lo hizo, y logró convertir su
exilio voluntario en ejemplo de vida, memoria, cultura y verdadera Historia.
En Al-Maqhaa no
ha tenido cabida un café que, desde hace unos días, ha hecho trinchera en mi
memoria, como para combatir el paso del tiempo y su fiel escudero: el olvido.
Hablo del café de France, sito en la célebre plaza de Xmáa-El-Fna, en Marrakech.
Y bien lo hubiese merecido pero, en ocasiones, las restricciones espaciales
obran caprichosas injusticias.
El caso es que el recuerdo ejerce su tiranía voraz para conducirme
de nuevo a Marrakech, a una jornada transcurrida ya hace años, tantos que
comienzo a dudar si no me habrá impuesto, también, su dictadura de mentiras.
La tarde es un espanto de temperatura extrema y mercadeos
mínimos que comienzan a transitar la frontera de sus contrarios. La medina de
Marrakech, a medida que los termómetros se desvisten de cifras, comienzan a
ataviarse con pieles y telas que devuelven frondosidad a sus tenderetes. Según
va cayendo la tarde y el aplastante calor comienza a evadir las calles, estas
se pueblan de mercaderes y paseantes que proporcionan al itinerario un bochorno
más amable, el de la vida en desarrollo.
Callejeo el alboroto decidido a llegar hasta la plaza de
Xemáa-El-Fna, para tomar asiento en el café de France, donde me ha citado Juan
Goytisolo. Aún quedan unas horas para que llegue la del encuentro, pero no
quiero perderme el espectáculo del cambio de guardia que, al atardecer, se
produce en la plaza. Los vendedores de zumos y jugos desmantelan sus puestos
callejeros para dejar paso a los cocineros y camareros que, desde ahora hasta
bien entrada la noche, repartirán viandas, aroma y sonrisa entre su nutrida
clientela. Los pedigüeños y menesterosos escabullen sus monótonos ropajes
anónimos para que, en su lugar, vistan la noche los atuendos maravillados en
color de cuentacuentos, danzarines y encantadores de serpientes. Un cambio de
guardia menos castrense que esos a los que acuden miles de turistas en los
dominios de Occidente. Pero igual de metódico y, qué duda cabe, más alegre.
Ya en la terraza del café de France, el camarero certifica
la pericia de los de su gremio aquí, en Marruecos, tras intuir mi nacionalidad
y hacerme tomar asiento, de inmediato en la “mesa de Juan”. Así lo proclama:
esta es la mesa de Juan, siéntese aquí. Enciendo un cigarro a la espera del
café negro que me ha asegurado llegará en un instante, y pierdo la mirada en
las geometrías inexistentes del crepitar ciudadano.
Vaga mi mente entre la algarabía de voces que pueblan el
café y la plaza. Pierdo la noción del tiempo, no sé cuánto ha pasado cuando veo
a Goytisolo acercarse, con el pausado caminar de la edad y la paciencia. Danza
un mínimo temblor de cejas en su rostro, a modo de saludo y, antes de acercarse
a mi mesa, su mesa, saluda a los parroquianos que ocupan la aledaña. Hablan y
ríen, le invitan a tomar asiento. Pero él me señala con el hombro y todos
exclaman “bienvenido” en un perfecto y sonoro español. Yo contesto “shukran
yazilan” en un prudente y defectuoso árabe. Las horas siguientes serán de
compartir charla pausada pero voraz, y la mirada del poeta no perderá ni por un
instante el brillo de la lucidez más acerada.
Juan Goytisolo, cortesía de "la red" |
Goytisolo
tuvo sus primeros contactos con el Magreb en los banliueus de París, donde se
codeó con las razas del extrarradio y quedó fascinado por su vitalidad
insultante. Queriendo sumergirse aún más en los diccionarios vitales de
aquellos migrantes forzosos, recaló en Tánger, guiado por las recomendaciones
de su amado Jean Genet. Nunca supe por qué no permaneció en aquella ciudad, por
qué siguió periplo hasta Marrakech. Él me explica que se vino hasta aquí, allá por 1985, porque quería aprender dariya, el
dialecto marroquí. En Tánger, debido a su origen hispano, todos los habitantes
acababan dialogando con él en su lengua materna. La lengua que amaba pero que
se le antojaba estrecha para llevar adelante su impresionante proyecto
literario. Estrecha como la mentalidad de aquellos conciudadanos que habitaban
una España sumida aún en la recolecta miserable de 40 años de dictadura y que
él insiste en asegurarme que está ya regresando con renovados bríos, a imponer
encefalograma genérico y plano a los habitantes de nuestro país de origen.
¿Está regresando? No exactamente. Nunca se fue. Por eso él decidió irse lejos,
cuanto más lejos mejor. De lo único que no reniega es de nuestra común lengua
materna, forjada en promiscuidad de dialectos, voces y decires que hoy intentan
condenar al olvido los adalides de la uniformidad y el miedo.
Después
me explica que fue en las calles de Marrakech, y especialmente en su popular
Plaza, sentado en este mismo café, donde comenzó a prestar prestos oído a las
voces de la gente, escuchándolas, replicándolas con timidez inicial,
grabándolas en vetustos cassettes para reproducirlas una y otra vez en la soledad de su hogar, con el ánimo de llegar a
pronunciar algún día un idioma que como tal defiende y que ya domina a la
perfección. Un idioma que es distinto del árabe con que también se pretende
uniformizar al país vecino y que, defiende Goytisolo, será algún día reconocido
como identificativo de todas las naciones que integran el Magreb, junto al
tamazight y el sousía. Así que el disidente por excelencia muestra una y otra
vez, en su tierra de origen o en la de adopción, su amor por la esencia y
orígenes de la comunicación. Confirma, así, que su disidencia es de cualquier
norma que intente fijar un pasado que no fue como nos cuentan. Él comprende que
el presente sólo existe como amalgama de voces pretéritas.
Ya
decía, al inicio, de las ansias imperialistas que anidan en este pensamiento
único que pretenden imponer los más rancios de nuestros conciudadanos, esos que
llamamos los vencedores, esos que se supone escriben la Historia. Pero lo hacen
fijando dicha Historia en el momento que ellos deciden, olvidando pasados en
que la uniformidad era tan sólo un mal sueño, negando un futuro que se debería
erigir sobre lo heterogéneo.
Juan Goytisolo comprendió todo esto mucho antes, cuando la
sociedad española imponía sus legislaciones de terror y silencio, finalizada
aquella traición a los verdaderos signos de identidad que nos habían conformado
y que dio en llamarse Guerra Civil. Una contienda que había barrido todo signo
de inquietud cultural, entre otras muchas cosas, y que aún, a la vista está, no
ha logrado esconderse tras los visillos de la Historia, por mucho que tantos la
disimulen bajo la alfombra cuando llegan las visitas. El caso es que él se
declaró disidente casi a la par que lo hacía escritor, poeta. Disidente de la España
oficial y sus literaturas ídem, disidente de todo lo que hoy pretende
amarrarnos a un presente huérfano de referentes.
Y hoy, aquí, en Marrakech, contemplo maravillado cómo de su garganta brotan
por igual los gritos de los aguadores, las intrincadas narraciones de los
cuentacuentos, el silabeo aflautado que despierta a las serpientes, la
inacabable oferta vociferada por mercaderes y pillos, los ingeniosos
chascarrillos de los ciudadanos... y comprendo que la Historia no la escriben
los vencedores, que el futuro de la lengua no se dicta en libros ni academias,
sino que se habla en las plazas públicas… y en los cafés, especialmente en los
del mundo musulmán en que aún regalan el tiempo, los contertulios, al hablar
pausado y meditabundo. En Occidente, los cafés van desapareciendo como lugar de
encuentro e intercambio de opiniones, y sólo nos acercamos a los que van
quedando con la prisa por marchar al siguiente bar mordiéndonos los talones.
Algún día comprenderán los ciudadanos (ni pizca de fe en las autoridades)
dónde habita la esencial semilla del habla y la literatura (tan despreciada
hoy, tan de saldo), que vienen al fin a ser lo mismo: vida en desarrollo. Y Juan
Goytisolo, aunque ya no esté, seguirá aquí, a la sombra de una temperatura
mortal, en Marrakech, en la Plaza de Xemáa-El-Fna, en el café de France,
moldeando la gloriosa gangrena de la palabra, coloreando las esquinas verbales
que los tiempos anhelan dejar fuera de foco.
Hoy comprendo que las páginas de Al-Maqhaa han quedado por siempre huérfanas de ese café en que Juan
Goytisolo erigió la mayor de sus disidencias, la que le alejó de un presente
cobarde y vacío, ausente de vida. Porque la vida es amalgama de voces que no deberíamos
dar por extinguidas y que son, a pesar de todo, las voces del ahora.
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