De Darwin, lo reconozco, no retengo mucho más que sus singladuras por tierras ignotas. Ignotas en aquellos tiempos, que hoy son pedazos de retales cosidos por la aguja certera del exotismo mal entendido y el viaje peor organizado, a mayor gloria de la vacuidad de los viajantes... que no viajeros. Quiero decir que Darwin cultivó aquella barba de ogro bueno a base de kilómetros y ausencia de Gillette, dilapidadas sus jornadas en la observación de aves, reptiles y homínidos. Luego vino su literatura sobre el origen de las especies que, aún, hoy, demasiados siguen negando en aras del buen gobierno y la indestructible fe monoteísta... curioso: monoteísta, de mono: uno, como mono: antepasado de lo que hoy somos y que niegan dichos poseedores de una fe única. Y es que tener una férrea y única fe es como no probar nunca del segundo plato, por más apetitoso que aparente.
Pero estudió, el barbado naturalista británico, no sólo el origen de las especies amparado en la selección natural que hoy denominamos ley de la selva o mercados financieros, sino también determinados mecanismos con que los animales proceden a amedrentar a sus iguales. Entre ellos: el grito. Sí: el grito, como en el celebérrimo cuadro de Munch que nadie aún parece comprender.
El grito (Edvard Munch, 1893) |
En su momento nadie escuchó la voz de Darwin (hablaba en voz queda, dicen, o le resbalaba por la barba sopa de letras que a nadie apetecía descifrar). Andaban todos vociferándole epitafios para el nuevo viaje que, deseaban, emprendiese por los infiernos del Dante, por ejemplo. Pero parece ser que los científicos del ahora han demostrado que tenía razón, el naturalista del ayer, al defender que ciertos ejemplares de macho antropoide, perdidas sus esperanzas de comandar la manada al hilo de sus razonamientos intelectuales, se dedicaban a berrear, gritar, aullar, para mejor recuperar el trono de macho alfa del que comenzaban a hacerle bajar otros monos menos escandalosos, más inteligentes. La noticia científica a que aludo, por resumir, afirma que los monos que más gritan son los que menos esperma (y de más baja calidad) atesoran en sus testículos. Así que palían su notoria carencia de atributos realmente apreciables (los que aseguran el futuro de la especie) con estentóreos chillidos que tienen como objetivo asustar y revestirles un aura macho y gubernamental de la que carecen.
Pienso en Darwin, en sus barbas de sosegada ribera y su mirar de mono añoso y sabio más por el viejo que era que por el diablo que aseguraban suponía, y enseguida me vienen a la memoria las imágenes de los noticiarios, y esa recua de políticos, gobernantes y criminales (discúlpenme la redundancia) que se golpean, hoy, el pecho, haciendo alarde de las torpes coreografías de cifras mentirosas que sobornan las estadísticas del desempleo, por ejemplo. La manada les aplaude. Ellos aúllan números. La manada se enardece. Torna más manada que nunca. Ellos levantan la voz, gritan. Ninguna inteligencia en su discurso, ¿para qué?, no es necesario, lo importante es aullar cifras, descerrajar disparos de guarismo contra la nuca neandertal de aquellos a quienes las únicas cifras que preocupan son las que ensucian su nómina para advertirles que no podrán llegar ni a mediados de mes con semejantes ingresos... y luego, claro, también, cómo no, a aquellos que nada ingresan más allá del hambre y el vértigo de una vida que se desangra al albur de los relojes o de los senderos de mastín hambriento de las fronteras primermundistas.
Concluye el citado estudio científico que dichos monos aulladores de inepto escroto son los que reúnen a su alrededor harenes de hembras que, emocionadas por su potencia vocal, imaginan idéntica potencia en todos sus órganos. Claro que, los monos, las monas en este caso, no saben que la voz es instrumento de cuerda, mientras que el sexo, puedo asegurarlo, es órgano de fuego que crepita con suavidad de fogata para despertar incendios de aquelarre. Así que gritan los monos las cifras del desempleo en caída libre, y hacen manada o harén de monas que aún no pasaron ese estadio de la evolución que les convertiría en mujeres y, por tanto, seres inteligentes. Así se quedan todos/as: en simios, por más que luego denosten el origen de las especies en la misa de los domingos y la ceremonia de las urnas.
Corren tiempos de vocinglera política y sálvese quien pueda. Corren tiempos de vivir al paredón, que diría Aute. Así que lo mejor, tal vez, sea abandonar la manada, volver al hablar pausado del uno a uno, la caricia inexacta del ya casi te conozco, el orgasmo sostenido en la cuerda floja del agotamiento. Y dar rienda suelta en tu vientre al córcel prudente de una polución profusa para escuchar cómo en tu latido, mujer, toma forma un futuro que, espero, vendrá a reírse de políticos y mercaderes con una carcajada de silencio y un orgasmo de miradas que no necesitan gritar para decirse las verdades.
Andan aún los estudiosos del arte enredados en la telaraña que labrase con su pincel Edvard Munch, intentando averiguar el sentido últmo de su más famoso lienzo: El grito. Yo, hoy, ya lo he dicho, pienso en Darwin, e imagino que tal vez el pintor noruego sólo quiso reclamar para sí la herencia intelectual de un hombre que se sabía tan cerca del mono que eligió, de entre su tremebiunda manada, al que no grita, al que escribe sus pareceres con calma intentando recordarnos que deberíamos haber evolucionado desterrando definitivamente el grito, el alarido, la ofensa, la mentira vociferada que sólo esconde carencias sexuales. Porque una carencia sexual, lo lamento, nunca podrá albergar el origen de las especies. Por eso el hombre de Munch grita en silencio. Como Darwin. Como tantos y tantos que, hoy, son anulados por el vociferante aullido del macho alfa que tiene vacía la bolsa escrotal por tener bien repleta la bolsa mercantil de la cuenta corriente. Sí, además, están rodeados de hembras... pero no de mujeres, conste.
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