"¡Por los clavos de Cristo!" exclamaba mi abuela, cuando pasaban por televisión aquel anuncio de desodorantes en que una aguerrida valkiria hacía desaparecer entre el pelaje procaz de sus pechos las plumas y espumas de una marea que parecía ir a despegar hacia los cielos de una soleada Estepona (queríamos imaginar, por soñar que no quede, que la actriz del anuncio era una de las veraneantes teutonas que trufaban de libérrima impudicia la Costa del Sol). Desaparecía, también, ente la sinfonía húmeda de aquellos pechos, la nota discordante del sudor axilar... que al final se trataba de un anuncio de desodorante, no lo olvidemos. Me preguntaba yo, entonces, qué tendrían los clavos de Cristo que tamaña reverencia imponían a la madre de mi madre. Tal vez sólo reminiscencias de parroquia rural domingos y fiestas de guardar según ordenanza municipal o episcopal que, al fin, entonces (y ya casi ahora, háganme caso), la misma cosa era. Evidente que mi genética había perdido por el camino tamañas reverencias celestiales. Uno era (y continúa siendo), en exceso, primario: nada se me antojaba más celestial que aquellos gérmanicos pechos de la chica del anuncio.
La veneración de mi abuela hacia los dardos de metal que acribillaron las muñecas y tobillos del Cristo, supongo, se ubicaba en una necrofílica pasión por la leyenda que, creo, deberían estudiar los antropólogos para mejor catalogar al hispano de a pie. No se sorprendan, hablo en serio. Sólo debemos acudir a los noticiarios estos días para corroborar lo que expongo: parece que se han hallado, al fin, los huesos de Miguel de Cervantes. ¡Aleluya! Los hay que piensan que es orquestada propaganda electoralista. Otros prefieren pensar que aún anida un ánimo cultural en el animal que anima el ánimo del desgobierno. Yo no sé, dudo de todo, cual Descartes de taberna y, tras tomarme un tercio de Mahou, pienso en García Lorca y deduzco que la necrofilia tiene sus propios tiempos. O tal vez sólo sea cuestión de digestiones. Y me explico: aunque a mí se me atragantase la deglucción, a temprana edad, del Quijote, como se me atragantaban las espinas del gallo que mi madre me preparaba porque hay que comer pescado, no me ocurrió igual con los versos de aquel poeta que se nos perdió en Nueva York antes de hacerlo en la fosa anónima de un sendero rural. Otros, los que ostentan el poder, tal vez anden aún intentando digerirlos. De ahí la espera.
Yo, estos días, por abundar en la necrofilia, sólo pienso en crucificarte a una cruz de sábanas revueltas para mejor devorar tus entrañas hasta que rompa, en el tierno dique de tus huesos, el oleaje sin norte de mi dentadura. Comerte, o sea, y escribir versos caníbales a la luz de una luna que no se atreve a asomar el rostro. Y es que ya he saboreado el rosa teñido de fierro en que fallecen tus piernas, el metal color de lirio en que se momifican tus besos, el trigo enhiesto de aurora al que sucumben tus axilas, amor, muchas veces que hoy son apenas nada. Por eso deseo roer tu piel de queso delicioso hasta llegar al gruyére sorprendido de tu osamenta. Necrofilia hispana, qué le vamos a hacer, los genes no engañan.
Cuentan que Cervantes perdió una mano en la batalla de Lepanto. A nadie parece importarle. Lo único destacable aparenta ser la otra mano, la que le quedó para escribir el Quijote, aunque a tantos se nos atragantase. Esa otra mano, suponemos, es la que han encontrado los científicos que no salvarán el cáncer pero reverdecerán la literaria gloria patria. Por eso hacen bien las autoridades empleando los caudales públicos en limpiar de tierra y edad esos huesos que dieron lustre a la lengua que hoy hablamos. Y yo, al final, va a resultar que no soy distinto de tantos recién inaugurados amantes de la prosa del célebre manco. Así, hoy que no logro encontrar la palabra adecuada, regreso en busca de la lírica perdida al andamiaje mortal de tus huesos, como si fuesen éstos nacimiento de Ganges o alunizaje de Apollo 11. Tal vez lo sean, porque lo que muere en tu cartílago es el fulgor certero de mi orgasmo, la manifestación silenciosa de mi plasma, y pienso acudir en día de elecciones a votar por ti aunque no aparezca tu nombre en lista alguna, ya habrá tiempo, que el español tiende a la necrofilia, ya lo venimos explicando.
Claro que si el dinero empleado en la busca y captura del padre de las letras hispanas lo hubiese sido en dar de comer a la mano que la escribe hoy en día otro gallo nos cantaría. Tal vez así mantuviese yo más ocupadas las mías, y sus dedos brotarían más párrafos, y no pensaría que escribir es más improductivo que amarte. Por eso, puestos a elegir huesos, prefiero los de la mano perdida que es, al fin, esa con que muchos pretendemos seguir delineando palabras que sorprendan al futuro. Porque en Cervantes sería, posiblemente, como en mí, la que se encargaba de alucinar mareas en el cuerpo de la amada, mientras arañaba y roía, con la única intención de disponer a la vista y a la mandíbula, el eterno osario de un beso.
Que la cultura no habita en los huesos del que la escribe. Que habita en sus páginas, y para eso pasa la vida ensuciándolas de belleza, es algo que hoy comprendo, mientras pretendo hallar la palabra en el filo de beso de tu pubis, bien limpio de piel, ya en los huesos. Igual con la religión, que no hace guarida en los clavos que apuntalaron por siempre el negocio del cristianismo. Igual, tal vez, espero que no, con el amor, que no es tratado de hambre salvo cuando te devoro. Que si la mano de escribir no sirve para ganar el sustento, mejor emplearla en violentar tu carne, que eso siempre alimenta.
Así que: bravo por los estudiosos y los que ponen el dinero (ustedes, no lo olviden). Bravo por los huesos de Cervantes y consignémonos, por los clavos de Cristo, ante tamaña proeza. Cervantes aún vive, aunque la mano que en el autor amaba, tal vez, nunca lo sabremos, quedase perdida en los mares de una batalla. Y es que aquellos dedos se humedecieron en la tinta de un temblor o un beso, para poder después inspirar las páginas que a tantos, desde entonces, han ido inspirando. Mis manos, hoy, las dos, arañan tu piel para más pronto llegar al hueso. Luego, llegada la noche, escribirán frases de nada que en nada quedarán... por siempre.
Cuentan que Cervantes perdió una mano en la batalla de Lepanto. A nadie parece importarle. Lo único destacable aparenta ser la otra mano, la que le quedó para escribir el Quijote, aunque a tantos se nos atragantase. Esa otra mano, suponemos, es la que han encontrado los científicos que no salvarán el cáncer pero reverdecerán la literaria gloria patria. Por eso hacen bien las autoridades empleando los caudales públicos en limpiar de tierra y edad esos huesos que dieron lustre a la lengua que hoy hablamos. Y yo, al final, va a resultar que no soy distinto de tantos recién inaugurados amantes de la prosa del célebre manco. Así, hoy que no logro encontrar la palabra adecuada, regreso en busca de la lírica perdida al andamiaje mortal de tus huesos, como si fuesen éstos nacimiento de Ganges o alunizaje de Apollo 11. Tal vez lo sean, porque lo que muere en tu cartílago es el fulgor certero de mi orgasmo, la manifestación silenciosa de mi plasma, y pienso acudir en día de elecciones a votar por ti aunque no aparezca tu nombre en lista alguna, ya habrá tiempo, que el español tiende a la necrofilia, ya lo venimos explicando.
Claro que si el dinero empleado en la busca y captura del padre de las letras hispanas lo hubiese sido en dar de comer a la mano que la escribe hoy en día otro gallo nos cantaría. Tal vez así mantuviese yo más ocupadas las mías, y sus dedos brotarían más párrafos, y no pensaría que escribir es más improductivo que amarte. Por eso, puestos a elegir huesos, prefiero los de la mano perdida que es, al fin, esa con que muchos pretendemos seguir delineando palabras que sorprendan al futuro. Porque en Cervantes sería, posiblemente, como en mí, la que se encargaba de alucinar mareas en el cuerpo de la amada, mientras arañaba y roía, con la única intención de disponer a la vista y a la mandíbula, el eterno osario de un beso.
Que la cultura no habita en los huesos del que la escribe. Que habita en sus páginas, y para eso pasa la vida ensuciándolas de belleza, es algo que hoy comprendo, mientras pretendo hallar la palabra en el filo de beso de tu pubis, bien limpio de piel, ya en los huesos. Igual con la religión, que no hace guarida en los clavos que apuntalaron por siempre el negocio del cristianismo. Igual, tal vez, espero que no, con el amor, que no es tratado de hambre salvo cuando te devoro. Que si la mano de escribir no sirve para ganar el sustento, mejor emplearla en violentar tu carne, que eso siempre alimenta.
Así que: bravo por los estudiosos y los que ponen el dinero (ustedes, no lo olviden). Bravo por los huesos de Cervantes y consignémonos, por los clavos de Cristo, ante tamaña proeza. Cervantes aún vive, aunque la mano que en el autor amaba, tal vez, nunca lo sabremos, quedase perdida en los mares de una batalla. Y es que aquellos dedos se humedecieron en la tinta de un temblor o un beso, para poder después inspirar las páginas que a tantos, desde entonces, han ido inspirando. Mis manos, hoy, las dos, arañan tu piel para más pronto llegar al hueso. Luego, llegada la noche, escribirán frases de nada que en nada quedarán... por siempre.
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