Hace algunos años que tuve la fortuna de horadar con mis ajados zapatos los lustrosos adoquines de Aix-en-Provence, esa memorable urbe francesa en que viera la luz por vez primera ese alquimista del fulgor que fue Paul Cézanne, y por cuyas blancas callejas paseó el eco negro de mi admirada Nina Simone, y la mecanografía tullida de flor y aventura de mi amado Blaise Cendrars.
Una tarde de sobremesa lánguida y pastis mal digerido, pude entregarme a la gloria de perder el rumbo en el gorjeo primaveral de sus calles, sin plan ni objetivo más allá del de soñarme regresando a casa, a una buhardilla desportillada de listones de madera rancia y ebras de tabaco seco, donde me esperaría una vieja Underwood dispuesta a disparar sus teclas de memoria y desengaño contra la diana irregular de un papel de segunda mano (¡cuánto daño hace la literatura!). Evidentemente, la ensoñación quedó en tal, pero por un instante pude gozar de una de sus variaciones, como en esos sueños en que el hilo conductor se pierde para recabar historias aledañas e incomprensibles para la conciencia. A la vuelta de una esquina huérfana de orines, bajo un letrero pulcramente cincelado con la palabra Librairie, refulgía la puerta de pomo niquelado y cristal soñoliento que me dió paso a una suerte de País de las Maravillas que ya hubiese querido para sí la dulce Alicia.
En aquella librería, además de innumerables estantes orondos de gloriosos volúmenes, habitaban dos vitrinas que contenían, con su corazón de tinta expuesto como tras una disección de divinidad, un ejemplar de Las Flores del Mal, primerísima edición, autografiado por su autor para la persona a quien decidió dedicar aquella obra inmortal: Théophile Gautier, y otro, en francés, de la obra de aquel mago de la vida y la palabra que dió en llamarse Henry Miller: Recordar para Recordar, primera edición de Gallimard, 1935.
Contrariando las normas básicas de tan egregio mausoleo, la anciana dependienta espolvoreaba el humo de un amargo cigarro en su atmósfera de papel sin memoria, y las vitrinas, sí, pude comprobarlo, carecían de candado, cierre, pasador o cerrojo que garantizase el buen recaudo de los volúmenes citados. Por vez primera en mi vida me acometió, violenta, la necesidad del hurto premeditado.
Navegamos la vida cual naúfragos de un desastre de salitre y ambición, siempre a la deriva de nuestros deseos insatisfechos. Y no me refiero a lo material, o al menos no sólo a ello. Conocemos personas, amigos, amantes, y deseamos hacerlos nuestros cuando se nos antojan ya inevitables para el buen transcurso de nuestros días, sin reparar en sus sentimientos que, quizás, tal vez, sean bien distintos. Especialmente en el amor, esa peregrina enfermedad. Podríamos acogernos al ideal cristiano del amor altruista y solidario, ése que sólo busca la felicidad del otro. Pero no. De repente entra en nuestra vida, como un torrente brusco de sonrisas, esa mujer que promete, en cada uno de sus gestos, en su caminar de diosa niña, en su dialogar de niña hembra, en su desordenar la atmósfera hembra de nuestras fantasías, el jardín de aquel Edén que relatasen los antiguos escribas. Y, al momento, deseamos agotarla entre nuestros brazos, como haríamos con una copa de vino de esas que, en vez de a la charla y la calma, invitan al silencio crepitante de la actividad carnal.
Nunca podreemos poseer lo que en la mujer (y de la mujer) codiciamos. No es nuestro, y debería bastarnos con la fugacidad de un beso de cordial saludo, la silueta de una metáfora que cante su esplendor, o la contemplación sosegada de su trazo inabarcable. Pero deseando acariciarla, tocarla, tomarla, poseerla, agotarla en nuestra garganta de sed y apetito, desbaratamos la perfección exacta de su belleza.
Soy consciente, muchas veces así lo aseguro, de que la belleza no debe ser patrimonio de nadie, que no hay persona que ostente el derecho de apropiarse su moneda de gloria eterna. Quizás así lo entendía también la anciana librera de Aix-en-Provence, y por ello dejaba aquellas vitrinas abiertas, cual tentaciones bíblicas, para que todo el que lo desease pudiese descansar, entre las manos, el tedio de años y tinta de aquellas memorables obras literarias sin sentir la comezón ebria de la apropiación indebida. Y no le faltaba razón, sólo esa tranquilidad podía permitir que invadiese de cáncer venidero su breve imperio de letras ajadas, con el humo de su cigarro.
Aquella mujer, hoy lo comprendo, cultivaba un comprensivo y benévolo talante que estaba por encima del bien y del mal. Pero, uno, a estas alturas de la vida, se reconoce ya demasiado humano, y en ocasiones no le basta con asomarse a la esquiva mirilla de la magnificencia. Al contrario, me siento impelido a echar la puerta abajo, desordenar la estancia como lo haría un guerrero sediento de venganza, y tomar entre las manos el objeto de mi deseo, besarlo, devorarlo, ensuciarlo con mi caricia de zarpa y ansiedad, horadarlo con mi torpeza de sexo desnutrido, despejar su ecuación de carne y latido, poseer su vertiente de humedad, hacerlo mío... tal vez así, más que seguir viviendo, pueda morir en paz sabiendo que fue mía. La Belleza, quiero decir.
Los libros, obvio, no los robé. Se me habrían caído con estrépito al cruzar la puerta de entrada, como se me caen las lágrimas de las mujeres que amo, cuando pienso que ya son mías. Mi pericia en el bandidaje queda siempre en entredicho.
Cuanta ternura joven Cerezal, eternamente joven en tu palabra y en tus anhelos, verbo caliente y trémulo deslizándose de tu mente al papel. Una vez más me has hecho sonreir y temblar...
ResponderEliminarEnorme como siempre. Un abrazo grande, querido Pablo.
ResponderEliminarA mí me matáis esta noche de lluvia. Una delicia hermano
ResponderEliminarqué maravilla Pablo
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