La prensa globalizada no deja de proporcionar suculentas noticias a todo aquel que guste de perderse en sus recovecos de tipografía digital o en su desastre de titulares de papel y vacío. Y es así que, en un rincón de ésta, me sorprende la información acerca de la denominada Ciudad de los Enanos (y disculpen que utilice mayúsculas al hablar de tales tamaños humanos, no es sarcasmo).
Resulta que en una ignota provincia de la ignota China, de nombre Kumming (para quien guste de viajar desde casa vía Google Maps o similares), se ha dado vida a un sobrecogedor parque temático en que aquellas personas que no eleven su cabeza más de 1,30 metros sobre el nivel del suelo que pisen obtienen vivienda y alimentación (además de convincente salario) a cambio de realizar, para los curiosos turistas que por allí se dejan caer, teatrales representaciones medievales. O sea, que todos los enanos de la China pueden vivir a cambio de disfrazarse de princesas de cuento de hadas, guerreros de armamentística pericia y en este plan. Las viviendas proporcionadas, eso sí, tienen forma de seta, ya que bajo su cielo de esporas es donde el imaginario popular ha situado siempre a duendes y otros seres de mediada estatura.
Hay quien hace pública repulsa de tan vil explotación del ser humano por el simple hecho de haber nacido con una talla inferior a la del común de los mortales. Pueda ser, aunque los visitantes del citado parque temático no lo consideren así y los asalariados del mismo encuentren allí un modo de vida que les permita malgastar la misma sin carencias.
Fue en Madrid, al filo de las afiladas festividades navideñas, que asistí a un despliegue publicitario que me dejó ciertamente turbado. En una de las más sofisticadas zonas de la capital española, un grupo de jóvenes de esos que disfrazan su lozanía tras onerosos logotipos y bajo peinados de alta costura, escuchaban con atención las indicaciones de quien parecía ser su empleador para un trabajo, digamos, curioso. Sobre su previo disfraz de ropa cara, cada uno de los jóvenes debía vestir una aparatosa armadura que semejaba un smartphone con su apelativo comercial bien visible. Los jóvenes coreaban cada una de las proclamas comerciales que el empleador les increpaba como si de los tantos marcados por su equipo de fútbol se tratase. Y algo de fútbol había en el tema. Finalizada la arenga me acerqué a una de esas jóvenes, y pude saber de su boca (cuyo delicioso trazo quedaba destrozado por una dicción cargada de alargadas eses como perdidas en el chicle que no mascaban sus dientes) que el trabajo que se disponían a realizar consistía en anunciar las bondades de un parking privado que, por sólo 5€, permitía a los clientes estacionar su utilitario desde una hora antes hasta una después del futbolístico encuentro de turno.
Lo del disfraz de smartphone no me quedaba claro. La chica tampoco iluminó mis dudas (tan deslumbrada estaba ella por su propia y débil deriva mental). Sólo supe que a ellos (jóvenes trabajadores), la empresa patrocinadora les recompensaría sus horas de trabajo con un teléfono de última generación. Brotaron en mi mente obtusa, como por generación espontánea, viejas y olvidadas proclamas que hablaban de la dignidad del trabajador y cosas por el estilo. Y digo olvidadas porque hace tiempo que un servidor atribuyó al trabajo remunerado su justo lugar en el mundo: las cloacas.
Resulta que los enanos de China tienen una oportunidad de ser empleados a cambio de vestir armaduras medievales y poner en escena coreografías perdidas en las páginas de aquellos cuentos de hadas que nos enredaban las noches a quienes comenzábamos a hallar en la lectura el cruce de caminos perfecto para la imaginación y el sentimiento. Y a nadie gusta. Y muchos denuestan tal abusivo empleo rememorando la sacrosanta dignidad del trabajador. Pienso en la verdadera talla de los enanos chinos, ésa que les hace olvidarse de falsas dignidades e hipócritas elogios y les ayuda a vivir en paz, bajo su seta de ladrillo, saliendo de tanto en tanto para enfrentar con orgullo la mirada de los gigantes que hasta el parque temático acercan a sus retoños para disfrutar las horas de asueto, tras una semana herida por traumáticos horarios laborales que les permitan adquirir una televisión más grande para ver el partido de fútbol, o un automóvil más caro que puedan estacionar en algún parking mientras trasiegan cerveza al albur del fervor futbolero, por ejemplo.
Pienso que, en ocasiones, es grato sentirse pequeño, aunque sólo sea por lo económico, como es el caso de los enanos chinos. Yo, por ejemplo, en el amor (que aunque no siempre se monetiza, sí que es, invariablemente, la gloriosa calderilla que permite alimentar al corazón) no dejo cada día de sentirme pequeño. Y a veces me observo, desde mi ínfima estatura, en la mirada altiva y valiente de una mujer. De ser el amor un trabajo, tal vez, habría perdido mi dignidad, frente a esa hembra que me emplea en sus actividades de saliva y nervio. Pero como aún nadie ha firmado contrato alguno por perecer entre unos brazos hembra, me siento orgulloso de ser un enano con disfraz de caballero andante... a pesar de no disponer de un smartphone con que fotografiar su sueño de ropa ligera y piernas en fuga hacia el deseo.