lo lamento, no hay fotos, google gmail y su p. madre se me rebelan... quedan los textos
Me sorprende, de nuevo, eso que llaman "la prensa", con una noticia, cuanto menos, inquietante. Resulta que una docta pianista enfrenta una posible pena de 7 años y medio de cárcel (ese conglomerado de rejas sin sentido tras las que pululan vidas adocenadas en ausencia de ídem) por realizar su trabajo (sí, he de insistir: el Arte también es un trabajo, ni con veleidades de creadores poetas nos libramos de tal lacra) durante 40 horas semanales (menos de las que deseasen los patrones) y contaminar acústicamente la vida de una sufrida vecina de corredor y aroma a puchero rancio y por favor no me podrías dejar un par de huevos que se me han terminado (más en estos tiempos que corren, cuando más bien desearían descansar eternamente).
La vecina alega sufrir trastornos psíquicos debido al volumen con que la pianista aporrea su instrumento de delicadeza y temblor. Exceso de decibelios en los dedos de la pianista y en la psique maltratada de la sufrida vecina. Horrible es el ruido, cierto, no seré yo quien lo niegue. Afortunados somos de gozar de un sistema judicial que hace honor al origen de su nombre: justicia.
Recién inauguro, de nuevo, las calles de un Madrid abandonado a los rescoldos de la basura rescatada del despido colectivo y la cacofonía ebria de las alcantarillas. Recién he aterrizado en una ciudad sin nombre que, hace tiempo, un día ya lejano, me enseñaron a pronunciar con Z final para reivindicar su gesta de revuelta cultural de recién nacido amoratado. Luces navideñas que esperan el escopetazo inicial que anuncie la apertura de la veda consumista, dejando descalabrado, descerebrado y sin vida inteligente a más de un incauto transeúnte. Y a la vereda satinada de las tiendas de supuesto lujo y los restaurantes de postín, jaurías de ciudadanos abigarrados de celebración inconsciente y brebaje bien dispuesto, brindan y festejan en alta voz y desmesurado griterío incognoscible las bondades que el buen Baco quisiese ofrendarnos hace ya siglos, mundos, vidas. Los perros pasean a sus amos y se escandalizan con esa sensibilidad canina de la que carecen aquellos que se creen con suficiente raciocinio como para convertirlos en "animales de compañía". Venerables ancianas de falda plisada y sonrisa erecta ajustan el volumen del aparatito que les permite escuchar los cariños falsos de sus nietos en busca de aguinaldo. Operarios de la limpieza ciudadana inician la recogida mugrienta de basuras y ramas de árbol suicidadas antes de tiempo, armados de instrumental tecnológico que, por tecnológico, justamente, no se ha terminado de desprender de su caudal de ruido: sí, ahora no se limpia las calles a escoba, se usan herramientas que a no pocos nos recuerdan aquella película de serie Z que anegó en pesadillas nuestros sueños: La Matanza de Texas, creo recordar. Es bueno, eficiente, limpia más rápido, menos operarios barriendo las calles, menos salario desperdiciado entre los desperdicios de aquellos que nos limpian el culo.
Paseo las calles más in de una ciudad en ruinas de miradas y paseos que no saben si van a dar a la mar (que es la muerte, por si alguno no cogió, cuando niño, la metáfora de Manrique). En su asfalto refulge la luz vomitada por las galerías de arte en que han decidido convertir los centros de mercadeo y avaricia en que dicen vendernos la felicidad. La luz no es tan molesta como la polifonía ebria con que los altavoces, desde su interior, vomitan música inerte y ofertas de mucha enjundia. Vibra el enladrillado. Los transeúntes sonríen y miran las ofertas, toman nota mental de los regalos de Reyes con que agasajarán a las personas amadas.
Regresan a casa, supongo, a preparar cenas y viandas en que el tropel de exabruptos de la festividad que nada festeja inundará en decibelios las noches de la capital. La vecina pasará, pasada la medianoche, a invitar una copita de champán y un pedazo de turrón del duro, y el griterío traspasará el umbral de la vivienda ajena entre abrazos y risas que quieren desencajar el enladrillado monótono del edificio y el alicatado grisáceo del cielo. Después chispas, petardos, cohetes, tan hispanos, tan de aquí, vaciando de coherencia las mentes y los burbujeantes vasos de los festejantes. Ruido. Ruido navideño, como el de Semana Santa al paso de los pasos de las doloridas figuras de escayola de un pasado sin memoria, como el de las Fallas levantinas falladas de sobriedad y sueño, como el de las tamborradas aragonesas en que criasen su ausencia de oído Goya, Buñuel, y más de un vecino calificado en otros lares de corto, desnutrido, tal vez deficiente.
Somos un país de ruido y mugre, un espantajo de celebraciones futboleras hasta las mil de la madrugada y mañana no es preciso que vengas a trabajar, que tu jefe celebraba contigo la victoria de "la roja". Somos un lodazal de miedo y voces vacías ante la injusticia que no nos atañe porque no nos zarpa el bolsillo de moneda y relevancia en que pretendemos poner a resguardo nuestros caudales.
¿Y el Arte?, ¿dónde queda? Siempre a la orilla del cierzo remoto que nunca nos revolverá el cabello de los pensamientos y el alma. El Arte es molesto cuando lo es: porque hace ruido, porque es molesto, porque no se adapta a la caliginosa floritura de oquedad de unas vidas que pretendemos rellenar de confetti y fiesta. Celebremos pues, y la pianista... ¡que cumpla condena por arañar con las cuerdas de su piano inútil la costosa tapicería del sueño de su vecina!
Recién inauguro, de nuevo, las calles de un Madrid abandonado a los rescoldos de la basura rescatada del despido colectivo y la cacofonía ebria de las alcantarillas. Recién he aterrizado en una ciudad sin nombre que, hace tiempo, un día ya lejano, me enseñaron a pronunciar con Z final para reivindicar su gesta de revuelta cultural de recién nacido amoratado. Luces navideñas que esperan el escopetazo inicial que anuncie la apertura de la veda consumista, dejando descalabrado, descerebrado y sin vida inteligente a más de un incauto transeúnte. Y a la vereda satinada de las tiendas de supuesto lujo y los restaurantes de postín, jaurías de ciudadanos abigarrados de celebración inconsciente y brebaje bien dispuesto, brindan y festejan en alta voz y desmesurado griterío incognoscible las bondades que el buen Baco quisiese ofrendarnos hace ya siglos, mundos, vidas. Los perros pasean a sus amos y se escandalizan con esa sensibilidad canina de la que carecen aquellos que se creen con suficiente raciocinio como para convertirlos en "animales de compañía". Venerables ancianas de falda plisada y sonrisa erecta ajustan el volumen del aparatito que les permite escuchar los cariños falsos de sus nietos en busca de aguinaldo. Operarios de la limpieza ciudadana inician la recogida mugrienta de basuras y ramas de árbol suicidadas antes de tiempo, armados de instrumental tecnológico que, por tecnológico, justamente, no se ha terminado de desprender de su caudal de ruido: sí, ahora no se limpia las calles a escoba, se usan herramientas que a no pocos nos recuerdan aquella película de serie Z que anegó en pesadillas nuestros sueños: La Matanza de Texas, creo recordar. Es bueno, eficiente, limpia más rápido, menos operarios barriendo las calles, menos salario desperdiciado entre los desperdicios de aquellos que nos limpian el culo.
Paseo las calles más in de una ciudad en ruinas de miradas y paseos que no saben si van a dar a la mar (que es la muerte, por si alguno no cogió, cuando niño, la metáfora de Manrique). En su asfalto refulge la luz vomitada por las galerías de arte en que han decidido convertir los centros de mercadeo y avaricia en que dicen vendernos la felicidad. La luz no es tan molesta como la polifonía ebria con que los altavoces, desde su interior, vomitan música inerte y ofertas de mucha enjundia. Vibra el enladrillado. Los transeúntes sonríen y miran las ofertas, toman nota mental de los regalos de Reyes con que agasajarán a las personas amadas.
Regresan a casa, supongo, a preparar cenas y viandas en que el tropel de exabruptos de la festividad que nada festeja inundará en decibelios las noches de la capital. La vecina pasará, pasada la medianoche, a invitar una copita de champán y un pedazo de turrón del duro, y el griterío traspasará el umbral de la vivienda ajena entre abrazos y risas que quieren desencajar el enladrillado monótono del edificio y el alicatado grisáceo del cielo. Después chispas, petardos, cohetes, tan hispanos, tan de aquí, vaciando de coherencia las mentes y los burbujeantes vasos de los festejantes. Ruido. Ruido navideño, como el de Semana Santa al paso de los pasos de las doloridas figuras de escayola de un pasado sin memoria, como el de las Fallas levantinas falladas de sobriedad y sueño, como el de las tamborradas aragonesas en que criasen su ausencia de oído Goya, Buñuel, y más de un vecino calificado en otros lares de corto, desnutrido, tal vez deficiente.
Somos un país de ruido y mugre, un espantajo de celebraciones futboleras hasta las mil de la madrugada y mañana no es preciso que vengas a trabajar, que tu jefe celebraba contigo la victoria de "la roja". Somos un lodazal de miedo y voces vacías ante la injusticia que no nos atañe porque no nos zarpa el bolsillo de moneda y relevancia en que pretendemos poner a resguardo nuestros caudales.
¿Y el Arte?, ¿dónde queda? Siempre a la orilla del cierzo remoto que nunca nos revolverá el cabello de los pensamientos y el alma. El Arte es molesto cuando lo es: porque hace ruido, porque es molesto, porque no se adapta a la caliginosa floritura de oquedad de unas vidas que pretendemos rellenar de confetti y fiesta. Celebremos pues, y la pianista... ¡que cumpla condena por arañar con las cuerdas de su piano inútil la costosa tapicería del sueño de su vecina!