jueves, 21 de noviembre de 2013

el Arte mata


lo lamento, no hay fotos, google gmail y su p. madre se me rebelan... quedan los textos

Me sorprende, de nuevo, eso que llaman "la prensa", con una noticia, cuanto menos, inquietante. Resulta que una docta pianista enfrenta una posible pena de 7 años y medio de cárcel (ese conglomerado de rejas sin sentido tras las que pululan vidas adocenadas en ausencia de ídem) por realizar su trabajo (sí, he de insistir: el Arte también es un trabajo, ni con veleidades de creadores poetas nos libramos de tal lacra) durante 40 horas semanales (menos de las que deseasen los patrones) y contaminar acústicamente la vida de una sufrida vecina de corredor y aroma a puchero rancio y por favor no me podrías dejar un par de huevos que se me han terminado (más en estos tiempos que corren, cuando más bien desearían descansar eternamente).

La vecina alega sufrir trastornos psíquicos debido al volumen con que la pianista aporrea su instrumento de delicadeza y temblor. Exceso de decibelios en los dedos de la pianista y en la psique maltratada de la sufrida vecina. Horrible es el ruido, cierto, no seré yo quien lo niegue. Afortunados somos de gozar de un sistema judicial que hace honor al origen de su nombre: justicia.

Recién inauguro, de nuevo, las calles de un Madrid abandonado a los rescoldos de la basura rescatada del despido colectivo y la cacofonía ebria de las alcantarillas. Recién he aterrizado en una ciudad sin nombre que, hace tiempo, un día ya lejano, me enseñaron a pronunciar con Z final para reivindicar su gesta de revuelta cultural de recién nacido amoratado. Luces navideñas que esperan el escopetazo inicial que anuncie la apertura de la veda consumista, dejando descalabrado, descerebrado y sin vida inteligente a más de un incauto transeúnte. Y a la vereda satinada de las tiendas de supuesto lujo y los restaurantes de postín, jaurías de ciudadanos abigarrados de celebración inconsciente y brebaje bien dispuesto, brindan y festejan en alta voz y desmesurado griterío incognoscible las bondades que el buen Baco quisiese ofrendarnos hace ya siglos, mundos, vidas. Los perros pasean a sus amos y se escandalizan con esa sensibilidad canina de la que carecen aquellos que se creen con suficiente raciocinio como para convertirlos en "animales de compañía". Venerables ancianas de falda plisada y sonrisa erecta ajustan el volumen del aparatito que les permite escuchar los cariños falsos de sus nietos en busca de aguinaldo. Operarios de la limpieza ciudadana inician la recogida mugrienta de basuras y ramas de árbol suicidadas antes de tiempo, armados de instrumental tecnológico que, por tecnológico, justamente, no se ha terminado de desprender de su caudal de ruido: sí, ahora no se limpia las calles a escoba, se usan herramientas que a no pocos nos recuerdan aquella película de serie Z que anegó en pesadillas nuestros sueños: La Matanza de Texas, creo recordar. Es bueno, eficiente, limpia más rápido, menos operarios barriendo las calles, menos salario desperdiciado entre los desperdicios de aquellos que nos limpian el culo.

Paseo las calles más in de una ciudad en ruinas de miradas y paseos que no saben si van a dar a la mar (que es la muerte, por si alguno no cogió, cuando niño, la metáfora de Manrique). En su asfalto refulge la luz vomitada por las galerías de arte en que han decidido convertir los centros de mercadeo y avaricia en que dicen vendernos la felicidad. La luz no es tan molesta como la polifonía ebria con que los altavoces, desde su interior, vomitan música inerte y ofertas de mucha enjundia. Vibra el enladrillado. Los transeúntes sonríen y miran las ofertas, toman nota mental de los regalos de Reyes con que agasajarán a las personas amadas.

Regresan a casa, supongo, a preparar cenas y viandas en que el tropel de exabruptos de la festividad que nada festeja inundará en decibelios las noches de la capital. La vecina pasará, pasada la medianoche, a invitar una copita de champán y un pedazo de turrón del duro, y el griterío traspasará el umbral de la vivienda ajena entre abrazos y risas que quieren desencajar el enladrillado monótono del edificio y el alicatado grisáceo del cielo. Después chispas, petardos, cohetes, tan hispanos, tan de aquí, vaciando de coherencia las mentes y los burbujeantes vasos de los festejantes. Ruido. Ruido navideño, como el de Semana Santa al paso de los pasos de las doloridas figuras de escayola de un pasado sin memoria, como el de las Fallas levantinas falladas de sobriedad y sueño, como el de las tamborradas aragonesas en que criasen su ausencia de oído Goya, Buñuel, y más de un vecino calificado en otros lares de corto, desnutrido, tal vez deficiente.

Somos un país de ruido y mugre, un espantajo de celebraciones futboleras hasta las mil de la madrugada y mañana no es preciso que vengas a trabajar, que tu jefe celebraba contigo la victoria de "la roja". Somos un lodazal de miedo y voces vacías ante la injusticia que no nos atañe porque no nos zarpa el bolsillo de moneda y relevancia en que pretendemos poner a resguardo nuestros caudales.

¿Y el Arte?, ¿dónde queda? Siempre a la orilla del cierzo remoto que nunca nos revolverá el cabello de los pensamientos y el alma. El Arte es molesto cuando lo es: porque hace ruido, porque es molesto, porque no se adapta a la caliginosa floritura de oquedad de unas vidas que pretendemos rellenar de confetti y fiesta. Celebremos pues, y la pianista... ¡que cumpla condena por arañar con las cuerdas de su piano inútil la costosa tapicería del sueño de su vecina!

martes, 12 de noviembre de 2013

tenían nombre

Conversábamos, de jóvenes, al albur del flirteo y la desmedida gana de sexo que disfrazábamos de curiosidad, sobre el origen de nuestros nombres. Quiero decir que pretendíamos, al desbrozar el esbozo imbécil de nuestros labios, alabar las bondades etimológicas de nombres como Inma, Esther, Nuria o María. Nuestras posibles presas, o sea. Y alabábamos a los padres de Esther el buen gusto judaico al bautizar el nacimiento de su pequeña hija con apelativo biblíco que siempre despertaba en nosotros, jóvenes embriones de moderada acracia, unos deseos más antiguos que el del más anciano escriba que tallase los textos bíblicos. O soñábamos con que María tornase por un breve instante la Magdala de el nuevo Testamento, agasajando el martirio inocente de su predecesora.

Nos tildaban, progenitores, profesores, confesores y ancianos de paseo calma y obra reconducida, de inconscientes, majaderos o, simplemente, demasiado jóvenes. Pueda ser. Al fin y al cabo, aún, a pesar de los veleros de arruga y cansancio que surcan mi rostro, proclamo sentirme, aún, incluso, joven.

Que vivimos tiempos convulsos, extraños, ya comienzo a cansarme de decirlo, más incluso que mis escasos lectores. Pero así es, y a la trifulca vacía de la paraplejía revolucionaria en que estallan las redes sociales, siguen las líneas vacías de la Historia que nadie desea leer. Porque leer, permítanme recordarlo, es tomar partido, posición, ocupar el lugar de la acción... aunque sólo sea mentalmente. Por desgracia, sin poder tomar más partido que este puñado de palabras como dagas que a nadie van a asesinar, leo acerca de un artista ruso que ha decidido pasar a la acción y tornar en sórdida protesta la indignación general que generalmente se escabulle de la noticia y se esconde en el plato de sopa fría de la cena del oprimido. Por resumir: el supuesto artista apareció desnudo en mitad de la Plaza Roja de Moscú, ataviado sólo con un martillo y un afilado y descomunal clavo que (disculpen los sensibles) atravesó sus testículos hasta, ayudado por la fuerza motriz que sus brazos imprimieron al citado martillo, dejarlos adheridos a los adoquines de la monumental e histórica glorieta. Luego, tras hora y media contemplando su desvanecido miembro viril y el contenedor de sus esencias magullados y clavados al pavimento, aseguró ser metáfora de la inoperancia moscovita ante los desmanes del Gobierno. Clavó sus testículos al memorable pavimento.

Creo que al citado personaje le espera, a la salida del hospital en que intentan remendarle su descosido de rabia y sexo mutilado, un oscuro y sórdido psiquiátrico. 

Al contrario que a un ciudadano español que, menos espectacular y, quizás, más práctico, ha decidido enfrentar los desmanes de can feroz y asesino del actual Gobierno hispano iniciando una huelga de hambre de la que (tiempos modernos) nadie desea hablar. Perdón, algunos sí: el puñado de humanos que ha decido deshumanizar su cuerpo al ritmo de las reivindicaciones del joven español, en pleno centro mediático madrileño, Puerta del Sol, que inició su paseo hacia el hambre ausente de romanticismo pero cargado de barroco desprecio al desprecio que los gobernantes otorgan a todos aquellos que les mantienen bien alimentados. Ahora no está solo pero, a punto de cumplir el mes desde que dió inicio a su (sí, digámoslo) heroica gesta, acabará, de seguro, en uno de los pocos hospitales que aún deciden seguir velando por los ciudadanos en virtud de su condición de tales en vez de en lo abultado de su talonario.

Un artista ruso que visitará el psiquiátrico. Un estudiante español que escupirá su postrera bilis de hambre y rabia a las puertas de un hospital público. Y, mientras, nosotros, los adalides del exabrupto enmascarado y la queja de barra de bar de extrarradio, ni siquiera podremos asomarnos a la acequia sucia de sus vidas porque la prensa oficial (que es toda) ha logrado ya extirparlos, antes de tiempo, del árbol necio y podrido de la Historia. 

Quedan los nombres, y pienso que quizás, de jóvenes, cuando jugábamos a amar a nuestras mujeres (que aún no lo eran) lamiendo un refresco de imaginadas humedades con la vocalización fatal de las letras que componían sus nombres, sólo anticipábamos el final de la Historia: no nos importaban sus nombres ni sus personas, sólo la flor latente y fulgente de sus sexos que, ¡ay!, nunca libaríamos con nuestros labios de verborrea y vacío.

Ellas regresaban a la covacha fraterna de la familia recién cenada, para descubrir que aún había personas que pronunciaban sus nombres desflorando la flor del cariño y la protección. Atrás quedaba la jauría ebria de la adolescencia adocenada en ansias de carne. Sus familiares eran, al fin, los únicos que no olvidaban, en ningún momento, el motivo que les había llevado a rubricar sus figuras púberes con un puñado de letras que a nosotros sólo se nos antojaban sílabas con que seducir y olvidar. Pienso que los padres de las chicas, al fin, recordarían sus nombres hasta el final de sus días. Igual los familiares y amigos de Piotr Pavlenski y Jorge Arzuaga, estoy seguro. Tal vez sean ellos quienes conserven para siempre el memorable memorándum de unos nombres que nunca pasarán a la Historia.

lunes, 4 de noviembre de 2013

la buena educación

Arrecian opiniones de padres recién nacidos, ante el recién acontecido nacimiento de sus vástagos, de la dificultad de criar (es bueno, desde el inicio reconocen animal a su hijo) a un niño, en estos tiempos que corren. No seré yo quien venga a llevar la contraria a tan esforzados educadores. Más me vale, ante la que se me avecina. Opiniones a favor y en contra del castigo, más o menos violento, contra los niños que deciden hacer de su desobediencia bandera que pasear por el puerto pirata del hogar.

Advierto de antemano: no se ejerció violencia alguna sobre un servidor, cuando infante, como consecuencia de sus numerosos dislates y tropelías. Pero jamás olvidará en el cuarto de limpieza del hotel barato de su memoria, la forma en que mi madre pretendía prevenir uno de los primeros vicios que me conozco: morderme las uñas. Con saña, violencia casi, hasta exponer en carne viva el espectáculo rosa y tiznado en sangre de mis dedos como alcachofas. Creo que a eso se debe el que escriba frases tan largas: con unos dedos tan gruesos es fácil equivocar la tecla y, cuantos menos "puntos" en el texto, más sencillo su trazado, al menos para mí. Al caso: mi madre cogía una de esas guindillas cuyo fuego de infierno doméstico ahora tanto disfruto (para acompañar un buen cocido madrileño, por ejemplo) y la restregaba por la frontera en que mis uñas comenzaban a perder terreno ante el adversario inexplicable de mi dentadura. Sí, mi madre me untaba los dedos en guindilla (chile, ají, etc.: gloria de la diversidad lingüística), para ahorrarme ese feo vicio de morderme las uñas.

Ya digo: educar a un hijo no es tarea fácil, y dudo dónde se halla la dúctil frontera entre educación y castigo. Pero hay otros padres que también tienen problemas a la hora de educar a quienes consideran sus hijos. Me refiero a los leguleyos del orden, los adalides del progreso, los guardianos del todopoderoso papel moneda, los cancerberos de la sociedad del bienestar.

Leo, estos días, en la prensa, que el Gobierno Español ha decidido engalanar las férreas vallas que separan lo que consideran tierra española (Melilla) de aquel otro lugar donde las fieras atacan y el salvajismo es patente de corso (Marruecos), con afiladas cuchillas que convencerán a cualquier candidato subsahariano a rozar con los dedos la gloria de Occidente, de que si lo intenta acabrá perdiéndolos (los dedos) en esa sucia corona de cuchillas de filo certero y traidor. No entraré ahora en el dislate de reclamar el Peñón de Gibraltar mientras se pretende mantener bajo el manto católico de la sacrosanta península ibérica un pedazo de tierra que habita en África. Sólo pretendo entender los mecanismos inframentales que llevan a nuestros gobernantes a considerarse aún padres, ya no sólo de los que, vía migración ilegal, pretenden huir los excesos de hambre y enfermedad de sus países esquilmados, si no, también, de aquellos que, dicen, les han otorgado en las urnas el poder absoluto para hacer lo que les venga en gana con tal de preservarles (a sus votantes, y al resto) de los males de este mundo.

Está bien, nuestros gobernantes son nuestros nuevos padres. No somos pocos los que, desde la distancia, añoramos a los verdaderso, los biológicos. Así que no está de más saber que nuestro futuro anda dulcemente arrullado por las nanas perversas de aquellos que detentan el poder gubernamental. Gracias, desde aquí. Gracias, por advertirnos de la mordida de cáncer y sueño eterno del tabaco, gracias por rescatar nuestra cordura al filo de la cuneta en que yacerían nuestros cuerpos de no establecer económicos límites de velocidad, gracias por recordarnos que hay un Dios Eterno que, desde los cielos, contempla nuestras acciones para mejor juzgarlas cuando el reloj pierda las manecillas, gracias por recomendarnos redoblar nuestros esfuerzos laborales en aras de un mejor desarrollo económico del común de los nacionales, gracias, en fin, por mostrarnos el rostro malencarado vicioso lobuno y salvaje del extranjero, sobre todo si es negro.

Decía, al inicio, que nunca ejercieron sobre mí violencia alguna los hacedores de mis días. Sí, mi madre me untaba guindilla en los dedos. Pero lo hacía por mi bien. A día de hoy, continúo mordisqueando mis garras de niño maleducado cuando no tengo algo mejor que masticar (dígase un chuletón, una vulva o un hielo fermentado en güisqui). Malas costumbres que me hacen aparentar asilvestrado y poco digno de elogio en las reuniones de la amistad y la extrañeza. Me pregunto si no hubiese sido  mejor que mi madre hubiese incrustado cuchillas, como hacían (dicen) los milicianos del Vietcom a sus rehenes de guerra, como hace el Gobierno Español a todos aquellos que tuvieron el infortunio de nacer en una tierra esquilmada, a la mayor gloria de nuestro sacrosanto estado del bienestar, y se esfuerzan por retorcer en línea recta el trazado diabólico de sus vidas.

Sólo me queda claro que, si pretendes convivir en sociedad, debes portar unas manos limpias y bien delineadas. Nada de un horizonte fracasado surcando la uña malcomida, ni un desastre de huellas dactilares derrotadas en un sufragio de herida y sangre.