Invaden las redes sociales y demás mentideros de La Red, estos días, fanáticas algarabías religiosas ante la gira del nuevo Papa de la Iglesia Católica por países sudamericanos, imagino que a efectos de recolectar votos entre los menos avisados de las tropelías que comete tal institución. Ante la masiva avalancha de noticias al respecto, cualquiera diría que ese anciano de aspecto afable es el propio Mick Jagger sometido a un radical cambio de look...pero no de preferencias.
De todas estas noticias en que, lo lamento, no suelo profundizar, me llama la atención una a la que presto la atención debida. Resulta que la comitiva papal, a su paso por la ciudad de Río de Janeiro, ha debido enfrentar moral y aspecto con la denominada "marcha de las putas". No se alarmen, no quiere decir esto que las asalariadas de la carne hayan decidido hacer bandera de su condición de explotadas para lograr el perdón celestial, no. Lo que ocurre es que esta marcha, iniciada en la norteña ciudad de Toronto para enfrentar los comentarios en que un alta mandatario de la policía decidió recomendar a las mujeres no vestirse "como putas" para evitar acosos, violaciones, vejaciones varias, ha decidido acompañar al nuevo Pontífice en su tour brasilero. Más color, y coherencia, sí han añadido a la festiva festividad religiosa, para qué negarlo.
Me pregunto cómo habría sido si las verdaderas putas hubiesen decidido hacer la calle, con su muestrario de ínfimas minifaldas eléctricas junto al mandatario de costosa y discreta falda nívea. Pero sólo se trataba de hombres y mujeres que salían a la calle para reivindicar su libertad sexual, religiosa, moral...esas cosas, y que nunca más nadie les acuse de ejercer la prostitución por emplear las vestimentas que más acordes con su estado de ánimo consideren.
Recuerdo la revancha de baldosas y acústicas al paso de las prostitutas de Montera, la grieta breve de unos labios ajados cuajando letanías de precio y desinhibición a mi paso, la negra oscuridad de la mal llamada trata de blancas, la minifalda colegial de aquella colegial del este, el paseo indómito de los domingos aderezado por la impertinencia de semáforo de las muchas jóvenes que ofrecen su cuerpo a los viandantes que sólo andan en busca de nuevos utensilios con que rellenar el vacío de sus vidas, allí, en Montera o Tres Cruces, tan cerca de la gran Vía, tan a la vista de la multitud de las compras y el fin de semana marchito.
Madrid, en invierno, es un hervidero de paraguas mal diseñados. En verano, un abrevadero de sudores extraviados. Siempre, un desbarajuste de calles y personas, un semillero de procacidades y esquinas, un manantial de compraventas en que todo lo que deseemos porta una etiqueta con su precio. En el caso de las putas, al contrario de lo que ocurre en los grandes almacenes, este precio es negociable. Como lo es su carne de hastío y su beso de pintalabios desaseado. No marchan, las putas de Madrid, para defender sus derechos. Hace tiempo que tomaron consciencia de no tener derecho alguno. Yo paseaba y sonreía tratando de no incomodarlas con mi negativa. Como el Papa, supongo, sonríe a los infieles que claman su desapego doctrinal y su ansia de libertad. No así sus seguidores, como tampoco el mayor porcentaje de viandantes madrileños.
Madrid también fue visitado por el Papa (el anterior), hace un tiempo, y las putas madrileñas (que no son de Madrid, como no lo son los miles de madrileños que de tal se precian) hubieron de ver socavada en sombras la goriosa luminosidad de sus pieles maltratadas. Militantes del exceso, beatas del pecado, feligresas de la culpa, animan el jolgorio multicolor de la compra y el multicine con su sombra de culpa y deseo inconcluso, pero sufren el martirio de pretender ser ocultadas por aquellos que desean abolir el milagro que su piel de caricia y espanto proclama.
Cuentan que fue hace siglos, quizás demasiados, cuando un barbado aprendiz de profeta defendió de la pedrada del odio y el esputo de la hipocresía a una tal María, vecina del pueblo de Magdala. Hoy, las jóvenes huestes beatas del Papa de Roma, increpan y pretenden agredir a aquellas/os que deciden unirse a la Marcha de las Putas. Hoy, en Madrid, como en tantas ciudades, los feligreses de la decencia y lo políticamente correcto pretenden hurtar a sus hijos la poco militar visión de un ejército de sombras militantes del desahogo sexual. Son las putas, las de verdad, esas que incineran sus vidas al ritmo de la insatisfacción de quien aún posee en el bolsillo un puñado de monedas. Monedas como piedras que, aún, a pesar de las evangélicas enseñanzas, muchos gustan de enarbolar antes de lanzarlas contra el objeto de su ira.
Afortunadamente quedan poetas prestos a cubrir con palabras como cálidos ropajes, la herida fresca que toda puta porta en su bolso de mano, junto a preservativos, lubricantes, tabaco y toallitas higiénicas. ¿No me creen? Acudan a la librería en busca de las Esquinas del gran Pepe Pereza.
Madrid también fue visitado por el Papa (el anterior), hace un tiempo, y las putas madrileñas (que no son de Madrid, como no lo son los miles de madrileños que de tal se precian) hubieron de ver socavada en sombras la goriosa luminosidad de sus pieles maltratadas. Militantes del exceso, beatas del pecado, feligresas de la culpa, animan el jolgorio multicolor de la compra y el multicine con su sombra de culpa y deseo inconcluso, pero sufren el martirio de pretender ser ocultadas por aquellos que desean abolir el milagro que su piel de caricia y espanto proclama.
Cuentan que fue hace siglos, quizás demasiados, cuando un barbado aprendiz de profeta defendió de la pedrada del odio y el esputo de la hipocresía a una tal María, vecina del pueblo de Magdala. Hoy, las jóvenes huestes beatas del Papa de Roma, increpan y pretenden agredir a aquellas/os que deciden unirse a la Marcha de las Putas. Hoy, en Madrid, como en tantas ciudades, los feligreses de la decencia y lo políticamente correcto pretenden hurtar a sus hijos la poco militar visión de un ejército de sombras militantes del desahogo sexual. Son las putas, las de verdad, esas que incineran sus vidas al ritmo de la insatisfacción de quien aún posee en el bolsillo un puñado de monedas. Monedas como piedras que, aún, a pesar de las evangélicas enseñanzas, muchos gustan de enarbolar antes de lanzarlas contra el objeto de su ira.
Afortunadamente quedan poetas prestos a cubrir con palabras como cálidos ropajes, la herida fresca que toda puta porta en su bolso de mano, junto a preservativos, lubricantes, tabaco y toallitas higiénicas. ¿No me creen? Acudan a la librería en busca de las Esquinas del gran Pepe Pereza.
gracias por la mención, amigo mío, hermano.
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