Andaron revueltos, hace no mucho, los diversos canales de "la red" dedicados a proporcionar a su público videos e imágenes, con la hazaña realizada por un deportista que decidió romper la barrera del sonido al saltar en caída libre desde 39.045 metros de altitud. Una gesta estratosférica, o sea.
Disculpen que no recuerde el nombre del citado hombre-pájaro, es austríaco, y cada vez me resulta más complejo retener palabras con excesivas consonantes. Aunque también de nacionalidad austríaca era otro deportista cuyo nombre si recuerdo: Heinrich Harrer. Tal vez sea por el hecho de que la proeza de éste fue más silenciosa, pausada, longeva y no fue registrada por las cámaras HD de media humanidad, no sé, o tal vez por tratarse tan sólo de una excursión que le llevó a coronar las numerosas cumbres nevadas que suponen ardua barrera a quienes desean acceder al Tíbet, lugar mucho más seductor para quien esto escribe que ese espacio etéreo denominado estratosfera.
Harrer decidió dejar testimonio escrito de sus andanzas tibetanas, que se desarrollaron a lo largo de siete longevos años en que el joven alpinista tuvo la ocasión de habitar en la entonces Ciudad Prohibida de Lhasa como invitado de honor y maestro particular del Dalai Lama, líder espiritual de los tibetanos. En Siete Años en el Tíbet, el voluminoso volumen que el austríaco dejó escrito, podemos recorrer en sosegada lectura una trepidante y convulsa época histórica en que finalizó la Segunda Guerra Mundial, surgió el Comunismo Chino y el mundo tuvo conocimiento de que otras profesiones de fe distintas de las monoteístas eran igualmente válidas para aquellos para quienes la vida ha de tener un sentido último más allá de vivirla.
Harrer fue, ya digo, testigo privilegiado de suculentos episodios históricos, a la par que protagonista desinteresado de los mismos. Su influencia en los ancestrales modos de vida del Dalai Lama pudo conseguir que a día de hoy la figura espiritual de tan alto mandatario de la fe budista sea mundialmente valorada y que sus maneras, sin alejarse de las atávicas disciplinas espirituales de sus antecesores, se hayan convertido a día de hoy en una suerte de vintage way of life (si es que algún sentido tiene eso). Hoy podemos observar la grácil sonrisa del Dalai tras las monturas de titanio de sus gafas graduadas, y el etéreo saludo de su majestuosa mano anudado al brillo inocuo de un reloj de diseño suizo.
Después, con la sibilina intención de desmontar la fama alcanzada por su libro, fue el alpinista austríaco vilipendiado por su pasado nazi, a la sombra herrumbrosa de un Reich que pretendía alcanzar distintas cimas que las que él pudo explorar. Como con Céline, ese otro poeta, aunque de la misma manera se le ha proporcionado a aquél una jugosa cuota de fama inesperada.
El deportista compatriota del alpinista, ese de nombre impronunciable que ha saltado desde un ingenio aeronaútico, cegado por el vértigo y por los focos de miles de cámaras, dudo que haya pertenecido en su tierna juventud a algún grupúsculo admirador de Hitler. O, de haberlo hecho, casi seguro que jamás alcanzaremos a saberlo. Su gesta ha sido fulgurante, veloz, trepidante, carente de la pausa y sosiego tibetanos, extirpada de toda glosa más allá del número de caracteres con que los grandes rotativos obligan a sus asalariados a garabatear sus crónicas periodísticas. Sí, cierto, queda la imagen, pero a Harrer ya le dedicaron un filme de larga duración, protagonizado además por una de las más relumbrantes estrellas hollywoodienses. La caída libre del hombre-pájaro no va mucho más allá de los 4 minutos.
No cabe la menor duda: vivimos tiempos vertiginosos y los superhéroes se disfrazan con llamativos colores o con tecnológicos trajes de astronauta. Sus hazañas son impactantes, en lo visual y lo grandilocuente, pero temo que su clausura alcance la misma espectacularidad dramática y nos hayamos dejado por el camino el dulce aroma de la pausa y la trascendencia. Ya lo decía mi abuelo, y soy yo respetuoso con la sabiduría de los mayores (como los tibetanos): quien mucho corre pronto para.
Harrer fue, ya digo, testigo privilegiado de suculentos episodios históricos, a la par que protagonista desinteresado de los mismos. Su influencia en los ancestrales modos de vida del Dalai Lama pudo conseguir que a día de hoy la figura espiritual de tan alto mandatario de la fe budista sea mundialmente valorada y que sus maneras, sin alejarse de las atávicas disciplinas espirituales de sus antecesores, se hayan convertido a día de hoy en una suerte de vintage way of life (si es que algún sentido tiene eso). Hoy podemos observar la grácil sonrisa del Dalai tras las monturas de titanio de sus gafas graduadas, y el etéreo saludo de su majestuosa mano anudado al brillo inocuo de un reloj de diseño suizo.
Después, con la sibilina intención de desmontar la fama alcanzada por su libro, fue el alpinista austríaco vilipendiado por su pasado nazi, a la sombra herrumbrosa de un Reich que pretendía alcanzar distintas cimas que las que él pudo explorar. Como con Céline, ese otro poeta, aunque de la misma manera se le ha proporcionado a aquél una jugosa cuota de fama inesperada.
El deportista compatriota del alpinista, ese de nombre impronunciable que ha saltado desde un ingenio aeronaútico, cegado por el vértigo y por los focos de miles de cámaras, dudo que haya pertenecido en su tierna juventud a algún grupúsculo admirador de Hitler. O, de haberlo hecho, casi seguro que jamás alcanzaremos a saberlo. Su gesta ha sido fulgurante, veloz, trepidante, carente de la pausa y sosiego tibetanos, extirpada de toda glosa más allá del número de caracteres con que los grandes rotativos obligan a sus asalariados a garabatear sus crónicas periodísticas. Sí, cierto, queda la imagen, pero a Harrer ya le dedicaron un filme de larga duración, protagonizado además por una de las más relumbrantes estrellas hollywoodienses. La caída libre del hombre-pájaro no va mucho más allá de los 4 minutos.
No cabe la menor duda: vivimos tiempos vertiginosos y los superhéroes se disfrazan con llamativos colores o con tecnológicos trajes de astronauta. Sus hazañas son impactantes, en lo visual y lo grandilocuente, pero temo que su clausura alcance la misma espectacularidad dramática y nos hayamos dejado por el camino el dulce aroma de la pausa y la trascendencia. Ya lo decía mi abuelo, y soy yo respetuoso con la sabiduría de los mayores (como los tibetanos): quien mucho corre pronto para.
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