lunes, 7 de octubre de 2024

soy un accidente

Proceso de inmersión. Letras que afilan hoces que ya quisieran labriegos para mejor alimentar a su prole. Dos años deambulando cicatrices, o tres, qué más da cuando el tiempo es mies de espejos que crecen para que te asomes a ellos a verles la barba crecer, cana y desordenada. Proceso de inmersión, ya digo. Cualquier vidrio que soporte tu mirada permite, también, una inmersión en la nada. La música de Diego Vasallo como vórtice ahíto de vísceras y cicatrices. Su música, sus lienzos, su milimétricamente adecentada lírica recién llegada del mercado, plena de adquisiciones dispuestas a vaciarte de esperanza. Dos años para escribir un libro. Pues tampoco es tanto, dirán. Pues no, al menos cuando no tienes más que hacer que aporrear un teclado que da verdadero asco. 

Las guitarras se afilaban como mis uñas ansiosas por arañar los surcos de vinilo excesivo con que la noche nos cantaría una tonada henchida de estrellas tímidas y lunas que amasabas entre tus manos mientras gemían rotura los diques de la madrugada. Los vidrios chocaban deseos y deseo sembraba la escarcha de los días detenidos a mayor gloria de una realidad que nos extirpaba. El humo, ya sólo mío, en los pulmones, entre los cláxones y la velocidad del casi inicio de semana. Tantos días. Tantas páginas. ¿Para qué? 

Un acorde y el latido acordonado y afuera la mar y el oleaje y las rutas que no sabemos emprender, por desiertas o porque no dejan de crecer. Un bisturí en la garganta. Un reguero de plasma contra la superficie mate del espejo cuando refleja tu voz más desafinada. Esa que no recitó, anoche, su breve poema con perfil digital de animales que entre dos corazones infartados se encuentran y se reconocen deseando reconocer el sendero a recorrer. Y yo, de nuevo, a acribillar sin sentido el teclado, como si desde un lejano oriente me llegasen aromas de sándalo y pachuli pirueteando a borbotones la calma. 

Escribe, me decía, antes de asomarme, cada noche, al espejo por ver si de una maldita vez encontraba algo distinto a este remedo de tez con las pupilas mal afeitadas. Escribe, me decía aunque no dejase de preguntarme para qué. Y las palabras danzaban e izaban banderas, y piratas enmohecidos entre cofres repletos de pirañas devorando saltamontes mientras el silencio me arruinaba. Afuera la ingravidez y las enseñanzas del turismo todo a cien entre corales y ciempiés de falanges que no eran mías por más que aún las soñase ancladas a estos tendones que fuerzan el teclado, una y otra vez, una y otra vez, deseando despiezarlo. 

Humo y la voz de Diego y otras latitudes en que anegan burbuja los anhelos. Acuática sinfonía del exceso cuando deviene cianotipia de un sueño. Y mis uñas del revés y mis pupilas sin remo. Tantos días. Tantas páginas. ¿Para qué? Intentarlo ya es dejar rastro. Canes vendrán con el hocico fusilado por lo verdadero inexacto sólo para acabar orinando allí donde mi esperma recreó gaviotas con el pico hecho de costuras invencibles y patitas como antibiótico antiocaso. Vendrá la lluvia y de nuevo, mojado, ladraré verdín contra todas las esquinas de esta realidad que me sugieren para claudicar ante la democracia de lo real no realizado. 

Proceso de inmersión y comenzar de nuevo por ver si llega algo que valga la pena a este foso de herrumbre en que danzan mascarada las hienas cuando la realidad se descubre nacida mal y de antemano. Y la música siempre, marchitando las esquinas de este espejo ante el que me descubro igual de feo pero más viejo. Canta Diego y yo tecleo deseando confirmar que ha merecido la pena.



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