viernes, 23 de enero de 2015

la vida está en otra parte

Aseguraba John Lennon, debidamente escondido tras los acordes de una canción dedicada a su hijo, que la vida es eso que te ocurre mientras estás ocupado haciendo otros planes. Podríamos ponernos ténebres y asegurar que al barbado bardo fue la muerte lo que le ocurrió mientras hacía otros planes. Pero nos vemos obligados por la celeridad de los tiempos actuales a darle razón y pensar, junto con ese otro poeta, que la vida está en otra parte. Porque encendemos la televisión para ver las noticias, que siempre ocurren en algún lugar lejano, y asistimos atónitos a la ultraviolencia de una realidad que ha llegado con anticipación para anticiparnos el terror y el vértigo de saber que la vida te ocurre mientras ves las noticias con la intención exclusiva de desacompasar una mala digestión o preparar una merecida siesta. 

Aguerridos antidisturbios irrumpen, porra en mano e indumentaria Mad Max ocultándoles la nada del salario bien ganado, en una vivienda (una más) que ha de ser desalojada por impago. En este caso una vivienda de esas que la voz de su amo ladra a los cuatro vientos como social... que nos importa la ciudadanía, que es la que acude a las urnas. No importa que en, el interior de eso que hasta ayer fuese hogar ciudadano, un bebé de mes y medio asista despavorido al apocalipsis de griteríos sin ley y leyes sin refrendo proferido por las fuerzas del orden. No importa que, a las puertas, se agolpen las desmesuradas y violentas fuerzas de la solidaridad vecinal de pancarta y llanto reclamando misericordia. De nada vale que la familia en cuestión comience a danzar el vals de la aniquilación guiada por los compases macabros del orden social. Nada importa. Todo vale. Todo cuesta... y si no puedes pagarlo te lo arrebatamos, quede claro, dónde pensabas que estabas, qué pensabas cuándo abandonaste tu terruño tercermundista en busca de mejores oportunidades, aquí la vida cuesta, y se paga, aunque sea con sangre.

De nuevo Vallecas, mi antiguo barrio. Un nuevo desahucio. Queda atrás otro peldaño de esta escalera hacia la barbarie que recorren no pocos en pos de una gloria de moneda, timbre, y gintonic con enebro. 

Asisto, atónito, a los noticiarios de la televisión patria, por rellenar con voces ajenas el silencio con que un puñado de sardinas ahogadas en salsa de tomate me contemplan boquiabiertas desde el perfil oxidado de una lata en cuarentena. Y descubro que la vida me está sucediendo en mi antiguo barrio, en Vallecas. Porque cualquier día puedo ser yo el expatriado de hogar y justicia que aparezca redecorando la comida familiar de otras multitudes televidentes. 

El policía antidisturbios que pretende desalojar a los cámaras antes de hacerlo con el bebé cuyo llanto tiñe de esmeralda esta jornada de frío y nada, planea llegar a casa y descubrir suculento plato en su mesa. Pero la vida le está ocurriendo mientras, en la espiral dolorida en que se hunden las pupilas espantadas de estos nuevos desahuciados. Porque cualquier día puede ser él quien deba enfrentarse a las fuerzas del orden reordenadas por un ajuste económico que le arrebate su trabajo de mastín. 

Los vecinos profieren gritos e insultos con la intención de salvar la situación y, de paso, el futuro descosido a puñal e hipoteca de los nuevos desahuciados. Mientras, la vida les sucede en el empleo al que hoy faltan por intentar evitar la desdicha al ajeno y que pueden perder por falta de justificación comprensible en su inasistencia. 

Hay en Vallecas un bebé de mes y medio que no hace planes. Pero es consciente de que la vida es esa mordedura de carencia y llanto que propina la más rabiosa actualidad, lejos, en otra parte, en las pantallas de televisión de sus conciudadanos. Los bebés no pueden hacer planes, y se deslizan por la franela mentirosa de lo inmediato. Más si lo inmediato es la ausencia de franela que les proporcione calor y cobijo. Mucho más si la franela es sucia y viste lamparones de intemperie.

La televisión tiene sus propios planes. Los noticiarios están perfectamente programados y orquestados, aunque la vida suceda mientras tanto. Por eso pasamos de inmediato a devorar las declaraciones, a la salida de la cárcel, de un maleante de blanco guante a quien las fuerzas del orden, al contrario que a la familia de Vallecas, escoltan hasta su rutilante vivienda. Asegura que el actual Presidente de la nación participaba activamente de los delitos que a él se imputan. Sabemos que no miente: incluso los asesinos, a veces, dicen la verdad. Pero a ver qué antidisturbios se atreve con el Palacio de la Moncloa, pienso.

Lo sé, me repito. No es la primera vez que hablo de un desahucio en Vallecas, y no hace mucho que lo hice por vez primera. Pero no soy yo, discúlpenme: es la vida, que sucede de nuevo en Vallecas, mientras yo hago planes para llegar a fin de mes y seguir teniendo una vivienda, un televisor, y un bebé que sólo llora cuando mi llanto menos fraudulento busca sus pupilas en busca de sosiego.

domingo, 11 de enero de 2015

domingo en sepia

Melancolía dominical, con su caducidad de páginas sepia que fortalece el sepia de los recuerdos. Con las páginas sepia me refiero, obvio, a esas en que, antaño, aparecían las vacantes laborales, en la prensa. Con el sepia de los recuerdos, al las fotografías que el corazón tomó para revelar, con modestia y calma de artesano, en el cuarto oscuro de la memoria. Que no se me acuse en esta ocasión de excederme en las metáforas.

Hoy no hay periódicos, que el precio es exagerado y el trabajo, ahora, se busca en internet o, como muy antaño, pateando las calles... tú y yo lo sabíamos: Nietzsche tenía razón al formular su teoría del eterno retorno. 

Hoy no hay periódicos, no. Hoy sólo el sepia de tu piel enardecido bajo la luz mortecina de esa lámpara baja que iluminaba la habitación en que te amaba. Era así que tu vientre adquiría asperezas de grano fotográfico y suavidades de contraste forzado, al igual que forzabas la maquinaria diestra de tu musculatura para acelerarme el deseo. Hoy no hay periódicos, insisto, y lo único sepia en este día de horrores climatológicos y semana difunta es la imagen de tus labios pronunciando el verso violento de mi erección más siniestra. No sé cuántos esfuerzos has desperdiciado, mujer, para regalarme el sepia de una fotografía en que tengo gesto de moribundo. Y es que así me pintas el rostro, cada vez que me amas, cual esteticién de Tánatos, para surcármelo de expresiones que no pueden ya hablar y de respiraciones que se ahogan por respirar a la inversa. Debería recordar tu rostro, esta noche, pero sólo viene a mi memoria el sepia malherido de mi expresión más extrema, ésa que me esculpes mientras tus labios esculpen el barro torvo de mi cuerpo con latido forastero. No sé cuántos esfuerzos has desperdiciado, amor, ya digo, para adelantarme la muerte.

Así que como no hay periódicos hoy, a pesar de ser domingo, acudo a la hemeroteca babel y amarilla de aquellos que acumulo al albur de las manos con que mi hijo aprende a recomponer el mundo. Encuentro un ejemplar del pasado año, pero sólo de unas tres semanas anteriores a la fecha de hoy. Hojeo. Deambulo titulares. Atisbo instantáneas. Hasta hallar un breve que informa de que los españoles somos los terceros, a nivel mundial, que más dinero gastan, en las navideñas festividades, en hacer regalos que a nadie agradan. Ya saben, qué le compramos al abuelo, otra colonia, y una corbata para el tío, sin rayas, que este año se llevan los cuadros, para el pequeño un cuento, a ver si se olvida de la televisión y lee un poco, y en ese plan. Juego a la sociología barata y pienso que también debemos andar bien situados, los españoles, en otro ranking de gastos desperdiciados. Me refiero al de los votos, o sea, el democrático desgaste de acudir a las urnas para sentirnos ciudadanos de pleno derecho y elegir un gobierno que a nadie agrada, que nadie quiere, que nos hará la vida imposible, a tantos, durante los cuatro años siguientes. No sé, ya digo, sólo es sociología de andar por casa con la cerveza dominical jugando a la excelencia de la doble maceración en el aparato digestivo.

Dejo de lado la citada noticia, paso a la siguiente, pero no capta mi atención. Tampoco las restantes. Me aburro rápido. Entrego a mi hijo otro pedazo de mundo roto que él sabrá reordenar con la legislación de juguete de sus dedos de franela. Y regreso al tono sepia con que tus caderas se vestían, al rotar sobre mí practicando aquellas acrobacias de humedad y urgencia. Y la luz baja de aquella habitación. Aquella lámpara como de consultorio de psicoanalista esparcía sobre tu piel un sepia que remitía a los ancestros de la humanidad y a traumas inconclusos, haciéndome pensar que Freud, quizás, estaba en lo cierto. Pero tal vez sólo sea que hoy es domingo, y los domingos no son días en que llevar la contraria a nadie, ni siquiera a Freud. 

Los hay que aseguran que los domingos se confeccionaron para ser, después, deshilachados por la felina zarpa de la melancolía. Tampoco les llevaré la contraria. Será por eso que pienso, hoy, en el sepia que me zurce la barba descosida cada vez que me amas y me arrancas expresión de muerto. Y eso me hace llegar a la conclusión de que a los noticieros tampoco debo llevarles la contraria: creo, amor, que estás gastando esfuerzos y gimnasias que sólo sirven para revivir a un muerto. O peor, para morir el rostro de un vivo que sin ti no encuentra más camino que el del camposanto. Los regalos en que se deja el sueldo tu cuerpo, cuando me amas, en vez de vivificante sonrisa, ya ves, provocan cadavérica mueca. No obstante, te suplico que hagas como yo, al menos hoy que es domingo: no lleves la contraria a las noticias, ni a Freud, ni, por supuesto, a Nietzsche.