sábado, 26 de enero de 2013

carne cruda

Recuerdo con ternura aquellos tiempos en que la televisión pública acaparaba privadas miradas y ocultos deseos, a la hora de los anuncios, por el hecho de exhibir, en una fragante publicidad de jabones o geles (ya no recuerdo bien, disculpen que yo también cumpla años), el glorioso cuerpo semidesnudo de una mujer en pleno fragor de humedades y concupiscencias. Resulta que el citado desodorante (¿o era champú?) hallaba su máxima perfección en las curvas algodonosas de unos aguerridos pechos femeninos y, en casa, cuando se retransmitía tal anuncio, un servidor gozaba, ya que no de las femeninas turgencias televisadas, del hogareño espectáculo de padre y madre en burlona pugna por acaparar el espacio que, frente al televisor, ocupábamos el resto de la familia. O sea, que mi madre se situaba frente a la televisión y mi padre pretendía, entre risas y chanzas quizás no tan desinhibidas, resituarla en una ubicación que nos permitiese al resto continuar admirando las rotundidades teutonas (en aquellos tiempos eran rubias, todas las modelos) de aquella ninfa marina.

Aquellas juguetonas riñas conyugales no impedían que mis hermanos y yo comentásemos al día siguiente, a la hora del recreo, con el aroma a merienda ya enredando nuestros cabellos, las bondades físicas y táctiles (queríamos imaginar) de aquella exhuberante joven que nadaba entre delfines separando mareas con sus pechos como aletas, cual procaz Moisés femenino. Siempre me causó estupor el comentario de uno de los compañeros de coloquio, el de más correcto comportamiento pero más nefastas calificaciones escolares. Afirmaba el susodicho que el citado spot publicitario dejaba en muy mal lugar a la mujer, que imaginásemos que ocurriría en caso de ser nuestra madre la protagonista del anuncio. Lo dicho: estupor. Y silencio, sí.

Parece ser que existe, en alguna pequeña localidad costera de la piel de toro, un restaurante que pretende evadir la galopante crisis a lomos de imaginativas propuestas culinarias. Y la última que pergeñaron puede que sea la definitiva, dada la reacción de diversas autoridades y asociaciones pro derechos de la mujer y contra las actividades sexistas y denigrantes que tanto mal hacen a la humanidad que habita "el mejor de los mundos posibles".

Decidieron los gestores del comedor organizar una jornada de Nyotaimori. O de Nantaimori, dependiendo del gusto del cliente. Me explico: ambas prácticas aluden a la milenaria tradición japonesa de servir sushi sobre un cuerpo humano desnudo (y vivo, no se alarmen). La diferencia radica únicamente en el sexo del cuerpo elegido para servir de bandeja a tan exquisito plato. No vamos a explicar las torturas que deben sufrir quienes ejercen de plato viviente para tan delicado deleite de las papilas gustativas, debido a las bajas temperaturas a que han de exponerse antes de que el chef de turno coloque sobre sus cuerpos las renombradas lonchas de pescado crudo (la temperatura corporal podría deteriorar el gusto del bocado). Lo realmente grave del caso es que en nuestra democrática y avanzada patria se permita un uso tan denigrante del cuerpo humano, tamaña explotación. Claro que nadie preguntó a quienes iban a recibir no despreciable sueldo por servir de recipiente en tan extravagante cena, esa es otra cuestión. Lo importante es defender los derechos de la mujer, los niños, los esquizofrénicos, los enfermos, los desposeídos, los sin techo, los animales incluso. En fin de todo aquel ser vivo cuya capacidad de raciocinio, elección o autodefensa pueda verse mermada por las nefastas fuerzas del mercado, creo.

En las más afamadas capitales del mundo tal práctica es consentida y habitual desde hace años. Lo llaman "body-sushi". Parece ser que los ciudadanos de dichas ciudades no se ven heridos en su sensibilidad igualitaria. Bravo por mis conciudadanos, siempre al frente de la rebelión social, enarbolando la bandera de la igualdad y la justicia. Obviando lo depravado de tal práctica, he de renegar de quien ha decidido llamarlo "body-sushi". Me resulta más poético Nyotaimori. Nantaimori no tanto, disculpen mi actitud machista.

Así que los japoneses fueron inventores de tamaña inmundicia, y creo que también ellos los que inventaron algo que podríamos haber definido (de tener conocimiento linguístico suficiente) como "body-exploiting", consistente en el uso indiscriminado de las facultades físicas de miles de trabajadores, en descomunales factorías, con horarios inhumanos y ausencia de comunicación que pueda desviar la atención de las máquinas que producen centenares de productos tecnológicos con que decoraremos nuestras vidas y estableceremos videoconferencias, un suponer, un porcentaje nada desdeñable de sujetos. Quizás no fueron los japoneses, tal vez fuesen los chinos, perdón por el prejuicio del ojo rasgado, pero sí es cierto que aquella técnica se perfeccionó con el paso de los años y la ayuda de los encorbatados capataces de la cifra y el dividendo, hasta llegar al "mind-destructing", y ha alcanzado en nuestros días su cota máxima de exquisitez con el "little body-exploiting", o "children-exploiting", que para el caso viene a ser lo mismo.

Pienso en mi padre. Le recuerdo pretendiendo que mi madre nos permitiese a los pequeños contemplar aquel femenino cuerpo desnudo que jugueteaba entre las olas de un mar que sólo existía en nuestros húmedos sueños. Tal vez él sea el culpable de mi actitud sexista al no comprender bien el revuelo causado por el "body-sushi" abortado por las autoridades hispanas, al albur de los reclamos ciudadanos.

Aunque quizás no sea tan sólo falta de mi querido progenitor, y es que prefiero pensar en el teclado con que cincelo mis palabras, producto seguramente del "children-exploting" que quizás debiese llamar explotación infantil, por ser más poético, menos oriental. Al fin y al cabo también se trata de carne cruda.

jueves, 10 de enero de 2013

jóvenes y rebeldes

Intento, no lo duden, evitar las páginas web de los rotativos patrios. No es desinterés por lo que acaece a los desdichados habitantes de la península, ni soberbio desprecio de la podredumbre ética en que chapotea el periodismo hispano. Es supervivencia.

El caso es que, haciendo caso omiso de mis más íntimas premisas, caigo una y otra vez en el error. Y me pregunto, momentos después, por qué lo habré hecho. Eso me ocurrió casi iniciado el año, mientras las burbujas ebrias de los festejos aún anonadaban a la ciudadanía. Resulta que el gobierno ha decidido añadir otra terrorista página al catálogo de tropelías que viene ensanchando desde hace ya, ¡ay!, demasiado tiempo. Parece ser que en breve será delito el prestar ayuda, en territorio nacional, a cualquier inmigrante que no porte en su cartera los miríficos documentos que le acrediten como ciudadano "europeo", o el borbotón de billetes que le permita atragantar la economía de los poderosos. Bravo por los gobernantes, España para los españoles...aunque cada día sean menos...o quizás por ello: más terreno con que negociar para los pocos que acaben habitando la piel de toro.

Mientras leo la noticia de marras, tienen mis oídos la ejemplar tarea de desviarme de tal miseria acariciando las gloriosas estridencias de In Utero, el último álbum de estudio que grabase el grupo comandado por el malogrado Kurt Cobain, y recuerdo los tiempos en que llegó a mis manos (en casette "pirateado") tan apreciada obra musical.

1993. Eramos jóvenes y rebeldes...o al menos eso pretendíamos. Nos pretendíamos jóvenes sólo porque no admitíamos responsabilidades más allá de las que implicaba mantenerse sereno la noche del sábado, en la filosa frontera de la madrugada, si es que anhelábamos llegar enteros a la cama de la casa paterna o, aún mejor, no terriblemente demediados al lecho que, casualmente nos pudiese ofrecer alguna fémina inconsciente y poco amiga de los cuerpos esculturales. Nos pretendíamos rebeldes sólo porque podíamos gastar el dinero que no teníamos en drogas y licores que nos alejaban de la realidad maltrecha que se colaba por la rendija de la persiana, el domingo a la mañana. Escuchábamos a Nirvana y pretendíamos alcanzar el ídem. Escuchábamos a Pearl Jam o Alice in Chains y aprendíamos que en Seattle, una desconocida (hasta entonces) ciudad de los estates, además de radical música regeneradora, brotaban semillas de rebelión popular y anegaban los techados de las fábricas vientos de cambio diferentes de los que cantara Bob Dylan.

Después regresábamos a casa, contundentemente desorientados por el viaje apócrifo de las sustancias enervantes.

Kurt Cobain (cortesía de "la web")
Casi fue al día siguiente, mediado abril de 1994, cuando despertamos de nuestra resaca enmudecidos ante la descorazonadora instantánea con que se engalanaba el festín de tinta y dolor de cada periódico: las piernas sin vida de un Kurt Cobain que había decidido jugar a ruleta rusa con sus demonios interiores y había perdido, irremediablemente, la partida. A la sombra de aquella ténebre noticia, semioculta entre grandilocuentes párrafos y consecuentes homenajes, pudimos intuir algo acerca de los casi 600.000 muertos en la guerra de Ruanda, un pedazo de tierra africana profanada durante siglos por las grandes corporaciones y los pequeños gobiernos occidentales que juegan ajedrez (vendiendo armas, comprando terrenos, usurpando recursos naturales) sobre el tablero imperfecto y maltrecho del cono sur. Nos dolió saber aquello de los machetazos y la inoperancia de la élite mundial. Pero quizás nos doliese más el suicidio de aquél pobre niño rico que hacía música en la que nosotros disolvíamos, cual azucarillo en tórrido café, la actualidad más urgente. Al menos, los medios de información, intentaron que así fuese, a toda costa y a mayor gloria de la opulenta industria del espectáculo, que ya pespuntaba su propio suicidio por exceso de gula.

Ahora que han pasado los años, no es que abandone en la cuneta de los sueños rotos las efímeras glorias que la música provoca, pero sí intento, de tanto en tanto, perder la mirada en cuestiones que, por más que intenten silenciarse, también atañen a mi persona. Dígase la persecución sin tregua a que se ve sometida, en estos tiempos, la libertad humana.

Es por ello que pienso, hoy, al hilo de la criminalización de la humanidad que pretenden los gobernantes, en lo grato que ha de ser ayudar a un inmigrante "ilegal" somalí, por ejemplo, ex pirata huido de un país que aún a día de hoy es pirateado por corporaciones, mercados, gobiernos y traficantes de ilusiones, por ejemplo, que hastiado hasta la náusea de contemplar los martirizados desplazamientos de sus compatriotas en busca de agua y alimentos hacia la vecina Etiopía, por ejemplo, haya decidido emprender nueva vida en Europa, por ejemplo. Digo, lo satisfactorio de prestar ayuda a dicho sin papeles en toda empresa que decida emprender, sea ésta ganarse la vida pidiendo a la puerta de un centro comercial o dando inicio a una revuelta violenta orientada a reclamar sus derechos como ser humano.

Creo no ser el único en albergar tales sentimientos. Tal vez, ahora que la edad nos redecora, nos hayamos vuelto realmente jóvenes y rebeldes.

Tal vez, digo. Ayer mismo morían miles de somalíes en los superpoblados campos de refugiados de los países vecinos, y yo me dedicaba a glosar el regreso a la música de mi admirado David Bowie. Siempre podré acusar a los medios de comunicación, que daban mayor importancia al retorno del ídolo que al holocausto del semejante.