martes, 3 de septiembre de 2024

la memoria es un lugar equivocado

Ensoñarse en los fantasmas bondadosos de la memoria. Bondadosos y de falaz cautela, pero afables al contrario que otros, esos que cascabelean cadenas entre lo no vivido pero recordado como si tal. Ensoñarse, por tanto, y sumergir los sueños en vino barato. Tan económicos son, mis sueños, que los regalo mientras los riego, por ver si le crecen fronda a la uva que han querido engolar con nombre pomposo: Orgullo de Barros. Como mis sueños: orgullosos de chapotear el barro a pesar de que los regalo. Nadie quiso venir a esta fiesta de cumpleaños.

Orgullo de Barros, Ribera del Guadiana, cooperativa Nuestra Señora de la Soledad. Pues eso. En soledad, bebo, aunque poco, ya digo que es vino barato. Ribera del Guadiana, Badajoz, aquella ciudad en que me perdí enmascarado. Carnaval y una furtiva zorra que tardó en quitarse el disfraz. No teman. No es machismo micro ni exabrupto macho. Su atuendo era idéntico al mío. A mí me disfrazaron intentando que emulase a Errol Flynn, pero sin cuerpo cavernoso propicio para aporrear un piano. Pero cómo cabalgaba Errol Flynn, y cómo me perdí yo, y cómo nos descabalgaron, a ambos, nuestros propios caballos. Mejor así, libres ellos, salvajes. Tantos años ya que ni me acuerdo. Siempre odié el carnaval. Tal vez fuese por haberme visto obligado a calzar disfraz. Tal vez porque no conocía a nadie, en aquel tumulto de alarido y exceso vacío e inconexo. Hasta que ella me miró convexo desde detrás de su antifaz de zorro impar. ¿Nos conocemos? Lo dudo. Pero qué mala noche. Perdimos los caballos y las espadas de marcar zetas en las paredes, y todo fue un deambularnos torpemente, haciendo eses.

Vino barato, digo, y aquel que tragué lo era sin duda. Nada que ver con los delirios de grandeza de este Orgullo de Barros, crianza 2021 aunque sin lírica nota de cata. De su etiqueta nunca brotará un poema. 

© Ian C. Bates, cortesía de la red
Al día siguiente la frontera, Portugal al otro lado de dónde, a descansar la resaca en un bar de carretera lusa para hacer acopio digestivo de toda la carne que mi sistema ídem fuese capaz de soportar. Algarabía de la carne poco hecha. Efervescencia de los jugos gástricos intentando eliminar los taninos mal deglutidos. Y la grasa ejerce su labor. Vomité a orillas del puesto fronterizo. Pero la mirada del funcionario de turno no pude vomitarla. Tampoco la suya sin antifaz. Ni siquiera ya recordarla. Ni falta que hace. Demasiado alcohol erróneo en vena. Exceso de memoria traicionera.

El caso es que ahora bebo vino barato y no resulta tan malo. Como los sueños cuando equivocados, cuando económicos e incluso regalados. Porque proveen momentos de gloria en que los sientes languideciendo vidrios soplados con fuerza desde un vientre que logra detener el tiempo, extender el instante y provocar en tu dicción alguna sandez radiofónica elogiando la calidad de la uva y el aterciopelado tacto con que te humilla las papilas gustativas para dejarlas por siempre presas de un gusto que seguirás, hasta el fin de los días, saboreando. Y eso sí lo recuerdas. Alquimia de la memoria buena, la no envenenada por más exceso que el que deseas te exceda hasta el hálito postrer.

Sueños regalados. Vino barato. Ya es septiembre. Agosto pasó con un único simulacro de incendio. Han aprendido mucho las autoridades forestales, tras tantos años de fuego provocado. Tal vez demasiado. Cuántos incendios no sufrieron, en tiempos recientes, las tierras extremeñas. Me dijeron, hace años, que ella marchó de Badajoz. Todo lo que tenía su familia, un puñado de tierra y dos tejados, desapareció arrasado por el fuego. Pues bien, aunque lo siento. Pero es que no recuerdo su mirada, menos su piel. Dermis no calcinada entre los dedos es simple materia de la memoria equivocada. Además, creo que ya lo he dicho, aquella noche todo fue alcohol malo. Cuántos incendios no habrán visto aquellos ojos tras el antifaz de los años. Cuántos incendios no he gozado yo, pirómano del instante, avanzados los años, libre de telas que enladrillen la memoria. Pero pasó agosto. Y un sólo simulacro de incendio. Eficazmente sofocado, agentes forestales demasiado bien entrenados.

Otoño ya se adivina mientras recuerdo correrías de carnaval que olvidé y me adivino otro mal trago. De vino barato y sueños regalados. No hay envoltorio que recomponer. Como las pavesas, están expuestos. Si alguien los quiere, los regalo. Allá ese alguien lo que haga con ellos, lo que de él o ella hagan ellos.

lunes, 12 de agosto de 2024

la palabra es un virus


 Aquí me quedo,
aquí con ella
Enrique Bunbury

Destruye y apacigua y regenera y te proporciona la lucidez de la que careces, de tanto en tanto, cuando la luna es una broma que juega al escondite usurpándote sus húmedos volúmenes de pez insensato y luciérnaga arrumbada al más profundo desamparo. La palabra puede, te susurra una voz que ya hubiese querido Sinatra. Y tú te lo crees, y llevas a lo hondo esa dicción que formula tus propios deseos. Ojalá supiese yo usarla, utilizarla... a la palabra, claro. La palabra es puta de bajo saldo y se deja pervertir incluso sin transacción monetaria, disculpen las y los adalides de lo políticamente correcto, pero la carne sólo es de quien la merece, y eso no admite trato.

Vengo de días como menstruaciones, batallando contra el dolor y la hemoglobina que no da bien en las teleseries de lo contemporáneo. La sangre ya no sienta bien ni a los niños del apartheid mahometano, que importan más que yo, por niños y por futuros inmediatamente exterminados. Y acudo a la palabra y en ella me refugio, y bajo ella hago acampada que huele a musgo, muslos y miel y, sobre todo, a sudor que puede extirparse del correteo ebrio de caballos, acordes, unicornios o tajos en los labios. Amar la palabra y regresar a ella y agradecer la que te regalan. Esa es toda la batalla en que, una y otra vez, agradeceré ser vencido. Es una cuestión personal. Entre ella y yo. Porque la palabra puede y es victoriosa cuando sólo es tinta o berbiquí digital dispuesto a perforarte los párpados.

Hoy que pienso en la palabra, hoy que comprendo por qué la amo de esta manera loca y a la par consciente y recia como la sangre que aún me bombea el corazón conocido y el otro. Hoy que pienso en el libre revolotear de las ideas, un amigo al que amo me cuenta de cómo estas hacen nido en otras mentes que no por menos generosas dejan de ser lúcidas y valientes. Uno escribe, cuando puede, cuando no le queda otra, cuando se comprende invadido por un virus insoslayable, sin fin ni principio y carente, sobre todo, de principios más allá de los que le imponga la virulencia de la palabra. Las ideas no tienen dueño, y ojalá dure siempre su vuelo de pájaro no domesticado, su graznido de cuervo nunca amaestrado.

Me enredo y sólo quiero decir que hay quien usa la palabra para mejor amancebar el salario, y quien la recibe para violarla en la intimidad del pensamiento manso, ese que, sí, se sabe humilde y cauto. Hoy he vuelto a Tánger y tú, que nunca has estado, me has llevado. A ti me entrego y, nunca lo dudes, en ti me quedo. Todo lo demás será literatura de la mala, de la que esparce ejemplares a espuertas y llena las arcas del acordonado mercado en que habitan los mercaderes de la palabra que, igual que los mercaderes árabes arribaban a Tánger con un suculento cargamento de esclavos, arrecian hoy a las puertas de este mercado libre forjado entre andamiajes de rejas que no conocen sus costuras. 

La palabra puede, y la mimo y la violento y la violo y la pervierto y la dejo que me folle con maneras de verbo macho mientras sólo pienso en acariciar su piel de duda y esparto, lamer su miel de grieta y amianto, contemplarla temblando sobre la sierpe temblorosa de mi erección más amarga, esa en que ella se contempla poderosa y brava, esa sobre la que ella se deshace en gloriosas verborreas de latido y sangre recién lamida del sable que implora emprender una nueva batalla, cada día.

Las ideas son libres, pero por encima de ellas siempre estará la palabra: virus que no dejaremos de amar. Como nunca a quienes la gozan mientras nos clavan las uñas en la espalda.

P.J.Harvey&Nick Cave ©Dave Tonge


sábado, 3 de agosto de 2024

reivindicación del mono

Me asomo al abismo desde el teleférico que surca las cúpulas del cielo en su trayecto de ida y vuelta sobre la ciudad de La Paz. Munay esparce su jolgorio niño como quien confecciona bombas de racimo con las nubes. Desde arriba, ya casi alcanzando las planicies de El Alto, imagino a Robert Plant aullando whole lotta love. Led Zeppelin, el martillo de los dioses. El mismo que pareciese haber descargado su último golpe contra el altiplano para forjar en revés las miles de vidas que pululan lo hondo de esa abismal herida en la tierra que supone La Paz. Quien no se ha asomado al abismo no llegará a comprender, jamás, el sentido que pueda tener la vida. Quien no lo ha habitado saldrá de esta ileso, pero sin haber vivido. 

Días de acantilado y memorias de despeñadero para un futuro incierto. Días de hacerse torniquete con trapos de saliva huérfana, de suturarse llagas con briznas de esperma tartamuda. Días de desaparecer hacia dentro sólo para descubrir el vértigo, y sacar a pasear al antropoide que cantaba Umbral en su Mortal y rosa. Asimilo que me habita un antropoide que, con el paso de los años, se enseñorea de mis placeres, mis sueños y mis días. Un antropoide dispuesto a golpear en la sien a la mujer que logre desaparecer, con un juego de manos que ya quisiera el más exquisito mago, a todo el género femenino. Manos afiladas en uñas que uno necesita roturándole surcos en la piel. ¿Dónde la sangre? Contemplo mi pecho y me horroriza descubrirlo intacto. Así que paseo con Munay un verano apócrifo y un Madrid infartado de turismos zafios y paellas de saldo. A ver si logra, de nuevo, reventar de fiesta y balbuceo los ecos del acantilado. Y es que Munay golpea más fuerte que los Zeppelin, aunque su tronar no sea tan bravo.

Claudio me habla desde Denver. Confluimos, de nuevo, ambos lejos de Bolivia. Él por obligación, yo porque prefiero recordarla para no intentar comprender por qué no comprendo nada. De eso me habla Claudio, justamente, aparte cuestiones más importantes, de lo irracional que, lo siento, hermano, no se cura con la edad. Años haciendo de lo irracional bandera para, justo ahora, cuando ningún abismo me aterra más que aquel contra el que no pueda despeñarme, desear un poco de raciocinio para avivar el incendio. Se me cruza el fantasma de Umbral y pienso en mi antropoide sosteniendo en una mano una antorcha y arrastrando con la otra, toda garfios y cabellos, a la hembra que no se decida a salir de la cueva. Porque el antropoide es sabio, en ocasiones, a la manera de Platón y ningunea la intimidad de la caverna. Mi antropoide, en ocasiones, aterra. Podría dar rienda suelta a sus más bajos instintos, los únicos que ostenta, en cualquier lugar. En la esquina de una calle sin siesta, en las escaleras del Metro, a la luz de la tarde en un parque y hasta en un vagón de tren, siempre que este le conduzca hacia un futuro en que poder reivindicar que sus más bajos instintos despiertan aromas que ya quisieran los hacedores de arboledas y los mártires ferroviarios. Ya dejó escrito, el poeta, que lo que aterra es, llegados a edad en que sólo nos reivindica el animal, que se nos muera el antropoide.


Todo esto, claro, no se lo explico a Munay, que aunque vivaz y despierto aún tiene por delante una vida en que su antropoide permanecerá enclaustrado tomándose el tiempo necesario para imponer su reinado. Por eso paseamos Madrid rodeados de muertos baleados por un granizo de verano tullido e inexacto, y buscamos al antropoide en exposiciones bizarras, por orientales, y jugamos con orientales palillos a devorar pescado crudo. Cuidado, ¡qué viene el antropoide!, le digo tras naufragar en mi paladar un pedazo de salmón muerto. No lo entiende, y el sushi no es de su gusto, y está bien que así sea. Mientras, los dioses han decidido dar un martillazo al cielo, y se desangra en cartas de amor el vientre de esa hembra que es el firmamento. Cartas de amor que sollozan un aluvión de humedades que bien podrían portar, calle Atocha abajo, todo un murmullo de peces que puedan dar a la mar. Crudos, pero aún vivos.

Sale el sol, de nuevo, y caminamos calles como quien surca vertederos. Los turistas ejecutan selfies y se emborrachan a la vereda de erbianbis que antaño sólo contuviesen ebriedades de ancianidad y soledades mundanas, y un yonqui sin plata se retuerce en una esquina soñándose víctima de sobredosis. Munay agarra mi mano y yo le pido que la apriete más fuerte, porque tengo miedo. Él me pregunta qué me aterra y yo le respondo que pensar que se me pueda morir el antropoide, pensar cuánto tiempo podré soportar el mono. Él no lo entiende. Suena contradictorio. También le explico que temo la hondonada abismal de La Paz, donde florecen monedas que se beberán de mala manera muchos de los que habitan El Alto. Y para poder soportar el mono le narro una vez más aquellos viajes que no puede recordar, aquellos trayectos en el teleférico que recorre los cielos para enfurecer a los dioses forzándoles a descargar torrencial lluvia de miserias sobre los habitantes de una ciudad que no logra conciliar el sueño. Tan cerca están las estrellas, tan abajo y tan profundo, en plural, los sueños. La Paz, creo que ya lo dejé escrito, es la única ciudad en que lo que debería ser sur, por más profundo, lo habitan ciudadanos de billete fácil y juerga meditada, mientras que lo que debería ser norte, por más elevado, mastica los pies de quienes se mastican jornadas hechas sólo de hambre.

Logramos derrotar el calor y regresamos a casa para encogernos frente a la enorme vacuidad del ventilador. Dejamos que cante Neil Young, que se desperdiguen sus palabras como asesinatos en serie bajo la tienda de campaña con que hemos ninguneado el salón. «Words», en su versión de 15 minutos. Munay prefería «Alaska», pero ya le explico que no está lejos de Canadá y que si escucha a Neil comprenderá que algún día podrá desaparecer como Greta Garbo y mudarse a ese poblado inventado que tanto le gusta. Y yo, también contigo, que regresas a casa demasiado acalorada. Necesitas una ducha. Mi antropoide reclama tu sudor. ¿Cómo solventamos, amor, tal disquisición?

sábado, 8 de junio de 2024

decenios

2014 boqueando años salobres. 

Huir de un país al que hui para desconocerme un poco más, perderme en chicherías y sonrisas niña, malabares de espuma como la mar juega peces en sus esquinas, y ya 2024 y cuando los bares deciden echar el cierre, increpados por los camareros salimos despacio, sin haber pagado, cargando una maleta de sonrisas como futuros que nos reptan la médula espinal y otra verde a lo Brando, falsa pero blanca cuando vacía de palabras, ya disponemos esta enciclopedia de ansia que nos regalamos al ritmo al que desperdiciamos caricias que no lo son y miradas que se insertan en la base occipital de nuestros anhelos. 

Para qué palabras si ya nos regalamos casi todas… casi todas, porque aún nos restan párrafos que descorchar, ganas de expresarnos y mordiscos que albergamos en la rueda de reconocimiento en que, recluido, un universo se desea felicidad como en un fade out de Neil Young

Y tras el silencio los pasillos del aeropuerto, abandoné Cochabamba en vuelo y siempre el desvelo, y ya dejé escrito que odio los aeropuertos, su mnemotécnica inviable de filigranas que se sueñan continentes en las pupilas bovinas de viajeros que han de esperar el chascar dedos con que el negrero les regale tiempo en que se sueñen viajar y conocer mundo y expandir el conocimiento. 

Y yo de viaje desde que en 2014, con la tinta rugiendo las venas me decía cuántas historias que contar, tanto por escribir y hoy, 2024, nada de lo que importa en lo escrito. La misma historia, la vieja historia dirán quienes no tienen historia que contar. El tiempo no descansa, como el óxido atrapa todo lo que de valor puede haber en el interior incauto de un conglomerado de poleas y matraces que urgen émbolos porque se saben fugaces, mortales. El tiempo, infartando conductos que nunca imaginaste pudieran ser violentados por su furor asquerosamente macho. El tiempo, ronroneando verdades que no deseas enfrentar pero arañan mientras juegas a ignorarlas, enquista en tus pasos pedazos de fragilidad. Piel de reptil, osamenta de cristal. 

¿Cómo no seccionarte el aliento con los bordes de un calendario? Sé que tomarías otra cerveza y yo, egoísta, sólo ansío contemplarte enhebrada por el sueño, quieta salvo en tus músculos más incautos, esos que fotografío para la posteridad que no llegará. Sí, claro que quiero, deseo, necesito beber contigo, y beberte, hasta la embriaguez. Pero turbinas me anidan y émbolos, ya lo dejé dicho, máquina soy, fuerzan maquinarias y máquina es producción, y cosecha y sobre todo siega, por mucho que sea incalculablemente minuciosa cuando he de yacer contigo, sangre obliga, nacer dentro de ti para inquietar la madrugada y prometerle que no llegarán las horas bajas. Y es que necesito descansar, eso que llaman dormir. 

Dispara te digo, mientras tus labios entreabiertos hacen acopio de noche y la luna se llena de ti para envidia de morabitos y pavor de vecinas que buscan por los rincones arañas a las que seguir su teje que teje el día de mañana. El tiempo pasa. El tiempo y la luna tricotan delicados redobles de nieve sobre la piel de tambor cuando tu vientre ignora quién lo respira. 

Dispara te digo, y yerras el tiro y sangro y duele y no hay vitamina que me consuele porque el cuerpo es tacto y es tiempo y es sonrisa y nunca espanto. Pero espanta contemplarte desde tan abajo y, tan lejos, recordar 2014 y quererte reptar más allá de 2024. Muslos, relojes y aviones. Fuego cruzado. Miembros de cristal. Sonrisas de payaso, ya no el triste ni el contrario. 

Diez dedos para contar diez años. Locomoción y el camino por delante y un conejo que siempre llega tarde.

lunes, 6 de mayo de 2024

en el camino

Te preocupa que te deje.
Nunca te dejaré.
Sólo los extraños viajan.
Siendo dueño de todo,
no tengo dónde ir.
Leonard Cohen

A algún tugurio de la España, vamos, decías y, una vez más, conducías mis pasos entre vidrios que se habrían de romper rayando la madrugada, Dennis, hermano. Sólo había sido otra semana de dejar perderse pelotas de malabar en los resquicios del asfalto. Los niños columpiaban su temperatura lechón a ritmo de monociclo, pedían dinero entre los autos, asfixiaban con sonrisas los faros y los llantos de llego tarde a casa, otro bloqueo, puta, ya es tarde y hoy es jueves noche de machos. 

En Cochabamba, ya no recuerdo, puede ser que sí, los jueves eran noche de machos, de hembra los viernes, o al contrario, pero había un día estipulado para los desvaríos noctívagos de una y otro siempre en compañía de los de su propio sexo. En sexo, tal vez, pensé en más de una ocasión, derivarían tales riesgos. Tú me desmentías, Dennis, sabio, que toda noche es suplicio cuando sólo se busca la semilla del trago para reverdecer la violencia o el llanto. Y nosotros lagrimeábamos sobrios y etéreos, dolidos pero aún enteros, al filo de otra madrugada que daría en nada. Regresar a casa, ¿qué casa? Aquellas cuatro paredes y el mugido de un gato y el ronroneo liebre de mi Munay todavía perdido en el extrarradio rosa de latidos y muérdago por venir del vientre materno. Le acariciaba, por sobre tu vientre, a él acariciaba. 

Cochabamba quedaba lejos, afuera, tan sólo el murmullo de mar muerto de aquel río Seco que acunaba nuestras noches con su murmurar tan sólo vertederos hasta que llegase la siguiente crecida. Y Munay crecía y en mi interior algo sabía que no se sabía nombrar porque le faltaba aliento. Y hoy, a años luz, me recuerdo y me pregunto si soy un faquir o sólo un remiendo. Enfrentar el pasado y no dolerte de él. Únicamente contemplar, desde afuera, cómo te ha conformado. Aún tiene movilidad e incluso deja rastro en algunos senderos. Cada día menos, lo comprendo ahora que sólo sueño con horadar caminos alejados de todos y todo lo que logre dudarme, como frente al espejo, si aún me reconozco. Pueda ser que lo haga, pero nunca me recomiendo, y la hembra es sabia y sabe mirar y es por ello que tal vez lo único que me regale sea alejarme de su aliento.

Algún tugurio de la España y una botella de vino comprada en un tinglado con telarañas de sombra mordiendo la comisura del labio ciego de la caserita, que no te regalaba las buenas noches si no le aumentabas el peso en la mano al verterle las monedas que compraban aquel vertido en que, después, nos precipitábamos. Y hablábamos, Dennis, y siempre aparecía Scarlet y mi loco empeño en soñar su sonrisa crecida en gana de morder la vida. Tú me decías haz algo, hermano, sigue luchando que ya no se aproveche más el gringo estos niños son tu norte. Y hoy se me antoja sudario. Hoy todo lo que amo se me antoja sudario mientras brindo por los pasos perdidos no con Aranjuez, Dennis, que acá, el vino, aunque más caro, duele menos el paladar. Que lo que duele, siempre, es la distancia y por eso sigo anclándome al sueño del nonato y preguntándome a qué huele el mañana cuando ya conozco todo aroma para mi futuro y sé que es frustrado.

¿A qué huele el mañana? Nunca me lo respondiste. Pero sé cómo aroma Munay las estancias y las impregna de sueños en que, para huir la pesadilla, escalo ramas de bambú ansiando alcanzar el cielo. Que lo toqué. Que lo he tocado. Mira mis huellas dactilares y comprende por qué se borraron. Porque el cielo quema y tal vez sólo Luzbel sepa cómo se desorienta el paladar, tras el amor, como tras el alcohol, para quedar seco de distancia y algo así como acartonado.

Caminábamos Cochabamba y llegaba la hora de regresar a casa. Munay ya estaba naciendo. Pero La Cancha me llamaba, con su plenitud de orines, sus trapicheos mugre y sus maneras de sándalo encendido sólo a mayor gloria de quienes no llaman futuro al método de buscarse el trago o el alimento cada día. Nunca lo supiste, Dennis, o sí, pero tomaba el taxi y pedía al chófer que me regresase a La Cancha. Ahí veía niños boquear entre mareas de plástico, me dolía de los míos, que me esperaban al día siguiente ejercitando músculos y mandíbulas antes de la hora de la comida, y regresaba al verdaderamente mío cuando ya casi nacía, para acurrucarme en la frazada mercurial de su latido. Angie abismaba pupilas en mi deambular por la casa hasta recogerme en murmullo de porvenir al que hoy, desorientado, hago eco con mi desvestirme en el cuarto de baño, triste desnudo, declive por más que lo nieguen: el futuro es esto que hoy, esto a lo que tú recompones, cuando se te antoja, los pedazos.

En las calles aún podía comprender el jeroglífico exacto que habían tallado en lumbre Scarlet y el resto de malabaristas del hambre cuando a lomos de monociclo. Y un puñado de pelotas puro trapo recomponiendo el asfalto. Es tarde, aullaba la caserita, y te marchas o te marchamos. Hora bruja de recoger los trastos. Tú ya acariciabas los sueños, Dennis, y yo aún andaba perdido en Cochabamba tanto como esta noche ando perdido en mí pensando sólo que lo más sano, a pesar de adulterado, sería emprender, de nuevo, el camino.


martes, 26 de septiembre de 2023

de mayor quiero ser poeta social

de pequeño me enseñaron a querer ser mayor,
de mayor quiero aprender a ser pequeño
Enrique Bunbury

Ahora, que se ha acabado el verano y todos regresamos al redil para no sentirnos desubicados, paseo las calles estrechas. No las amplias avenidas. Porque en lo estrecho, la luz es un milagro. Como cuando separas las patas de un cangrejo y te invade, antes de saborearlo, el fulgor de todos los milagros que la sal compuso para tu paladar, arrebatada cual Wagner soñando valquirias mientras otros le soñaban invasiones a sus pentagramas y a los cuerpos que nunca se soñaron desahuciados. Y de pentagramas están hechas las calles estrechas. Y todo es música en ellas. Y los alrededores son mercado en que no deseo comprar.

Porque ya pasó el verano, y la ansiada ansiedad por comentar a familiares y extraños los deambulares de tus pasos por el orbe han quedado muy atrás. Y no han impresionado a nadie. Todo ha sido una competición de kilómetros acomodados, sonrisas de Instagram y dineros malgastados.

Ahora, que se ha acabado el verano, volvemos a recluirnos en nuestro pequeño mundo raro. Y yo sólo sueño con agarrar la mano a mi madre y susurrarle al oído: mamá quiero ser artista. Pero eso, hoy, suena algo así como desangelado. Así que le susurro que, de mayor, quiero ser poeta social. Porque formamos un conglomerado de carne cruda al que alguien debe reprender por seguir erigiéndose en rebaño. Y ser poeta social ayudaría a más de uno a sacudirse el barro. Eso pensamos, los que nos deseamos creer poetas y, además, sociales, cuando, llevados por la angustia existencial soñamos haber encontrado el camino hacia la redención siendo pastores de almas perdidas, como el gimnasta aquel de las barbas y los panes y peces haciendo orgía entre sus labios. 

Y el camino era de espinas, como la corona del mesías. Pero a mí, los panes, sólo tú me los provees, entre fogones y caldos de buena añada. Y los peces: hacia dentro, cuando nadan con maneras de salmón tan feo como mi cuerpo desdoblado en gimnasias que se desearían soviéticas y dignas como el proletariado pero quedan en naufragio.

Así que, finalizado el verano, he decidido que mi mayor deseo es ser poeta social y cantarle versos al deambular esclavo de los parias de la tierra que habrán de erigir sus manos para reclamar su pedazo de pan sin multiplicar, el fin de las ayudas de panes múltiples para los de siempre (esos que llegan de lejos con el cuchillo entre los dientes) y la seguridad del fin de mes numerado con las cifras de un salario falso. Cifras, números a los que cantar para ver si así se multiplican como pescado chapoteando el milagro de la lotería navideña en caudal de sonrisa ante las cámaras que afilan las envidias de los fracasados sin remedio.

La Navidad acecha en esas oficinas de El Corte Inglés en que ya diseñan campanas para otro año que tañe todo lo que a nadie atañe, salvo si es poeta social. Y las uvas se me atragantan, antes incluso de rozarlas con labios que hoy sólo desean esa bala en su recámara que sabe a uva no domesticada y anda presta a invadirme la tráquea.

Ni poeta, ni social, madre, ya ves, y no me reprendas. Pero me sirvo otra copa de vino, porque no cejo en el empeño.


 

jueves, 3 de agosto de 2023

la temperatura errónea de los días de verano

Hay días en que la vida suicida a un nómada mientras muchos transeúntes de la irrealidad se toman fotos en lugares exóticos o inhóspitos que la realidad nunca les quiso regalar. Cosas del veraneo y el me voy de viaje con o sin doble sueldo. Sí, en este terruño todavía hay merecedores de pagas extra, que bien reciben, con mandíbula desatada en soflamas de agradecimiento al dueño. Cosas de hidalgos y siervos, así estamos. Y por eso decidimos colonizar la costa y aquietar con nuestra temperatura de orines el baño plácido de las medusas y los delfines.

Llega agosto y cierra España, como tras Santiago. Aunque hasta Santiago también se acercan hordas de penitentes del jolgorio de postal. Ese que se hace pasar, al regreso, por musculado, beato, dolorido y espartano. Y así nos va. Y así nos luce el pelo (no hablo por mí, ahora, que luces pocas si refiero a mi cabello). 

Afuera, en la vida real, personas que no debieran, mueren. Afuera, en la vida real, quien más merece un fragor de humedad para no morir otro poco, languidece de centígrados y no hay termostato que los aquiete. Afuera, en la vida real, las copas también están llenas, pero de minutos perdidos que crujen más que la espuma de cerveza. Afuera, en las costas del destino, todo es un deambular desorientado y una lágrima al filo de los noticiarios que aún nos transmiten, en prime time, el baño orondo del oficinista a saldo al que los hijos increpan, más sabedores de la vergüenza que habrán de soportar cuando el otoño les regrese al colegio y sus compañeros de clase les regresen al rubor de haber visto bailar lorzas orgullosas, a orillas del Mediterráneo, a su propio padre. Pero él, al fin, salió en el noticiario. Cosas de la caló. O cosas de Warhol. Los niños se preguntarán por el sentido de la vida o caerán en el abismo pensando que el universo se expande.

Hay días de verano en que el invierno muerde con dentadura más feroz que la que se le presupone a todo infierno. Días de perder las noticias porque pierde el que, de verdad, con barbada ferocidad, te las quiso estar, durante años, contando. Días en que descubres que hasta el Death Valley estadounidense, el lugar más caluroso del planeta, se llegan hordas de turistas para fotografiarse junto a un termómetro que muestra el declive de todas las civilizaciones. No miento, lo leí en la prensa. Y no era bulo, me he permitido ese sano ejercicio de constatar lo que leo cuando pretendo informarme. Me enseñaron otros que hoy ya no, esos que se van y duelen. 

Sí, leído y constatado. Los habitantes del citado valle de la muerte languidecían de ídem por el calor, hasta hace poco. Ahora la temperatura no importa. Aquel lugar ha entrado en las rutas de los touroperadores, y aunque Belcebú continúa celebrando allí sus bacanales, los lugareños ya tienen dinero a espuertas y pueden adquirir prodigiosas máquinas que les acondicionan el aire. Miles de turistas dispuestos a sufrir temperaturas que superan los 56º sólo para instagramearse y sentirse inmortales. Mientras, otros mueren, y no pueden contarlo como sabrían: mejor que nadie. Otros que han recorrido batallas y han salvado el pellejo para despellejarnos el sentir de las víctimas que nunca soñaron disfrutar de estos períodos vacacionales, víctimas de la vida cuando se pone seria y nos recuerda que somos mortales.

Pero no hay batalla alguna, a día de hoy, más allá de la foto que fotografía tu cara de foto fotografiada en el instante en que te juegas la vida para salir en la foto y sentirte fotografiable. Disculpen, el teclado ha estado bebiendo, y para mí 30º en solitario son más calor que el del ciclista que ha dejado atrás al pelotón y se acerca a meta henchido de Euritox. Y sí, me sé mortal. Por eso sólo ansío un baño de calor inmortal y una instantánea que incendie todo de pasto crecido hasta límites inconfesables. Y soñar con una tierra sin calor de averno. Y con la aniquilación de todo aquel que lo jalea ignorando lo real sólo por salir bien en la foto y regodearse en la oficina de sus vacaciones pagadas con broma mortal durante todo el invierno. Y de paso, por qué no, que sigan viviendo quienes aún estén dispuestos a contármelo. Y de paso, por qué no, que me regales otro baile de fuego y que nos mordamos rodajas de carne y rabia de sabernos tan mortales. Y  hacerlo eterno aun a costa del fragor de los relojes.

Porque, al fin, aunque tantos lo nieguen, somos mortales y la temperatura es importante.

domingo, 25 de junio de 2023

hallo spaceboy

                                                                                                         
Papá, dame la mano que tengo miedo
Leopoldo María Panero

En algún momento tiene que llegar, me dices, con una canción añeja danzándote los párpados. Suspiros de España, dices, nunca te gustó, pero es hermosa. Yo sólo pienso en la versión que acuchilló Diego El Cigala, y tiemblo, pero no te respondo porque más vale sonreír, ahora, y recordarte que tenemos que repetir cocidito madrileño en Vallecas, como antaño, por ahí quedó escrito, ¿quién lo recuerda? Yo, hijo. Al menos leíste un texto mío. Claro, eras el protagonista. Y ríes deformando la vasija de tu paladar en falsa ouija. ¿Quién viene? No tengas prisa, ya vendrá, llegar sin aviso es de mala educación. Salvo que sea ella, clamas y ríes. Sí, padre, salvo que sea ella, tienes razón, como la tengo yo al confirmarte que si todo llega no todo ha de ser malo. Pues eso, hijo, lo bueno también llegará, ten calma, cierras.

Abro los ojos. Pasamontañas de hiel en los párpados. No más esconderse. Sólo terrorismo del bueno, ya me entiendes. Ya me enciendes. Que la realidad no me interesa, padre, te digo, y que me la sopla Ayuso y me la pelan sus tropelías, tanto como los puentes de Chicago. ¿Dónde está eso? Por ahí, por los states, padre, pero aquí, ahora, esa mujer que incinera con sonrisa el daño es una enfermera y no tiene brazos de alambre ni pies de barro, deja de mirarla como si te estuviese buscando un cuarto oscuro, sólo hace su trabajo. 

Qué sentido tiene el poema cuando sólo la carne es poema y no puedes degustarla, me pregunto y no te lo digo. Ya ves, en situaciones como esta y yo pensando en Poesía. Pero es que siempre está, tú no lo entiendes, porque ya lo has vivido y tienes tu Poema y te espera afuera. Así que me ahorro la perorata y te miro y sonrío y te concedo que sí, aunque no tenga certeza, que si todo tiene llegar también habrá de llegar lo bueno. Sí, claro, hijo, esta pieza late con ayuda pero la tuya ahora está en otro lado, pero ten seguro que llegará, porque todo llega. Ahora sí te lo pregunto: ¿qué sentido tiene el poema cuando sólo es carne y no puedes degustarla? Tal vez la esperanza de saber renovarla, a lo Cronenberg, la nueva carne. Eso no me lo dices porque tus pupilas tienden más a Lynch cuando el funcionario de lo sanitario te dice que todo funciona y las autovías del sístole diástole mantienen sus coordenadas. De qué manera, ya lo veremos. Calma. No hay prisa. Calma, no hay prisa, me sonríes.

¿Se me escapa el poema, papá? ¿O lo equivoco y por eso duele? Qué cosas me preguntas, entre apósitos y silbatos de ferroviario anestesiado, ahí tan cerca. A esa sala que no me lleven. Tranquilo, estoy a tu lado.

Estás solo, me recuerda una voz de antaño que no lo es tanto, y lo sé, y se desgarra la garganta El Cigala mientras un legionario danza bajo la lluvia de un extrarradio hecho campos en resistencia y negación, nunca contemplarse incinerados de fusil y agravio. Ay, hijo, el pasodoble, si es que no lo has escuchado bien. Lo sé, padre, lo sé, y tal vez no lo escuche porque le tenga miedo. 

¿Recuerdas Vallecas, hijo? ¡Qué cocido! El vino, del Bierzo, como mis antepasados. Ya lo sé, ya me lo has contado, también lo de tus ascensos en el banco sólo para que te condecorase un rufián condecorado de latrocinios y familias vencidas por el fin de mes acurrucándose en el barro. No te llevaré la contraria, ya sabes lo que pienso. De ellos. Del terrorismo. Del terror. Del brazo armado, este, ahora el tuyo, para levantarse de la butaca y acompañarte al box de aquí quedas tú y yo tengo que salir hasta no sé cuándo. 

Hasta ahora, padre. Y te regalo mi espalda para que la veas combada y no te resulte extraña, mientras me llega su voz y lo único que sueño es su abrazo y el cobijo urgente de su regazo. Porque la poesía será efímera o no será. Pero es que ella no es efímera, porque ella es la Poesía. ¿Y eso?, preguntas ya casi sonámbulo. Es que ella no me abraza, pero me trae su voz quebrada de versos que me extirpan todos los ocasos. Pero estás solo, me recuerda una voz de ayer mezclado con gorgoritos de alta gradación y desamparo, Campo de la Cebada, allí bailábamos tu madre y yo, resuena tu voz mientras camino hacia la sala de espera como enderezado por un fusil que me conduce a la salida que no quiero, Suspiros de España, y aquel soldado en la película a que ponía voz El Cigala. Y a mí, ahora, padre, el Campo de la Cebada, sólo se me aparece como un descampado de chulos emulando a Lou Reed antes de emprender el camino hacia el lado salvaje de la vida. Ese en que no nos quiero. Aturde el veneno.

Salimos del pabellón de urgencias y fuimos a festejar, pero a mí, todavía, me faltaba su voz, y más aún hoy, que la necesito un grado más que hace dos días, un mundo más que hace dos años, qué cosas. Voces en grafía imbécil de teléfono móvil, ¿cómo estás?, bien, gracias, todos preguntan cómo, nadie pregunta dónde, y quien lo quisiese preguntar se esconde tras lanzar la primera piedra. Aquí mi otra mejilla, esa en que crece más la barba de papá pitufo, ya más escarcha que hombría, para recordarme que no es posible ninguna simetría.

He descongelado dos pechugas de pollo que contenían el recuerdo de una expedición al ártico en que claudicaron fogones locos, anfibios, temblorosos, y ahora no sé qué hacer con ellas, con estas dos pechugas de pollo. Las colgaría frente a tus pechos milagro para enfurecer al dios que se creyó hacedor de seres y sólo parió abortos de ave que nunca desplegaron aviación ni acuario. 

Estás solo, me susurra una voz hecha marfil de sonrisa y lo sé, tanto como que hoy te necesitaba más que hace dos días e incluso más que hace dos años, todavía, cansino, me repito. Pero hay necesidades que cubrir y no han de ser siempre las mías. Las dos pechugas me increpan, algo habré de hacer con ellas, Munay tiene hambre y yo poca imaginación y demasiada filosofía. Abro la nevera y comprendo que el jamón, aunque de bellota, se estropea. Y pienso en piernas de gorrino, y me asquea como a musulmán, y pienso en piernas hembra, tan sólo una de ellas, ¿cuál?, la noroeste o la izquierda, qué más da, la sin curar o la que estira la herida, la del dardo contra el techo o la del disparo contra el cielo, esa que abre un boquete a la nube que rumia temperaturas para sajar de envidia al cielo, tal vez a ese otro dios que algunos llaman Zeus.

Y tus dientes, padre, pronunciando el paladar a la infección de saliva seca de que hemos hecho colchón aquí, en la sala de espera del edificio de urgencias. Pero sigue funcionando, afortunadamente, el mecanismo maltrecho de los años. Todo está bien y chocaremos vidrios al salir, pronto, y yo besaré con fruición el primer trago de esta primera cerveza. Mientras, soñaré que comprendes esta insensatez mía de batallar con la palabra, tan muerta pero aún viva, cuando es vehículo torpe en que trasladar de un hemisferio a otro mi latido, de un trópico al opuesto a su acérrimo enemigo.

Y tu mano tan distante como guante: de mercurio, de seda, de piel a veces, siempre de sueño, siempre tu tacto en el mío, hacia los cielos disparado y despierto.

No es la distancia, no es el tiempo. Es la carencia de respiración, como estallido de branquias cuando no me esculpe la piedra frágil de los pulmones tu aliento. Descansa, padre, no temas por mí, sólo es que me desorienta las ideas, como a tus antepasados, el cierzo.

miércoles, 17 de mayo de 2023

la edad más punk

Hace ya un tiempo, firmé el epílogo a la descacharrante y gozosa puesta de largo literaria de Gerardo Cartón, hombre orquesta de la industria musical y de la música sin industria, además de amigo de muy largo, tal vez el que de más lejanías temporales aún resista los envites del tiempo y el allá tú con tu vida y sus circunstancias. Titulé, aquel epílogo, Carta abierta a un joven punk (o algo así, ya no recuerdo, mi ejemplar es compartido), robándole a mi amado Umbral sin contemplación alguna, como a él le gustaba.

Gerardo era mi compañero de pupitre, allá en los años del todo vale hasta que un cura te calce una ostia sin bendecir y a mano abierta. Colegio de Agustinos, creo que ya lo he dicho en alguna ocasión. Pero los dedos del párroco de turno apenas nos rozaban. Al fin y al cabo, predicaban el amor, y nosotros no podíamos dejar de amar lo mucho que nos reíamos de sus pequeños deslices terrenales. Gerardo vestía camisetas que rezaban (eso sí eran preces) Anarchy in the U.K. y Punk's not Dead, era un pieza de cuidado y derrochaba ganas de reconstruir la realidad, en vez de deconstruirla como hacen hoy tantos con la tortilla de patatas y otras gestas gastronómicas. Ya ha llovido, desde entonces, y uno cumple años y recuerda y concuerda con Gerardo en que esta es la mejor época de nuestras vidas, porque es la de hoy, y nosotros la hemos dado forma y la seguimos moldeando, cual alfarero, con las manos henchidas de poemas como latidos y caricias como labios.

Hace unos días, tuve la fortuna de asistir a un concierto de Carlos Ann. Y todo fue punk. Y todo fue amor. Porque el punk es amor, como afirmo en el epílogo al libro de Gerardo. Amor respirado en las distancias cortas cuando no dejan de ser largas, y no future a mansalva. Y es que no, no hay futuro, esa es la realidad. La realidad, ese futuro que nos edificamos cada día para mejor deshabitarnos ansiedades, tiempos pasados y otras batallas que sólo nosotros, con aullido, música, víscera, poemas y desgarro, podemos vencer. No future es el hoy sin miedo. Es saltar con vértigo, sí, claro, pero sin dejar de abrazar el arrebato. Es autogestionarse los placeres más allá del onanismo. Es intensidad aunque te vaya la vida en ello. Es buscar, rechazar, destruir, rehacer, reconstruir, compartir. Es amar. Es reírse del todo en mi contra y afirmar que yo a favor. ¿De qué? Del latido, la sangre, el esperma, la saliva y todos los fluidos que acabarán abandonándonos, antes de que lo hagan. 

Carlos Ann, vivo y en vivo en Madrid, el 4 de mayo de 2023

A estas alturas de la película, pasado ya el medio siglo, ¿a qué lamentarse y llorar y entumecerse en un rincón de la hipoteca o alquiler que algunos llaman hogar? Porque el hogar está, siempre, en otra parte, y no lo creas tú sino que te lo regala, si tienes suerte, alguien. Decía que a estas alturas de la película mejor hacer como Carlos Ann y saltar al escenario de una noche madriles adocenada en el trasiego de turismo franquiciado y terraza con tapas caducas para merendarse al personal. ¿Qué mejor tapa para la descarga sónica, sensorial y emocional que nos regala el poeta? Porque Carlos, como Gerardo, como todos los punks que siguen comprendiendo, pasada la edad en la que tantos claudican, qué era eso que llamábamos punk, baila, serpentea y hace gruta en su voz a la poesía cuando es melodía que hiere y te acomete por la espalda. Sí, también salta entre el público sin temor a romperse la espalda. Sabe que, de ocurrir, podría reconstruirla y alguna razón habría para que ocurriese. Carlos no le teme al futuro porque sabe que no existe. Por eso viene de lejos autogestionando su música y su creación toda, aullándola contra todas las lunas cual licántropo libidinoso, desangrándola con arritmia y síncope punk sin miedo al desconcierto del personal. 

Desconcierto, he escrito. Qué sinsentido cuando hablo de eso que antaño llamábamos «un concierto», y que nos permitía durante minutos como futuros no escritos anclarnos en el sueño de una vida más plena. Pero llegó la vida y no era esto. No me da la vida, dicen algunos. Pues que se la dejen al resto, que aún hay hambre de ritmo y melodía, de carne, arteria y latido para quienes nos sabemos surcando, sobre un bajel de nervio, esta estuación de muertos anclados de muñecas y mirada a la pantalla de un celular que de célula ni tiene ni tuvo nunca nada. 

Carlos, al fin, que me enredo, no ofreció «un concierto», sino que se inmoló ante los que le acompañábamos en un puro acto de amor pleno de rabia sana por el futuro que no nos espera. Carlos está vivo y se diseccionó garganta y musculatura para hacer lo que mejor sabe: Poesía. Sí, la música con que la viste, además, es sabia como savia vertebrando las venas de cada uno de los árboles que nos crecen hacia dentro sin que le prestemos atención a su necesario sustento. Esa flor que crece y estalla, siempre hacia dentro. No es por dármelas de mártir, pero a mí me sangraron varias llagas y hoy, un nuevo año, ya más viejo, me siento más joven y con menos miedo, más pleno de amor y más vestido de este vértigo que abrazo porque sé que no hay futuro y que el punk estaba en lo cierto. Así que hoy quemo las naves, descorcho y me/te celebro.

Gracias, Gerardo. Gracias, Carlos. Gracias, vida amor espina y gracias uva tinta que mastico como orgía de ti en los labios mientras celebro por vosotros, jóvenes ancianos, punks deseosos de saber que lo sois por muy temerosos que andéis de reconocéroslo. 

Pues eso: abraza el vértigo, no temas y salta, que aquí te espero.

¡Salud!

sábado, 13 de mayo de 2023

cocina, anochece, música, mayo

Eres el Aleluya en que se rompió Jeff Buckley y el sollozo en que se quiebran todos mis anhelos, dejé escrito hace tiempo, poco más de un año, ¿qué es un año? 

Cae la noche soplando velas de todos los cumpleaños pasados, como un Dickens de saldo a las siete y pico de la tarde. La noche cae, claro, en la cocina. Porque afuera es de día. Pero todo se envenena de oscuridad cuando no hay más luz que la de los fogones aullándote el nombre. Porque lo hacen y preguntan ¿dónde estás?, como en aquella vieja canción de Jaime Urrutia. Y no sé por qué pero mis oídos se cansan. La música atrona y decido descansar la audición encendiendo la mirada. Y ya todo es luz y se dibujan ante mí aquellas palabras con que pretendía congregarte hace poco más de un año. Busco a Buckley entre los barrotes breves del celular y me asalta por la espalda y sin aviso y con un estilete por colmillo esta versión en directo de su Aleluya. Porque es suyo, Leonard Cohen le concedió todos los permisos. Y se incinera la cebolla a lo bonzo y pienso que es por eso que lagrimeo. Y se rompe Jeff y pienso que es por eso que mis lacrimales hacen honor a su nombre y le bordan costuras de sal a las líneas de marioneta bajo las que mi mandíbula pretende masticar el recuerdo de tus surcos nasogenianos surcados de plenitud adragonada/adraganada.

Buckley le dedicó ese tema a Cohen, claro, cómo no, pero también a Nina Simone. Apago la pantalla y apago la luz de la cocina y la de la realidad toda. Cierro los ojos y regreso, a tientas, a la música, y tu nombre enciende todas las canciones cuando se revuelve desde las sombras, navaja en ristres, la voz de Nina acuchillando nuevas cebollas, desvistiéndome nuevas rodajas de piel que caen a mis pies para perfeccionar este mapamundi de desperfectos en que me vierto. Nina mastica mi estómago como chicle, desangrando cada sílaba de Wild is the Wind, incluido ese arrumaco hacia dentro que es rotura feroz por la seguridad de haber perdido a lo lejos, despeinado su rostro por el viento/tiempo, al ser amado. Como chicle, he escrito, inconscientemente. ¿O no? Como el chicle que le robó Warren Ellis antes de robarte la mirada para regalarte un solo acorde, solo uno, ¿lo recuerdas? Sí, sé que no olvidas cómo se combó el arco de su violín. Como se comba una habitación oriental que, desesperada, nos espera.


Así que Nina estrangula notas con sus cuerdas vocales como tú estrangulas mis vísceras cuando chicle en lo más hondo de tu pulso y más adentro, hechas solo de guitarra torpe pero tenaz por aprender los arpegios que te acunan el paladar cuando el anclaje, sólo para hacerme pensar que ya querría la Simone. Salvaje es el viento, desorientado y deshonesto, voraz a la inversa es mientras Bowie modula wild is the wind ensanchando una pupila sobre el mantel siempre dispuesto de tu vientre piel de tambor que nadie se atrevió a acariciar como merece su tersura de extrarradio calmo y ciego. Ciega la otra pupila, la de Bowie. Pequeña. Alucinada de luz e incandescencia. Mírate, te susurro. Acaríciate, te imploro. Tus dedos son senderos y tu vientre el Universo.

Universo en expansión cuando el celular dibuja tu nombre con su caligrafía de imbécil y artificial inteligencia que no pasó por el parvulario. Pero yo sí. Y contesto. Y tu voz. Y Nina continúa lamentándose. Y tú ríes y la cocina es pura extravagancia de aromas a comida mal compuesta y a esas piernas que se sueñan las ranas previo al beso principesco de un Quasimodo que sólo se hace bello en el batir palmas y jugos de tus pupilas nada Bowie. Y la cocina es luz, de nuevo, como las mañanas en que el café es maltratado por cucharillas que danzan cual serpientes drogadas al son de la flauta de tus lirios lorquianos.

Tu voz, llevada por el viento salvaje. Tu voz desde otro planeta. Y tu risa y la caricia que se pierde entre mis piernas, loca por soñarlas nudo entre esos muslos que viertes y tiemblas cuando la música, cuando el tiempo, cuando el ahora puede ser siempre si decides amarrarlo entre los dientes. Y bien que lo amarramos. Y bien que nos degustamos la sangre tinta y el vino harapiento.

Después has llegado. Yo aún no. Yo nunca llego, sin ti, a ninguna parte. El tiempo, ya sabes. El tiempo me recuerda que no he hecho aspaviento de efemérides esta tarde en las redes sociales, esta tarde que hace tantas como las que se contienen en los 15 años que han pasado desde que nos dejase Antonio Vega, palmeando melancolías como Curro El Palmo en aquel romance que le escribiese Serrat. ¿Escuchaste alguna vez versión más certera, dolida y sangrante? No. Sí. Bueno, la que de Berrio hace Chencho Fernández, que también recompone a Serrat en algunos extractos de sus Baladas de plata. Pero es que Chencho recompone incluso al mismísimo Lou Reed, como cuando le cantó cantándonos, ¿recuerdas? Hispalis-New York, cosas más raras se han visto, en ocasiones suceden tales milagrosos encuentros, a veces vuelan arrecifes y ponen picas tierra adentro. Pero yo, ahora, aquí, anclado a un séptimo cielo huérfano de helicópteros y pañuelos, solo soy el desencuentro. 

¿Ves, amor? Tu voz me sabe a todas las canciones, también lo dejé escrito hace tiempo. Lo habitas todo pero no te encuentro. Y mis dedos se agrietan y mis labios visten máscara de carnaval veneciano a la hora de la peste. Y me araño los párpados. Y me restriego la piel con una piedra pequeña que solo sirve para que no se cierren las puertas. Y sólo sueño con que se obturen como un diafragma fotográfico y quede intacta una instantánea en que vienen a darnos pasto los caballos mientras nosotros tigres de nosotros mismos y en nosotros mismos encerrados sólo cubiertos de cabellos y melodías y versos y palabras con perfil de beso y besos como jauría de ciervos rotos, torrentes de masa cefalorraquídea embadurnando sus astas cuando ansían las alturas, en plena berrea, y comprenden que más alto que nosotros sólo el cielo.