Mal día han elegido los vecinos de arriba para emprender unas obras de reacondicionamiento en su hogar. Malo para mí. Imagino que para ellos será óptimo. Pero justo hoy que tenía en mente dar punto final a uno de los relatos del volumen que preparo en la actualidad, los golpes, la caída de azulejos, la acerada indigestión sonora de la broca abriéndose paso a través de las diversas paredes, me impiden la concentración.
Desafortunadamente, la vida tiene sus arquitecturas propias, y nos deja fuera, a la mínima de cambio, de sus planes y estadísticas. O sea: ¿cuántas posibilidades hay de que la reforma de mis vecinos me afecte y desbarate mi concentración en día tan señalado? Las hay, pero a la vida, y especialmente a la de los vecinos, le trae sin cuidado.
La vida en comunidad tiene estos pequeños inconvenientes y de nada nos sirven el enfado y la indignación. Es en momentos de este tipo cuando soñamos con exiliarnos a un pueblito de la cordillera cantábrica, un suponer, y dedicar nuestros días al bucólico solaz en prados y veredas en que la mayor contaminación sónica provendrá, posiblemente, del mugido de una vaca, el ladrido apagado de un perro pastor o el claxon de la furgoneta del repartidor de pan. Ansiamos alejarnos del mundo e incluso llegamos a proclamar nuestro odio a la humanidad.
Ya puedo, hoy, mientras el martillo ejecuta su sinfónica disonancia de percusiones, imaginarme al borde de una acequia, con mi cuaderno de anillas y mi boli Bic, paseando la mirada por el verdor dictatorial de los prados, dando forma a frases gloriosas y párrafos imperecederos. Pero, claro, si estuviese yo en un valle perdido entre gigantes de piedra y rebaños de nubes, ¿qué inspiración acudiría a mi mente?, ¿de qué escribiría? Por supuesto no podría hacerlo de las reformas estructurales que los vecinos ejecutan en su hogar, no, me faltaría la imagen, la inspiración, la musa. Aún así algún tema acudiría al borde tierno de mis dedos de escritor frustrado, me digo. Pero, ¿y después?, ¿con quien compartíría el placer de haber dado fin a uno mis articulillos?, ¿con la vaca que mira las vías del tren como queriendo descubrir el secreto de la vida eterna?, ¿con el perrito que juega escondite entre las patas de las ovejas?
Quiero decir que, al fin, somos todos animales sociales, y pocos están preparados para emprender la aventura del ermitaño, aunque muchos lo sueñen en ocasiones. Necesitamos alguien con quien compartir aunque sea nuestras frustraciones, nuestro ocio y tiempo libre, nuestro aburrimiento, y es por ello que en tantas ocasiones nos descubrimos trabando relación con personas desconocidas, bien sea con el ánimo de compartir unas horas de solaz, bien con el de sentirnos escuchados al menos por unos minutos.
Desafortunadamente, la vida tiene sus arquitecturas propias, y nos deja fuera, a la mínima de cambio, de sus planes y estadísticas. O sea: ¿cuántas posibilidades hay de que la reforma de mis vecinos me afecte y desbarate mi concentración en día tan señalado? Las hay, pero a la vida, y especialmente a la de los vecinos, le trae sin cuidado.
La vida en comunidad tiene estos pequeños inconvenientes y de nada nos sirven el enfado y la indignación. Es en momentos de este tipo cuando soñamos con exiliarnos a un pueblito de la cordillera cantábrica, un suponer, y dedicar nuestros días al bucólico solaz en prados y veredas en que la mayor contaminación sónica provendrá, posiblemente, del mugido de una vaca, el ladrido apagado de un perro pastor o el claxon de la furgoneta del repartidor de pan. Ansiamos alejarnos del mundo e incluso llegamos a proclamar nuestro odio a la humanidad.
Ya puedo, hoy, mientras el martillo ejecuta su sinfónica disonancia de percusiones, imaginarme al borde de una acequia, con mi cuaderno de anillas y mi boli Bic, paseando la mirada por el verdor dictatorial de los prados, dando forma a frases gloriosas y párrafos imperecederos. Pero, claro, si estuviese yo en un valle perdido entre gigantes de piedra y rebaños de nubes, ¿qué inspiración acudiría a mi mente?, ¿de qué escribiría? Por supuesto no podría hacerlo de las reformas estructurales que los vecinos ejecutan en su hogar, no, me faltaría la imagen, la inspiración, la musa. Aún así algún tema acudiría al borde tierno de mis dedos de escritor frustrado, me digo. Pero, ¿y después?, ¿con quien compartíría el placer de haber dado fin a uno mis articulillos?, ¿con la vaca que mira las vías del tren como queriendo descubrir el secreto de la vida eterna?, ¿con el perrito que juega escondite entre las patas de las ovejas?
Quiero decir que, al fin, somos todos animales sociales, y pocos están preparados para emprender la aventura del ermitaño, aunque muchos lo sueñen en ocasiones. Necesitamos alguien con quien compartir aunque sea nuestras frustraciones, nuestro ocio y tiempo libre, nuestro aburrimiento, y es por ello que en tantas ocasiones nos descubrimos trabando relación con personas desconocidas, bien sea con el ánimo de compartir unas horas de solaz, bien con el de sentirnos escuchados al menos por unos minutos.
Aparco definitivamente la redacción del relato al que deseaba hoy dar punto final y, amparado en el silencio repentino que me anuncia una tregua temporal en la casa de los vecinos, tomo unas cervezas de la nevera, salgo de casa, y me acerco hasta su puerta, por ver cómo van las obras, por saludarles y ofrecerles un receso en su dura tarea de reacondicionamiento estructural.
Tomamos las cervezas mientras me narran, con ilusión cercana al éxtasis, los planes de remodelación de su casa. Sonríen imaginando cuánta luz van a ganar una vez derribados ciertos tabiques, cuánto espacio obtendrá la chica que les ayuda con las labores domésticas con esta nueva y acrecentada cocina. Consumidas ya las cervezas, se interesan por mi nueva novela, me preguntan cómo avanza su redacción. Les explico que está aún en construcción, como su casa, como nuestras vidas, como nuestra relación que aún no traspasa el correcto umbral de la vecindad y las buenas formas.
Me despido y me agradecen la invitación, prometiéndome que la siguiente correrá de su cuenta y regresando al golpeteo incesante que conseguirá me desespere cuando, regresado a mi habitación, intente reanudar la escritura.
Voy a aprovechar para barrer mientras pienso en todo lo que me han comentado los vecinos. Quizás me salga un relato mejor que el que dejo inacabado.
Tomamos las cervezas mientras me narran, con ilusión cercana al éxtasis, los planes de remodelación de su casa. Sonríen imaginando cuánta luz van a ganar una vez derribados ciertos tabiques, cuánto espacio obtendrá la chica que les ayuda con las labores domésticas con esta nueva y acrecentada cocina. Consumidas ya las cervezas, se interesan por mi nueva novela, me preguntan cómo avanza su redacción. Les explico que está aún en construcción, como su casa, como nuestras vidas, como nuestra relación que aún no traspasa el correcto umbral de la vecindad y las buenas formas.
Me despido y me agradecen la invitación, prometiéndome que la siguiente correrá de su cuenta y regresando al golpeteo incesante que conseguirá me desespere cuando, regresado a mi habitación, intente reanudar la escritura.
Voy a aprovechar para barrer mientras pienso en todo lo que me han comentado los vecinos. Quizás me salga un relato mejor que el que dejo inacabado.
Jajaj... Me pareciera a mí que más que la cortesía de vuestra merced de acompañar unas cervecitas a los "amables" vecinos, quizá hubiera sido realmente cortesía la de ellos acompañar al estremecedor e indignante instinto asesino que nos provoca el traqueteo de ruidos en horas valiosas para nosotros... Más ante esa falta de corrección que parece hemos perdido, me sorprendo ante la tuya, ante la paciencia y el buen estar... al no gritar al sentir la sangre correr... Tal vez, porque como tantos otros, he sufrido, sin ningún tipo de miramiento, el repiquetear de un taladro o de un martillo en las horas de siesta tan apreciadas y deseadas de un sábado o domingo después de una laboral semana... cuando otros parecen aburrirse...
ResponderEliminarMarta