¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo, sólo me muerde aún el frío y una sonrisa infante emparedada entre el cordón umbilical del terror vivido cuando se antoja futuro a desentrañar. Líbano, frontera con Siria, campos de refugiados como veleros marchitos sin más marea, a lo lejos, que las cordilleras en que muerden talones niño la ventisca y el muñeco de nieve sin zanahoria porque se la comieron en reparto democrático de a pedacito por cabeza.
Después, a la noche, la luna de Beirut y el lunar soñado para poder aniquilarse los sentidos y, tal vez, por qué no, ese corazón que no ha detenido su palpitar mientras lo paseabas entre tanto ruido que aquí, en Occidente, siempre lo es de fondo, de taberna moderna sin aperitivo y rejonazo entre las costillas del fin de mes a cambio de unas sonrisas que bien podrías compartir en lo más recóndito de tu propio hogar. Pero se impone salir, festejar, brindar y pagar el alto precio que marca el comercio a las ganas de seguir sintiéndose vivo. Saberse vivo ya es el brindis. Pero salimos, bebemos, comemos, consumimos alimentos que enflaquecen y nos hacen más escuetos, dando de lado a ese latido que todo lo puede. Para mejor anestesiarnos, para mejor aniquilarnos en la huida que nos han impuesto. Y es que yo no quiero huir, si no es hacia adelante, siempre, como Rimbaud y como él haciendo bandera de mi corazón cuando lo eriges en puro pálpito.
Caracoleaba las callejas de Beirut y escuchaba las charlas de quietud de la cachimba, labios morenos y piel bravía, siempre el miedo por dentro, ese temblor en la saliva de quien no sabe qué hacer con su vida más allá de seguirla a los dictados de genios de la pirotecnia que saben imponer su lógica de animal invertebrado. El gobierno. Los gobiernos. La aristocracia del armamento, que a tantos da de comer aquí, en Occidente. Daños colaterales y la revuelta, la resistencia, otros dictados, bien sean religiosos o sentimentales. Todos, al fin, tenemos miedo a la huida, más si es hacia delante, mucho más si es a lo hondo de lo que verdaderamente ansiamos. En Beirut reinaba el jolgorio, pero se aquietaba cuando las autoridades adelantaban el reloj de la madrugada. Entonces tenías que patear Gemmayzeh dejándote guiar por tu olfato. Olía a hembra libre y hedía a barro. Olía a tabaco mascado y a hachís bien apaleado. Reptabas hacia un sótano y los muros eran música y humo y síncope y carne y ladridos como canto de castrati ante ti glotón y arrodillado. Lejos, en la frontera con Siria, infancia se soñaba con calzado. Yo me drogaba de piel al arrullo del reloj que nunca tuve para poder regresar, al día siguiente, a los campos de refugiados.
¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo más allá de aquellos rostros acribillados por el hambre y desentendidos de las marcas que marcan los atletas de la barbarie en los dorsos de sus manos cuando dejan libre albedrío a un puñado de falanges que aprietan botones como quien gatillos de hambre de papel moneda y coche caro. Después: la explosión, el conglomerado de carne sin recorte que pueda recomponer el puzle de una sola pieza en que la vida se esmera para mejor poder llegar a vieja.
¿2019? ¿2020? Ya no recuerdo, y 2021 se acerca en este machihembrar tragedias de las que sólo se continuará conociendo el inicio. Nadie presta atención a los daños colaterales que dejan tras de sí, reguero de sangre quieta, los finales. Duele Líbano en incendio de pedernales. Duele el paso del tiempo cuando no proporciona más que plasma en regato perdido. Duele la mirada niña perdida en una pesadilla de pañales ensangrentados y la mordida cruel al vacío cuando es lo único que te abraza.
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