No hace muchos años. Santiago de Compostela se convertía, por fin, para mí y un selecto puñado de colegas de correrías, en punto imprescindible de peregrinaje vital. Nada que ver con santos de postal turística o caminatas desproporcionadas al albur de los eslóganes publicitarios. Algo así como Conciertos del Milenio o su puta madre, no recuerdo. El caso es que habían proporcionado un nombre de mucha apariencia y no poca oquedad para celebrar alguna efeméride, tal vez religiosa para bendecir la osamenta perdida de aquel santo que nunca pisó tierras galegas, a un conjunto de recitales que prometían ofrecer figuras de alto relumbrón dentro del oropel rockandrollero. Entre ellos, el inconmensurable David Bowie.
Tuve que reprimir el desmayo al conocer que, al fin, podría contemplar al Gran Ziggy Stardust. Pero no pude evitarlo el día que supe que Bowie no haría acto de presencia en Santiago debido a un incidente que le había lesionado, imposibilitándole actuar aquel día. Por lo visto, uno de los asistentes a su último concierto había dañado la pupila asimétrica del cantante con algún objeto punzante. Deseé el fallecimiento pausado y doloroso del agresor...aún desconozco si la Divina providencia cumplió mi anhelo. La organización del evento, con rapidez indigna de la indigna piel de toro, anunció que un músico a la altura del Gran Camaleón actuaría en su lugar la noche prevista. Lou Reed, nos dijimos, unos a otros, entre los amigos. Si quieren alguien a la altura no puede ser otro que Reed. Y...benditos augures fuimos: ¡Lou Reed deleitaría a la audiencia en Santiago!
Lou Reed y David Bowie, cortesía de "la red" |
Arribamos a la costa inversa compostelana en una mañana desperdigada de chubascos y alucinada de meigas durmientes. Fumamos mucho, demasiado. Esa fue la excusa para no poder despegar los labios durante las dos horas aproximadas en que el mago demiurgo de la Gran Manzana decidió hechizarnos con la resonancia pulcra y servil de una guitarra que parecía haber germinado aquella misma noche de entre las raíces como venas que avivaban las manos de su dueño. Después tú, recién llegada de un mundo ajeno, de un Marruecos que comenzaba a despertar a la vida del libre pensamiento y el acomodaticio consumo, me conminabas para regresar al coche. Te había aburrido aquel viejo de voz gastada y piel labrada con los cinceles del desprecio y la desesperación.
Regresamos, pues, al auto, solos tú y yo, e hicimos el amor con el abandono que provoca el hachís y la hemiplejía de juguete de la ausencia de alimento. La gente pasaba junto al coche tarareando Sweet Jane, y yo descubría que tú eras aún más dulce que la antiheroína de la canción del buen Lou. Después entretuvimos la llegada del amanecer entretejiendo historias falsas, y yo te conté cómo, de jóvenes, nos drogábamos, sólo para salir de nosotros mismos, para habitar un mundo en que la música era considerada como una de las Bellas Artes y el Arte Moderno se evidenciaba el pastiche mercantil que la actualidad nos ha desvelado. No te gustó Lou Reed, ni su música, pero comprendiste que era importante para la Humanidad que ese tipo malencarado continuase empuñando aquella guitarra como un pelotón de Ángeles del Infierno. Por eso me dejaste fumar otro porro, a pesar de mi ya patente ebriedad cannábica. Por eso, o porque en tu tierra no hay que esperar al hombre en la oscuridad fragante de orines de la esquina más perdida de la más perdida calleja suburbana, y no pocos se drogan con la habitualidad de lo inocuo. En cualquier caso sé que tú, ángel sin igual, siempre has velado mis sueños y pesadillas, y hoy, a pesar de la distancia, siento la humedad salvaje de tus labios de flor y escarcha mientras me invitas a encender otro petardo. Porque hoy, a pesar de que estás lejos, sabes que Lou ha marchado, y me susurras, desde la caverna breve y fiera de la distancia, que aún me queda su música, tu amor...y un breve puñado de hierba.
Porque el verdadero paseo por el lado salvaje, cuando llega, no tiene vuelta atrás: celebremos que estamos vivos.
Regresamos, pues, al auto, solos tú y yo, e hicimos el amor con el abandono que provoca el hachís y la hemiplejía de juguete de la ausencia de alimento. La gente pasaba junto al coche tarareando Sweet Jane, y yo descubría que tú eras aún más dulce que la antiheroína de la canción del buen Lou. Después entretuvimos la llegada del amanecer entretejiendo historias falsas, y yo te conté cómo, de jóvenes, nos drogábamos, sólo para salir de nosotros mismos, para habitar un mundo en que la música era considerada como una de las Bellas Artes y el Arte Moderno se evidenciaba el pastiche mercantil que la actualidad nos ha desvelado. No te gustó Lou Reed, ni su música, pero comprendiste que era importante para la Humanidad que ese tipo malencarado continuase empuñando aquella guitarra como un pelotón de Ángeles del Infierno. Por eso me dejaste fumar otro porro, a pesar de mi ya patente ebriedad cannábica. Por eso, o porque en tu tierra no hay que esperar al hombre en la oscuridad fragante de orines de la esquina más perdida de la más perdida calleja suburbana, y no pocos se drogan con la habitualidad de lo inocuo. En cualquier caso sé que tú, ángel sin igual, siempre has velado mis sueños y pesadillas, y hoy, a pesar de la distancia, siento la humedad salvaje de tus labios de flor y escarcha mientras me invitas a encender otro petardo. Porque hoy, a pesar de que estás lejos, sabes que Lou ha marchado, y me susurras, desde la caverna breve y fiera de la distancia, que aún me queda su música, tu amor...y un breve puñado de hierba.
Porque el verdadero paseo por el lado salvaje, cuando llega, no tiene vuelta atrás: celebremos que estamos vivos.
Benditos aquellos que pasearon por el lado salvaje. Me acompañó en buenos momentos de mi vida. Solo le deseo un buen viaje.
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