A nadie sorprende, a estas alturas, que la vida es sorprendente caudal de sorpresas prestas a desbaratarnos el entendimiento y los relojes. Así ocurre, por ejemplo (doy fe), con la paternidad, que imaginamos destartalado y retorcido sendero de obligaciones y responsabilidades. Porque ser padre, sí, nos enfrenta a una ajetreada singladura de sueños postergados y pesadillas futuribles. Pero también nos oferta una floresta de sensaciones y memorias en las que, sin duda, más nos valdría perdernos.
Manido recurso decir que a través del niño, de su mirada, comenzamos a mirar a la vida cara a cara, recluido al más oscuro rincón de la existencia el ejército de máscaras con que gustamos de enfrentar la guerra de guerrillas del día a día. Prefiero pensar que con el niño, mediante su contemplar impudoroso y animal, podemos asomarnos a ese suelo que pisamos, en demasiadas ocasiones, sin preguntar si le duelen nuestros pasos. Hay que agacharse hacia el niño, tumbarse en el piso y descubrir, con él, los sótanos de nuestro caminar por la vida como si ésta se hallase en las alturas. Porque la vida, como la muerte (su reverso), habita a ras de suelo.
Si no me creen pregúntenselo a los miembros del servicio secreto que custodia la Casa Blanca estadounidense, a quienes hace unos días se les coló un niño, como riachuelo despreciable o borbotón de sangre derramada en reyerta de fin de semana, entre las piernas. Eso cuentan los noticiarios, que un bebé se internó en la Casa Blanca sin que nadie supiese cómo. Claro, los vigilantes andarían atareados examinando los techos colindantes, en busca de francotiradores. Demasiado encumbrado, su punto de vista, para un niño. Y ahora ellos, tan preocupados por las alturas, deben bajar a ras de suelo para buscarse otro empleo, por su ineficacia laboral.
Me gusta jugar con mi hijo situándome a su altura o, a ser posible, aún más abajo, y descubrir, con él, la batalla entre las pelusas de la escasa higiene doméstica (un niño, es lo que tiene, apenas te deja tiempo para nada, ni siquiera limpiar) y los mechones de lucidez grisácea que va perdiendo el gato (con la edad, no sólo los humanos perdemos cabello). Es en esos momentos que descubro que la vida es más pequeña de lo que deseamos pensar, y que al trotar de zapatos veloces y neumáticos vertiginosos le sigue, inevitablemente, un procesionar moroso de minutos que nunca vuelven, por ejemplo. Si alguna enseñanza tiene el ser padre es la de recuperar la mirada de corto alcance y desterrar por siempre la quimera de lo eterno, o el largo recorrido de esa ambiciosa imaginación que nos lleva a proveernos un futuro de acomodo y grandeza, aunque sea éste a costa de quienes no tuvieron la suerte de estrenar calzado de diseño con que devorar grandes recorridos.
Estos días, también, además del bebé escapista que ha burlado la seguridad familiar del Amo del Mundo, otro insubordinado infante ha eludido los sistemas de seguridad de medio planeta, incluso de la prensa seria, que ha dejado de informar de fútboles y veraneos empresariales porque entre su maleza tipográfica se ha infiltrado un revoltoso nene africano. Un recién nacido que porta en sus huellas dactilares semilla de defunción y latido de epidemia. Me refiero al ébola, ese pequeño virus que actúa con la grandeza de un emperador de los de antaño, surcando la tierra, en su gatear inconsciente, para moldearla de sepulcros y adioses.
Mi hijo, a veces, creo que pretende enredarme los cordones de los zapatos. No sé, aún, si lo hace para reír al verme caer, o para, tras mi obvio batacazo, tenerme a su altura y enseñarme a ver la vida con la inferioridad natural que él la contempla. El ébola, ese otro niño, está buscando empleos de ultratumba a numerosos ciudadanos de esos que aún consideramos de segunda: africanos, granero de Occidente, lazarillos del hambre, mano de obra gratuita... negros. Pero deberíamos pensar que quizás no sea tan despiadado. Tal vez sólo pretende atar los cordones de los zapatos que calzamos quienes nos sentimos con derecho a esclavizar a todo un hemisferio geográfico. Pero lo hace con la lógica natural de los niños, con su lúcida crueldad.
Respecto al bebé que esquivó alarmas y Ray Ban de espejo norteamericanas para introducir su reptar de felpa en los pasillos de la Casa Blanca, un servidor lo tiene claro: sólo pretendía entrar al Despacho Oval para atarle los cordones de los zapatos al presidente del Orden Mundial Establecido que, por otra parte, por si no recuerdan, es casi tan negro como las víctimas del ébola... casi.
Ya lo advertía Mark Robson en aquel inolvidable film protagonizado por el grandioso Humphrey Bogart: Más dura será la caída.
Si no me creen pregúntenselo a los miembros del servicio secreto que custodia la Casa Blanca estadounidense, a quienes hace unos días se les coló un niño, como riachuelo despreciable o borbotón de sangre derramada en reyerta de fin de semana, entre las piernas. Eso cuentan los noticiarios, que un bebé se internó en la Casa Blanca sin que nadie supiese cómo. Claro, los vigilantes andarían atareados examinando los techos colindantes, en busca de francotiradores. Demasiado encumbrado, su punto de vista, para un niño. Y ahora ellos, tan preocupados por las alturas, deben bajar a ras de suelo para buscarse otro empleo, por su ineficacia laboral.
Me gusta jugar con mi hijo situándome a su altura o, a ser posible, aún más abajo, y descubrir, con él, la batalla entre las pelusas de la escasa higiene doméstica (un niño, es lo que tiene, apenas te deja tiempo para nada, ni siquiera limpiar) y los mechones de lucidez grisácea que va perdiendo el gato (con la edad, no sólo los humanos perdemos cabello). Es en esos momentos que descubro que la vida es más pequeña de lo que deseamos pensar, y que al trotar de zapatos veloces y neumáticos vertiginosos le sigue, inevitablemente, un procesionar moroso de minutos que nunca vuelven, por ejemplo. Si alguna enseñanza tiene el ser padre es la de recuperar la mirada de corto alcance y desterrar por siempre la quimera de lo eterno, o el largo recorrido de esa ambiciosa imaginación que nos lleva a proveernos un futuro de acomodo y grandeza, aunque sea éste a costa de quienes no tuvieron la suerte de estrenar calzado de diseño con que devorar grandes recorridos.
Estos días, también, además del bebé escapista que ha burlado la seguridad familiar del Amo del Mundo, otro insubordinado infante ha eludido los sistemas de seguridad de medio planeta, incluso de la prensa seria, que ha dejado de informar de fútboles y veraneos empresariales porque entre su maleza tipográfica se ha infiltrado un revoltoso nene africano. Un recién nacido que porta en sus huellas dactilares semilla de defunción y latido de epidemia. Me refiero al ébola, ese pequeño virus que actúa con la grandeza de un emperador de los de antaño, surcando la tierra, en su gatear inconsciente, para moldearla de sepulcros y adioses.
Mi hijo, a veces, creo que pretende enredarme los cordones de los zapatos. No sé, aún, si lo hace para reír al verme caer, o para, tras mi obvio batacazo, tenerme a su altura y enseñarme a ver la vida con la inferioridad natural que él la contempla. El ébola, ese otro niño, está buscando empleos de ultratumba a numerosos ciudadanos de esos que aún consideramos de segunda: africanos, granero de Occidente, lazarillos del hambre, mano de obra gratuita... negros. Pero deberíamos pensar que quizás no sea tan despiadado. Tal vez sólo pretende atar los cordones de los zapatos que calzamos quienes nos sentimos con derecho a esclavizar a todo un hemisferio geográfico. Pero lo hace con la lógica natural de los niños, con su lúcida crueldad.
Respecto al bebé que esquivó alarmas y Ray Ban de espejo norteamericanas para introducir su reptar de felpa en los pasillos de la Casa Blanca, un servidor lo tiene claro: sólo pretendía entrar al Despacho Oval para atarle los cordones de los zapatos al presidente del Orden Mundial Establecido que, por otra parte, por si no recuerdan, es casi tan negro como las víctimas del ébola... casi.
Ya lo advertía Mark Robson en aquel inolvidable film protagonizado por el grandioso Humphrey Bogart: Más dura será la caída.
Hasta el ser más diminuto tiene algo que enseñarnos.
ResponderEliminarUn abrazo.