Arrecian opiniones de padres recién nacidos, ante el recién acontecido nacimiento de sus vástagos, de la dificultad de criar (es bueno, desde el inicio reconocen animal a su hijo) a un niño, en estos tiempos que corren. No seré yo quien venga a llevar la contraria a tan esforzados educadores. Más me vale, ante la que se me avecina. Opiniones a favor y en contra del castigo, más o menos violento, contra los niños que deciden hacer de su desobediencia bandera que pasear por el puerto pirata del hogar.
Advierto de antemano: no se ejerció violencia alguna sobre un servidor, cuando infante, como consecuencia de sus numerosos dislates y tropelías. Pero jamás olvidará en el cuarto de limpieza del hotel barato de su memoria, la forma en que mi madre pretendía prevenir uno de los primeros vicios que me conozco: morderme las uñas. Con saña, violencia casi, hasta exponer en carne viva el espectáculo rosa y tiznado en sangre de mis dedos como alcachofas. Creo que a eso se debe el que escriba frases tan largas: con unos dedos tan gruesos es fácil equivocar la tecla y, cuantos menos "puntos" en el texto, más sencillo su trazado, al menos para mí. Al caso: mi madre cogía una de esas guindillas cuyo fuego de infierno doméstico ahora tanto disfruto (para acompañar un buen cocido madrileño, por ejemplo) y la restregaba por la frontera en que mis uñas comenzaban a perder terreno ante el adversario inexplicable de mi dentadura. Sí, mi madre me untaba los dedos en guindilla (chile, ají, etc.: gloria de la diversidad lingüística), para ahorrarme ese feo vicio de morderme las uñas.
Ya digo: educar a un hijo no es tarea fácil, y dudo dónde se halla la dúctil frontera entre educación y castigo. Pero hay otros padres que también tienen problemas a la hora de educar a quienes consideran sus hijos. Me refiero a los leguleyos del orden, los adalides del progreso, los guardianos del todopoderoso papel moneda, los cancerberos de la sociedad del bienestar.
Leo, estos días, en la prensa, que el Gobierno Español ha decidido engalanar las férreas vallas que separan lo que consideran tierra española (Melilla) de aquel otro lugar donde las fieras atacan y el salvajismo es patente de corso (Marruecos), con afiladas cuchillas que convencerán a cualquier candidato subsahariano a rozar con los dedos la gloria de Occidente, de que si lo intenta acabrá perdiéndolos (los dedos) en esa sucia corona de cuchillas de filo certero y traidor. No entraré ahora en el dislate de reclamar el Peñón de Gibraltar mientras se pretende mantener bajo el manto católico de la sacrosanta península ibérica un pedazo de tierra que habita en África. Sólo pretendo entender los mecanismos inframentales que llevan a nuestros gobernantes a considerarse aún padres, ya no sólo de los que, vía migración ilegal, pretenden huir los excesos de hambre y enfermedad de sus países esquilmados, si no, también, de aquellos que, dicen, les han otorgado en las urnas el poder absoluto para hacer lo que les venga en gana con tal de preservarles (a sus votantes, y al resto) de los males de este mundo.
Está bien, nuestros gobernantes son nuestros nuevos padres. No somos pocos los que, desde la distancia, añoramos a los verdaderso, los biológicos. Así que no está de más saber que nuestro futuro anda dulcemente arrullado por las nanas perversas de aquellos que detentan el poder gubernamental. Gracias, desde aquí. Gracias, por advertirnos de la mordida de cáncer y sueño eterno del tabaco, gracias por rescatar nuestra cordura al filo de la cuneta en que yacerían nuestros cuerpos de no establecer económicos límites de velocidad, gracias por recordarnos que hay un Dios Eterno que, desde los cielos, contempla nuestras acciones para mejor juzgarlas cuando el reloj pierda las manecillas, gracias por recomendarnos redoblar nuestros esfuerzos laborales en aras de un mejor desarrollo económico del común de los nacionales, gracias, en fin, por mostrarnos el rostro malencarado vicioso lobuno y salvaje del extranjero, sobre todo si es negro.
Decía, al inicio, que nunca ejercieron sobre mí violencia alguna los hacedores de mis días. Sí, mi madre me untaba guindilla en los dedos. Pero lo hacía por mi bien. A día de hoy, continúo mordisqueando mis garras de niño maleducado cuando no tengo algo mejor que masticar (dígase un chuletón, una vulva o un hielo fermentado en güisqui). Malas costumbres que me hacen aparentar asilvestrado y poco digno de elogio en las reuniones de la amistad y la extrañeza. Me pregunto si no hubiese sido mejor que mi madre hubiese incrustado cuchillas, como hacían (dicen) los milicianos del Vietcom a sus rehenes de guerra, como hace el Gobierno Español a todos aquellos que tuvieron el infortunio de nacer en una tierra esquilmada, a la mayor gloria de nuestro sacrosanto estado del bienestar, y se esfuerzan por retorcer en línea recta el trazado diabólico de sus vidas.
Sólo me queda claro que, si pretendes convivir en sociedad, debes portar unas manos limpias y bien delineadas. Nada de un horizonte fracasado surcando la uña malcomida, ni un desastre de huellas dactilares derrotadas en un sufragio de herida y sangre.
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