En una entrevista, semioculta entre los innumerables canales con que la televisión gusta de enquistar nuestras neuronas en la somnolencia, se nos desvela, por boca de un avejentado gurú del ajedrez (ese campeonato de lentos silencios y enmudecidas estrategias), que resulta absolutamente imprescindible, si es que anhelamos la victoria, no lanzar nunca contraataques desesperados. Que lo mejor es afianzar lo que es tuyo, y esperar...sólo esperar.
Nada más lejos de mi intención que desacreditar las máximas de tan insigne "deportista", pero entran, sus declaraciones, en evidente pugna con la sabiduría popular que asegura que quien espera desespera, y mi natural tendencia a la contradicción y el equívoco me instala en la desvencijada poltrona de la duda.
Es también en televisión donde asisto, perplejo, a las quejas de uno de los miles de usuarios del iPad, esa maravilla de la técnica. Resulta que un inesperado fallo del fabricante ha dejado a numerosos consumidores sin acceso a una de las aplicaciones más importantes con que el citado ingenio puede engalanarse. Creo recordar que es algo para enviar a las redes sociales fotografías disfrazadas con máscaras vintage. O sea, que tomas una instántanea con el iPad, en pleno siglo XXI, y puedes lograr que parezca tomada cuando el albor de el hoy democratizado (¿o será desacreditado?) arte fotográfico, allá por mediados del XIX.
Todo bien. Los consumidores debemos sentirnos protegidos de los despropósitos de el empresariado. Pero el citado usuario incluía una y otra vez, en su enérgico discurso indignado, la adjetivación posesiva, de manera que el ingenio tecnológico dejaba de ser un iPad para convertirse en "mi" iPad. Enseguida recordé cómo, trabajando yo en una de las mil factorías de desatención telefónica que comenzaron a poblar el planeta hace un par de décadas, reíamos, los trabajadores, por la insistencia de los usuarios de una marca de automóviles, en anteponer el adjetivo posesivo cada vez que nombraban el vehículo que habían adquirido. Los más avispados de entre nosotros culpaban de tan nimio incidente a la publicidad televisiva.
Quizás sea, pues, la televisión, con su magmática autoridad social, la que nos embadurne la conciencia con el grumoso barniz que los grandes mercaderes de la propiedad y el vacío producen a destajo en las fábricas del miedo. Productos, ingenios, marcas, logotipos, todo un arseal de falsas identidades con que anular la capacidad de raciocinio y conseguir que nos consideremos dueños, propietarios, poseedores, hacendados, como ellos. Logran así instalarnos en una fantasía de bienestar que mucho dista de ser científicamente comprobable, y sonreímos al pronunciar "mi" iPad, "mi" chalet, "mi" gato e, incluso, "mi" mujer, cuando tal vez debiéramos decir la ilusión de comunicación, los ladrillos que nunca terminaré de pagar al banco, el animal que me evita cuando desea y me reclama cuando tiene hambre, y la mujer que soporta mis estupideces y malos humores, e incluso recordar que propietario rima con proletario.
Imagino que el laureado ajedrecista también ve la tele y comprende que, para ganar en el citado juego, al igual que para hacerlo en esta absurda partida sin tablero en que han convertido la vida, sea preciso mantener lo nuestro, e introduce en el saco de la propia propiedad todo aquello que constituye botín de bancos y mercados, y no tan sólo el sudor y la sangre que derramamos a diario para alimentar la fantasía.
Lástima que nunca me ha gustado el ajedrez. No lo crean, lo he intentado. Tal vez deba comenzar a asumir "mi" torpeza.
Es también en televisión donde asisto, perplejo, a las quejas de uno de los miles de usuarios del iPad, esa maravilla de la técnica. Resulta que un inesperado fallo del fabricante ha dejado a numerosos consumidores sin acceso a una de las aplicaciones más importantes con que el citado ingenio puede engalanarse. Creo recordar que es algo para enviar a las redes sociales fotografías disfrazadas con máscaras vintage. O sea, que tomas una instántanea con el iPad, en pleno siglo XXI, y puedes lograr que parezca tomada cuando el albor de el hoy democratizado (¿o será desacreditado?) arte fotográfico, allá por mediados del XIX.
Todo bien. Los consumidores debemos sentirnos protegidos de los despropósitos de el empresariado. Pero el citado usuario incluía una y otra vez, en su enérgico discurso indignado, la adjetivación posesiva, de manera que el ingenio tecnológico dejaba de ser un iPad para convertirse en "mi" iPad. Enseguida recordé cómo, trabajando yo en una de las mil factorías de desatención telefónica que comenzaron a poblar el planeta hace un par de décadas, reíamos, los trabajadores, por la insistencia de los usuarios de una marca de automóviles, en anteponer el adjetivo posesivo cada vez que nombraban el vehículo que habían adquirido. Los más avispados de entre nosotros culpaban de tan nimio incidente a la publicidad televisiva.
Quizás sea, pues, la televisión, con su magmática autoridad social, la que nos embadurne la conciencia con el grumoso barniz que los grandes mercaderes de la propiedad y el vacío producen a destajo en las fábricas del miedo. Productos, ingenios, marcas, logotipos, todo un arseal de falsas identidades con que anular la capacidad de raciocinio y conseguir que nos consideremos dueños, propietarios, poseedores, hacendados, como ellos. Logran así instalarnos en una fantasía de bienestar que mucho dista de ser científicamente comprobable, y sonreímos al pronunciar "mi" iPad, "mi" chalet, "mi" gato e, incluso, "mi" mujer, cuando tal vez debiéramos decir la ilusión de comunicación, los ladrillos que nunca terminaré de pagar al banco, el animal que me evita cuando desea y me reclama cuando tiene hambre, y la mujer que soporta mis estupideces y malos humores, e incluso recordar que propietario rima con proletario.
Imagino que el laureado ajedrecista también ve la tele y comprende que, para ganar en el citado juego, al igual que para hacerlo en esta absurda partida sin tablero en que han convertido la vida, sea preciso mantener lo nuestro, e introduce en el saco de la propia propiedad todo aquello que constituye botín de bancos y mercados, y no tan sólo el sudor y la sangre que derramamos a diario para alimentar la fantasía.
Lástima que nunca me ha gustado el ajedrez. No lo crean, lo he intentado. Tal vez deba comenzar a asumir "mi" torpeza.
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